domingo, 22 de agosto de 2010

Microcuentos I


Un día de invierno, entre la clase de Cálculo Infinitesimal y la de Física Vectorial, el joven estudiante de ingeniería hizo “click” y se convirtió en el Hombre Vector. Decía tener magnitud, dirección y sentido. Poco le valió su nueva abstracción existencial para cruzar la Alameda, pues una micro multiplicó por cero su dinámica existencia.


El Divino Anticristo predicaba a los cuatro vientos su apocalíptica doctrina hasta que cuatro jinetes en riguroso blanco descendieron de un furgón y se lo llevaron al purgatorio.


Santiago 2110, año del Tricentenario, ciudad de mutantes ojerosos, piel transparente por el eterno cielo marrón y con enormes pulmones para capturar las escasas partículas de oxigeno en una atmósfera cargada de hollín.


“Mi amor, eres única en mi vida” – decía el joven mientras la abrazaba y besaba con un ojo cerrado y el otro abierto oteando el horizonte del parque.


Chile 2310, celebramos los 500 años de independencia nacional y el candidato presidencial promete una mejor educación para los jóvenes, mejores oportunidades de trabajo para los adultos, salud gratis para los ancianos y un país desarrollado en cuatro años más para todos los chilenos.

Jorge Blanche - 2010

viernes, 20 de agosto de 2010

La noche que descendi a los infiernos


10.00 de la noche, conduzco hacia la Posta 3 de Santiago. Mi cuñado, rescatado de su departamento luego de toda una operación tipo comando, pues estaba con un problema de pérdida de la conciencia y en un peligroso sueño profundo, logramos recuperarlo para llevarlo a la consulta de un médico, que aún siendo de noche nos espera por ser nuestro pariente. Hay que internarlo de inmediato, nos dice. Tiene posiblemente daño cerebral producto de un accidente vascular ocurrido hace quizás un par de días atrás. Lo más próximo a su domicilio y al lugar en donde estábamos; la Posta 3.

Nos sale a recibir un funcionario que eleva la barrera luego de preguntarnos si llevábamos paciente. Bajamos una moderna rampa y en el subterráneo cinco o seis ambulancias, entrando y saliendo. Subo de nuevo a la superficie, después de dejar mis pasajeros. Estaciono en la siguiente calle y bajo caminando hasta la sala de espera. Cien personas más o menos ocupando unos asientos colectivos que en cinco corridas copan casi todo el extenso recinto. De todas formas queda gente de pie y otros que se desplazan entre diligentes y nerviosos. Un altoparlante va llamando a los pacientes luego que éstos entregaran sus datos y hecho el registro-y la cancelación correspondiente. El sonido violento del parlante y el descuido en la expresión, hacen apenas comprensible la identificación del llamado.

Al menos la sala de espera está separada de la recepción. Es allí, en esta última, donde se ve de todo. Absolutamente de todo. Golpeados, tajeados, heridos, congestionados, quebrados, vómitos, hemorragias, parturientas de vientres descomunales, intoxicados…, todo.

Una sola clase social, a lo más dos, parece existir en el lugar. Clase media (como nos definimos casi todos lo habitantes de este país), pero clase media baja. Casi todos emiten despachos a través de sus celulares. Otros salen a buscar algo al auto. Es la nueva clase media baja chilena, pobres pero con cosas. Dentro de las cuales no figura el presupuesto de salud, sino quizás sólo el inevitable acápite relacionado con remedios.

Los únicos “pacientes” que atraviesan la sala para ir a la ventanilla de registro son los esposados que van acompañados por carabineros y que están allí para constatar lesiones. Ahora hay un gordo esposado que lo acompaña un hombre joven, casi de aspecto tan descuidado como él mismo. Sólo cuando se acerca otro sujeto con casaca azul, pero sin ninguna identificación, tiendo a pensar que se trata de un policía de la comisión civil. Cuando se saca la chaqueta y se la da vuelta para el otro lado ratifico mi presunción: Dice con letras enormes, PDI. Entonces hacemos chistes con mi otro cuñado respecto que la condición física del detenido no se condice con su pretensión de ser escapero.

Ahora son las 11.00. Mi cuñado ya fue ingresado. El altoparlante dice de pronto:
“Este centro de salud está colapsado, el tiempo de espera es de ocho a nueve horas". Para nadie, excepto para nosotros, la información parece aturdirnos. Contra lo que con mi cuñado pensamos nadie se desiste ni se retira del lugar.

La hora que llevamos de pie nos comienza a pasar la cuenta. Decidimos pasar a sentarnos en la última fila, que parece que es la única que tiene algunos espacios vacíos en ese instante. Claro, es cierto, por ambos lados está flanqueado el paso por un hombre por un extremo y una anciana por el otro. Los despertamos para poder pasar. Sólo después de un rato nos damos cuenta que ellos no ponen atención a los llamados. Sólo duermen, semitendidos sobre los asientos. Definitivamente no son pacientes. Han venido a pasar la noche en el lugar. Un joven de casi muy buen aspecto de pronto los ha despertado para entregarles un plato de plumavit repleto de arroz con un par de vienesas inundadas en mayonesa y kétchup. Nosotros concluimos que quizás este joven y otro de similar aspecto podrían ser los hijos de esta familia que ocupa el lugar como hotel.

El hombre tras comer su merienda ha vuelto a quedarse dormido. Sin embargo no deja de rascarse y hurgar algo bajo sus ropas sin tener que despertarse para realizar la persecución. La mujer, que claramente es mayor, en el otro extremo de la banca no ha sido capaz de comerse todo su plato y lo deja arrumbado junto al dosel del ventanal y se tiende a dormir sobre los asientos.

Ahora son las 12 de la noche y contra todos nuestros cálculos la cantidad de público no decrece. Si bien algunos se han ido. Otros huéspedes han ido llegando. Son tan increíblemente distintos de aspecto como de equipaje que sólo cuando se reconocen unos con otros nos damos cuenta del motivo de su presencia. Hay uno de ellos que sí cuesta identificar. Se trata de un hombre alto, moreno, de unos cincuenta años, que viste un abrigo con corte inglés, largo, casi elegante. Afeitado y de bella y ordenada cabellera; jamás podría alguien suponer que se trata de un indigente. No porta más equipaje que un bolso mediano que cuelga de uno de sus brazos. Pide permiso respetuosamente y se ubica en la última corrida de asientos. Junto a él viene un hombrecito desarrapado, casi desfalleciente y que los tics no dejan tranquilo en ningún instante. Es increíblemente dispar la pareja. Sin embargo, tras algunos minutos el hombrecillo se quedará dormido recostado sobre el hombre de su compañero.

La televisión ha acompañado la fría y dolorosa espera. Cada cual vive su duelo estoicamente sin querer compartir ni confiar a otros la historia de lo ocurrido con su paciente. Nadie llora ni hace escándalo. A veces alguien gime en silencio, refugiando su pena en los brazos de su acompañante. Los jóvenes son los más demostrativos y sus besos y demás manifestaciones amorosas resultan impúdicos en el contexto en que se encuentran. Las niñas son por definición gordas. A diferencia de la gente bien, ellas no ocultan sus exhuberancias usando ropas ad-hoc.

Ahora la televisión repite el capítulo de la serie nocturna y los hombres y mujeres “de situación de calle” la siguen con una atención que ya se hubiese querido alguna vez, Shakespeare o Moliere. Las noticias del cierre y el drama de los mineros atrapados al interior de una mina conmueve la audiencia de los unos y de los otros. Lo que sí realmente llama la atención es la profusión de diarios que transportan los homeless. Leen, releen y comentan entre si las noticias de diarios ajados y manidos que pasan de mano en mano.

Son las 2 de la madrugada y a estas alturas la proporción de los unos y de los otros es casi la misma. La diferencia es que muchos de los huéspedes han acomodado sus cosas y se han dispuesto a dormir. En primera fila hay un hombre que duerme hace rato. Sus pies estirados hacia delante casi entorpecen el paso de quienes deben desplazarse por el lugar. Sobre el bolso que descansa junto a sus pies un perro de raza quiltro duerme a la par con su amo.

A las 2.30 llega una pareja con unas inmensas bolsas negras de basura que acomodan en un rincón de la sala. El sonido delata su contenido. Son latas vacías de bebida que atesoran, cubriéndolas con sus propias ropas. Sentados en el suelo inician una merienda de jugos que traen en botellas de bebidas y paquetes de papas fritas. Ella hojea el diario y se detiene en una noticia que habla de un matemático que desea congelar su cerebro. Aquello le produce risa y comentario que a su compañero poco le interesa.

Otros dos nuevos delincuentes esposados cruzan el lugar a las 4 de la mañana. Nadie expresa mayor sorpresa con tan singular presencia. Son dos jóvenes cuyo engañoso buen aspecto contrasta con el de los habitantes de la sala. Mientras entregan sus datos llama la atención la actitud relajada de los carabineros que los conducen. Ello pareciera dar cuenta de una situación casi absolutamente habitual.

De pronto parece activarse un grupo de personas que están congregadas junto a la pared cercana a la entrada. Una mujer que salió del interior ha comunicado algo que estremece al conjunto. Algunos salen corriendo a avisar a otros dos o tres miembros de la familia que han salido a fumar en ese instante. Ha muerto la abuela. Los rostros desfigurados por la dolorosa espera ahora se vuelven contrahechos por el dolor. El llanto es silencioso, pero no por ello menos profundo.

Son las cinco de la mañana y frente a la ventanilla hay ahora dos mujeres. Una de ellas, la mayor, si es mujer. El aspecto de la otra es tan singular que nadie puede llegar a creer que es cierto o más bien dicho verdadero lo que están viendo. Pelo platinado recién planchado, maquillaje facial perfecto, botas altas color burdeos que hacen juego con su cartera de cuero. Creo que lo que define definitivamente la situación son sus enormes pestañas, que por muy brutos que seamos los hombres o por ignorantes en cuanto al tema, no podemos creer que sean naturales.

Ahora la mujer mayor conversa con mi cuñado y le cuenta que es su hijo. Que ella ha venido de Antofagasta y se encuentra con que él tiene un fuerte dolor estomacal. Que en realidad debería haberlo llevado a una clínica. En todo caso a esta hora, 5.30 de la mañana, son muy pocos los que se han preocupado de la presencia de tan extraño personaje. Casi todos los huéspedes duermen. La mujer de la pareja de los tarros se ha metido debajo de los asientos y hace horas que no sabe de nada.

Aparecen entonces unos voluntarios de la parroquia San José que a viva voz ofrecen café y sándwiches. De inmediato, entre sorprendidos e incrédulos, los acompañantes de algunos pacientes siguen a los voluntarios hasta la calle, en donde se supone que está el vehículo con lo ofrecido. Los indigentes, para los cuales el ofrecimiento parece algo habitual y casi trivial, sólo después de un rato y en forma paulatina, reclaman lo mismo.

Las horas de espera han acumulado por sobretodo mucha basura de todo lo que se consume, tanto del cocaví que varios han tenido la precaución de llevar conocedores de lo largo de la espera, como así también todo lo que han ido sacando de las máquinas con comestibles y bebidas que se ubican en un costado del recinto. El mal olor también comienza a hacerse cada vez más denso y profundo. Desde la puerta que da al pasillo se agrega el de la orina que escurre desde en baño.

Ahora el ambiente es totalmente relajado. El quiltro definitivamente las pulgas no lo dejan dormir y en medio del pasillo no cesa de “tocar la guitarra”. Ha llegado un nuevo huésped que parece pasajero internacional entrando a un aeropuerto, por un carrito en que porta sus cosas. Lo primero que hace es trabar una de las puertas para que no entre aire a la sala. Luego acomoda sus cosas en un rincón y se sienta sobre ella disponiéndose a dormir. Tras unos minutos lo hace plácidamente. El resto de sus colegas “en situación de calle” hace lo mismo en las más diversas poses y estilos. Envidiable es la forma en que se entregan a un sueño profundo y apacible que contrasta tan violentamente con las preocupaciones y sobresaltos de quienes han concurrido por motivos de salud.

Durante toda la noche hay acompañantes que salen a la calle a fumar, a llorar o a comprar sopaipillas y café que vende una anciana en un puesto a la salida y que inunda con su olor toda la cuadra. A esa hora todo se encuentra rico, el café, las sopaipillas, la mostaza…todo.

En uno de los jardines alguien se ha preocupado de armar con los cartones un reparo para que un par de perros puedan protegerse del frío. Todo aquello está perfecto hasta que pasa un cartonero que estaciona su triciclo y procede a agarrar los cartones y ponerlos sobre su vehículo. Los perros entre asustados y sorprendidos por este tan brusco cambio de actitud de los seres humanos saltan lejos, tullidos por el frío y el desamparo de la noche.

En solitario jovencito que no ha querido dormir en toda la noche pasa raudo calle abajo. Obsesivamente preguntó la hora durante la extensa jornada, cambiándose nervioso de lugar y luchando contra el sueño. A esa hora quizás deberá tomar un tren en la cercana Estación Central o quizás deba presentarse a un trabajo muy de mañana…talvez, porque nunca habló con nadie. Él sólo preguntaba la hora.

Ahora ya amanece y el cielo tiene ese tono azul violáceo de la madrugada y comienzan a pasar jóvenes y muchachas de pasos singularmente veloces. Todos llevan sus oídos ocupados por sus aparatos personales de música. No escuchan, no saben, no imaginan todo lo que ha pasado de dolor, espera y muerte allí en el subterráneo, esta noche.

Armando Aravena 2010

miércoles, 5 de mayo de 2010

La yegua


- ¿ La va a correr amigo? - dice el hombre que se ha detenido junto al par de muchachos que cuidan la maciza yegua baya, amarrada a la entrada del callejón del bajo, de la entrada a Peralillo, donde suelen realizarse las carreras a la chilena.

- A usted le digo mi amigo, ¿la va a correr o le puso el pañete y la cincha pa'llevarla pa'l circo? - una larga y burlona carcajada del grupo de jinetes que acompañan al hombre, llena de risas y de ecos el polvoriento callejón.

Raúl el mayor de los dos hermanos permanece en cuclillas, sin girar su cabeza, como si no hubiese escuchado las preguntas ni las risas.

- Si alguien quiere apostar... -dice tan sólo, después de un instante.

Dos o tres hombres curiosos se bajan de sus cabalgaduras y se acercan a la yegua para examinarla.

- ¿Pero, es güena pa' correr la bestia? - pregunta el hombre que había hablado antes, apeándose de su cabalgadura e iniciando un sinfónico tintinear con las espuelas arrastradas por el suelo.

De nuevo el joven tarda la respuesta. El bullicio de la gente que se ha reunido para ver las primeras carreras y el chirriante sonido de las cigarras a media tarde parecen embotar los oídos.

- Bueno, ahí vamos a ver como anda pues- responde Raúl...

La yegua echa las orejas para adelante y se mueve nerviosa y preocupada por la cercanía de los desconocidos. Manuel el hermano menor, que ha permanecido en silencio, pasa el brazo por debajo del cogote del animal y le palmotea el costado de la cabeza para tranquilizarla.

- ¿Y andan con plata? - pregunta ahora el hombre

- Un poco

- ¿Cuánto?

- ¿Y cuánto quiere apostar Ud.?

- Veamos pues - dice el hombre, y acercándose a cada miembro del grupo los insta a entregarle dinero para apostar.

- Aquí la están dando. Miren la media percherona, hasta un burro le podría ganar - continúa diciendo con marcada sorna - a ver ¿quién quiere apostar?

Los hombres miran con escepticismo primero, pero luego cada cual comienza a meterse las manos al bolsillo para ir sacando arrugados billetes que su compañero va apretando en la mano. Al final, cuando parece que nadie más quiere apostar, se para delante de un delgado y quijotesco jinete que no había entregado dinero para la apuesta.

- ¿Y vos, Jeremías?, ¿No querís ganar plata?

- Pero si nadie ha visto correr la bestia ¿cómo le van a apostar?

- ¡Puta, madre!, ¿No la esta´i viendo? a media carrera el tordillo le va a sacar seis cuerpos de ventaja.

El hombre permanece un rato en silencio y luego saca un par de billetes y se los pasa sin dejar de manifestar en el rostro su preocupación por obligarlo a apostar a ciegas. Él sabe que es el chacolí el que ya ha comenzado a enturbiar la mente de sus amigos.

- Ya, cabro - dice el hombre- aquí está la plata; ¿dónde está la de ustedes?

Raúl se mete la mano al bolsillo y extrae un fajo de billetes.

- Doscientos metros - le dice al hombre. Este duda un instante, pero luego acepta.

- ¡Hecho! - dice estirando su mano - vamos a hablar con don Fernando.

Todos se encaminan hacia el lugar de la partida.

El paso del grueso animal causa la extrañeza de todos los lugareños primero, pero luego se forma un callejón de risas y burlas, por donde los dos hermanos deben pasar a tomar ubicación para iniciar la carrera.

Cumplidos todos los preparativos, Manuel toma los quilines de la yegua, los retuerce en su mano y de un salto se encarama en el animal. Del otro lado de la vara, un inquieto y nervioso potrillo tordillo de inmensas patas largas, no deja de moverse en la partida.

- ¡No hay más apuestas! - grita don Fernando Paredes el eterno juez de las carreras a la chilena de Peralillo - ¡atención!, voy a dar la partida.

Un nervioso y expectante bullicio llena de gritos, risas y aplausos el extenso callejón, que parece acallarse tan sólo cuando el anciano alza su emblemática varilla de mimbre.

- ¿Listos? - pregunta, sin poder evitar el quiebre de su voz.

- ¡Yaaa! - grita después, bajando con fuerza y brusquedad la varilla, y los animales parecen rasgar en dos el callejón, llenando de tierra y gritos el lugar.

Casi al unísono Raúl golpea con fuerzas las ancas de la yegua con la palma de mano, tal como siempre lo ha hecho allá en el sandial. También como allá, ahora sale corriendo y gritando como un enajenado la bestia, hasta que las gentes y el polvo le impiden el paso. Igual como cuando la corrían por el medio del sandial. Al caer la tarde hasta que la oscuridad y el cansancio los vencían. Allí, sin que nadie más lo supiera, ni el patrón se diera cuenta, habían ido mejorando cada día más los tiempos. Y luego, cuando estuvieron seguros que la yegua era realmente buena corriendo, se habían ido a convencer a la abuela para que les prestara el dinero.

- Vamos a ganar mucha plata, Violetita. Nadie sospecha que la yegua es tan buena para correr.

Ahora, en medio de los gritos, las risas y los empujones, Raúl parece estar viendo a la vieja que los queda mirando. Su ojos semiempañados por la implacable catarata, van de uno a otro de los nietos, tratando de descubrir lo que es verdad de lo que es mentira. Y finalmente se pone de pie y con paso lento, arrastrando los zapatos sobre el piso de ladrillos del corredor, se dirige al dormitorio para abrir el cajón del medio del aparador, en donde está su antigua libreta del Seguro. Y los hermanos sonríen nerviosos sin atrever a mirarse. Y la anciana se aproxima a Raúl y le entrega aquellos billetes amarrados con un elástico. Y no dice nada. Y los jóvenes tampoco. Tan sólo la abrazan y la apretaban entre sus brazos hasta que ella ya no resiste.

Raúl camina rápido entre la gente y luego corre hasta el lugar en donde está el par de estacas que señalan la meta. Alguien le ha dicho que la yegua ganó. "Pero por un pelo", agrega alguien. Sigue corriendo buscándola desesperado entre el polvo, la gente y los caballos que no lo dejan ver el final de callejón.

Sin aliento, desencajado, caso desfalleciente enfrenta la curva del fondo, hasta que allí a un costado del camino se encuentra a Luis semitendido en el suelo y más allá el enorme bulto ocre de la yegua tumbada junto a las zarzamoras que orillan el camino.

- ¿Qué pasó? - pregunta dejándose caer pesadamente junto al animal inerte.

Manuel no dice nada. No puede decir nada, su rostro pleno de espanto, sucio de tierra, sudor y sangre lo dice todo.

Armando Aravena - 2001

La estacion

Las cuadrillas de obras civiles ya habían devuelto la tierra al surco ahora albergando un ducto de plástico en cuyo interior dormitaba un cable de fibra óptica. Un largo tapete de concreto sellaba la superficie y pequeñas lápidas a ras de suelo marcaban el acceso a una casa, una escuela, una iglesia ó un edificio en la extensa lista de clientes de FibraCom. El tum tum había dado paso al telégrafo y ahora la delgada fibra estaba desplazando a los gruesos cables de cobre. Las subterráneas hebras de silicio serpenteaban calles y ciudades conectando países y continentes a través de océanos y montañas; la insaciable necesidad de escuchar una voz remota y ver urbi et orbi sus miserias de guerra, angustias de inundaciones, violencia terrorista y alegrías de carnaval, aseguraba el éxito de tal empresa.

A Francisco Escobar, técnico electro-óptico de FibraCom, le faltaban sólo tres casas para terminar con su trabajo del día. El barrio resultaba familiar mientras buscaba la dirección exacta de aquella residencia cuyas pruebas de empalme, según la agenda de su supervisor, estaban aún pendientes por ausencia de moradores. La fachada detrás de la reja de fierro era la misma que en otra época había alojado a los Molina por largos años y cuyo parrón de entrada testimonió tantos partidos de ping pong entre los amigos del barrio. Tocó el timbre y esperó. No había señales de vida. Miró impacientemente más allá de la vid desnuda, hacia el fondo del patio, en busca de algún movimiento en respuesta a su llamado. Nada. Las persianas desvencijadas impedían el paso de luz al interior de las ventanas y el jardín acusaba un indefinible estado botánico.

Tímidamente, sus dedos se deslizaron por los eslabones de la cadena hasta encontrar un gran candado semi-abierto. Con la seguridad de movimientos que dan haberlo hecho decenas de veces durante la adolescencia, Francisco giró el candado con una mano apartando el último eslabón de la cadena mientras con la otra mano tiraba del cerrojo y abría la puerta. Llamó nuevamente a viva voz al tiempo que se dirigía a la puerta principal. Nadie respondió. Empujó suavemente la mampara
entreabierta intentando otear en las sombras y ahí estaba, la conexión en el zócalo del vestíbulo.

- ¡Hola!..., ¿hay alguien aquí?-, preguntó una vez más alzando la voz. Giró la cabeza para captar mejor algún ruido desde el interior pero solo escuchó su respirar; un lejano ladrido de quiltro callejero interrumpe la espera. Decide probar la conexión de fibra y volver más tarde por la firma de algún morador. Con un mecánico movimiento del hombro, desmonta la mochila con el equipo de pruebas, ajusta unos botones sobre el panel de control y conecta un cable desde el equipo a la conexión en el zócalo. El visor del instrumento se ilumina lentamente mientras aparecen unos números en el borde del panel.

La pantalla se ilumina, Francisco ajusta un par de perillas y la imagen da la sensación de avanzar por un tubo estriado. Francisco ajusta la frecuencia del barrido y la percepción de movimiento aumenta proporcionalmente. Adelante a la derecha se divisa una apertura y con el cursor decide proseguir esa ruta. Un corto trecho y la imagen se detiene al tiempo que reconoce el interior de la casa que él visitara esa misma tarde de verano. Con otro movimiento de cursor regresa al túnel principal y prosigue hasta la siguiente desviación con el leve presentimiento de haber estado antes en esta casa habitación. Una sombra cruza su campo visual y al alejarse reconoce a un antiguo amigo de barrio de sus años de adolescencia; un poco más atrás reconoce a su hermana en uniforme escolar y a la tía Rosa que tantas tardes lo dejó a tomar onces junto a su amigo después de la pichanga a la llegada del colegio. Otra figura familiar se divisa al fondo, al borde del campo visual, pero no puede reconocerla. Francisco intenta ajustar la posición horizontal y la imagen vuelve a enfocar el tubo iluminado y avanza con creciente velocidad.

Ignorando las repetidas desviaciones en su ruta principal, Francisco llega a una intersección de múltiples grutas y decide por la segunda de la izquierda. Las cavernas pasan rápidamente por los costados del visor. Otro ajuste y a la izquierda aparece una asoleada terraza con un quitasol y varias sillas de reposo frente al mar. La vista desde la terraza es magnífica y la afable imagen masculina de un hombre joven rodeando con sus fuertes y velludos brazos a un niño de agradables facciones en sus rodillas mientras lee ociosamente una revista de caricaturas lo desconcierta. Una mujer de mirada dulce, hermosa, de sonrisa cálida y cabellos rubios al viento le lanza besitos desde su silla al borde de la sombra. La inolvidable mirada de ojos color cielo lo sostiene y lo protege de las ráfagas de viento. Francisco acerca la mano queriendo fijar su posición pero solo consigue regresar a la ruta principal.

Túneles y grutas, cavernas y boquerones se alternan en un interminable desfile de laberínticos recovecos hasta desembocar en una vetusta construcción de ferrocarril rural. El sol de tarde alumbra un descolorido letrero que a la altura del entrepiso anuncia "Estación Quillota - Ramal Calera". En el andén, se recorta la silueta de una espigada joven campesina de cabellos negros aferrada a su bebé; tiene escrita la acongojada expresión de quien pronto debe dejarlo ir y para siempre. Su ojos almendrados, aún hinchados por el llanto reprimido, están resecos por la angustia de noches sin dormir. Atrás quedó exhausta la insoportable sensación de culpa. El paladar seco y la lengua inerte modulan palabras mudas en un rostro que habla por ella. Su bebé tendrá amor y oportunidades. Se acerca una juvenil y aprehensiva figura femenina de cabellos color miel. A un costado del andén, un adulto joven espera al volante de un auto. Las dos mujeres cruzan miradas de fertilidad y frustración, resignación e inseguridad, pasión y amor. La mujer de ojos color cielo llora de alegría, mientras acoge su preciosa carga y una nueva vida empieza para ella. Aparta cuidadosamente la manta que cubre la bien formada cabeza del bebé y ahí están, esos vivaces ojos almendrados brillando debajo de la corta pelusa de cabello castaño.

- ¡Que gusto verte por aquí!-, exclama una suave y cálida voz de mujer que congela y paraliza a Francisco, -¡Tal parece que fueran años que no te veía; ¡es bueno que te acuerdes de los tuyos de cuando en cuando, ¿no?-, agrega la mujer de mirada dulce y ojos almendrados con una maternal sonrisa.

Faustino Gonzalez - 2001

Infame paladar

Fue asesinado, bramaron los grifos y la noche se volvió roja y rosa, coagulada y marchita, cemento febril que sostiene el cuerpo casi insano y cansado.

Fue asesinado y mi ciudad moría de anemia, roca dura, polvo y pólvora.

Le dispararon por la espalda, fuego infame, canallada, murciélagos a la deriva, ecos de un presagio que retumbaba en los tímpanos, muerte fugaz, lágrimas y soledad. Nadie lo conocía, no sabían quién era o de donde venía, pero todos sabían que se llamaba Salomón Balterra.

La muerte se paseaba por las glándulas gustativas de los hombres y fabricaba llagas en los glóbulos del viento.

Era día viernes y Salomón presagiaba que todo sería diferente. El día estaba algo denso y el aire llevaba un aroma de cementerio embrionario, de postas y hospitales decrépitos donde los muertos llegan con la cicatriz en el alma y los huesos perdidos bajo la piel. Era día viernes, y como nunca el dolor abría las puertas de las rameras y los asesinos, rameras blancas y negras, rameras ricas y pobres, ladrones y delincuentes, violadores violetas. Era día Viernes como cualquier día de la semana.

Salomón salió del taller donde trabajaba la madera, en ese lugar fabricaba estatuillas con el formón y la gubia y pequeñas cajitas donde guardar joyas o cualquier otro tipo de utensilio; con la intención de beber un poco de alcohol y luego marcharse a su casa.

Quería olvidarse del pasado y borrar parte de su vida, como si fuese una historieta de papel, como si fuese un cómica autodidacta, quería pensar que nada hubiera pasado.

Siempre buscaba la forma de alejarse hacia un horizonte inexistente, de llegar a las alturas sin volar, de convertirse en el gran elemento de la muerte.

El dolor también es vida, es real, es sed, es mujer infiel, es un deseo ahogado en las uñas, es la patria de los apatrias que huyeron con la garganta degollada por el filo de un beso.

Se sentó y bebió, se sentó y mordió la copa, se sentó y se sintió vivo, y pensaba e imaginaba. Presentía los labios de su amada, su lengua se adueñaba del infinito, de esa hembra blanca y traidora, de esa belleza nefasta, de esa malnacida, hermosa como una luna de hilo sobre el tallo de la noche, hermosa y fatal, letales senos, terciopelo que irrumpe, que quiebra por dentro y deja sólo un vacío.

Pero no podía olvidar la imagen de esa fémina que siempre lo acompañaba en la locura y en la cordura.

- Deme la botella, amigo, por favor.

Y el muchacho que atendía, le entregó una botella llena de licor y de sueños.

La noche llegaba con su paladar de hierro oxidado y con su luna llena de veneno y cortinas grises, llegaba tartamuda y fatal en el presentimiento de las cloacas, llegaba sumisa y esquizoide, llegaba como un globo infernal y se levitaba y se levitaba. La noche llegaba con su paladar de hierro oxidado y Salomón empezaba a entenderlo todo.

Hace algunos años él mató a Camila, la degolló y luego se entregó a la policía, la asesinó a sangre fría detrás de la cocina, llegó sigilosamente y la destruyó, se convirtió en homicida. Había matado a su compañera, por traidora e infiel, porque faltó a su promesa, porque él no quería ser malo y firmó su sentencia cuando la conoció.

¡Asesino!- bramaban los grifos, los alcohólicos, los maricas, los malditos, los políticos y el Gran Matutino de la hipocresía.

Mató a una mujer, ¡denle duro!, ¡fusílenlo!, - se escuchaban las voces anónimas del viento sur y del viento norte, de los huracanes y de la brisa.
¿Habrá sido la voz de Dios?

¡No!, eran voces inquisidoras que se adueñaban a golpes de la verdad, de esa verdad fingida, de esa verdad que copula con la mentira y la blasfemia. Todos eran pecadores, todos se persignaban, todos eran traidores, todos lanzaban piedras, todos sabían lo que pasaba... y callaron.

Salomón mató a su mujer porque lo engañó y ella decía que lo amaba y le mintió, y ella decía que era el único, pero no era verdad.

Siete años y un día para Salomón Balterrra y si tiene buen comportamiento, podrá pedir una rebaja a su sentencia después que cumpla la mitad de su pena.

Siete años en la jaula de los perdidos de las pesadillas amarillas, simulacro de una vida donde se vive a medias, simulacro de una muerte donde se muere a medias, siete años simulando existir queriendo ser invisible o jugar al gusano de la diosa tísica.

Roedores y ratas deambulaban por la cárcel metropolitana o por la "correccional", como era conocida y reconocida por todos sin excepción. Parecían hombres que respiraban y comían y tenían relaciones sodomitas, y se mataban y se besaban, luego volvían a existir en este gran juego de miserias y misericordias, el juego de la subdimensión en medio del universo, la órbita de los coleópteros que se acrecienta y se explaya en la caja de la única verdad, la verdad de la vida y de la muerte, la misma existencia hacia la inexistencia.

Agujas sobre el suelo, agujas que rompen el tiempo y se apoderan de ciertas partes humanas, de los conductos, de las vías latentes; agujas que se adentran por la fibra y la membrana y luego destronan la cordura y el silencio de la parte inconexa, agujas que pinchan e introducen algo que lucha alevosamente con la noción propia del hombre en cautiverio que castiga su propia esencia.

Qué ocurrirá después...qué ocurrirá, dónde no llega la noción.

Salomón no fue alfil ni peón, se mantuvo al margen, se hizo a un lado y consiguió sobrevivir toda su pena sin rebaja. Justa redención en una ruta perdida que se extendía sin final, su único aposento fue un sol que se esfumaba y cierto arrepentimiento de un crimen alevoso, su peor cobardía; hombre vivo hombre muerto, algo parecido a un ángel que sangra eternamente.

Pero esta noche todo sería diferente, la intuición del asesino, del criminal, esa intuición que hace que la muerte sea algo más que la sombra y que la misma piel, lee avisaba de un dolor lejano, de una herida mortal que el mismo firmó al degollar una garganta.

Siguió bebiendo hasta quedar ebrio y anestesiado de tiempo y dolor y su corazón empezó a palpitar arritmias afónicas que construían resonancias de diferentes direcciones, de disímiles suicidas, de alternativos asesinos, de seres que jugaban a ser dioses quitando vidas sin confesión.

El llamado del destino lo presentía desde que se levantó de la silla, al salir a la calle y seguir su ruta de todos los días que lo llevaban a su casa, a su refugio de penitencias y confabulaciones.

Su único amigo era el viento y algunos postes que le hacían recordar un paisaje lleno de pobreza y carencias de todo tipo, de todas las formas. Los postes eran los árboles de un progreso al cual nunca tuvo acceso.

Su viento predilecto era esa brisa fría que corre al anochecer y que forma un leve sonido, donde los ladridos de los perros parecen acoplarse, formando melodías mágicas que se cuelgan de la oscuridad como los rojos ojos de los mendigos que ya no piden nada.

El tampoco pedía nada, ni siquiera un único perdón, una pequeña caricia, un beso final, tutelar, colosal, un beso sin rostro, quizás una lágrima, una pobre gota que limpie la tortura de una existencia donde los caminos se diluyen en el pedestal de la agonía.

Casi ebrio se acercaba a su casa, cuando repentinamente escuchó una voz.

- Pásame la plata o te mato- y Salomón paró, respiró profundamente y continuó su marcha.

- Para o te disparo- y Salomón hizo caso omiso.

- Maldito hijo de puta- y Salomón sonrió.

La primera bala le partió la espalda, perforó su chaqueta de cuero que le había regalado su amante en la prisión, un muchacho de veinte años, un homosexual, alguien que jugaba a ser mujer en la gran zafra de la vicisitudes, su evasión y desahogo.

Casi cae al suelo, pero su fortaleza no deja que sus labios besen la calle de tierra y acertijos.

El segundo disparo fue en el pulmón derecho y un río de sangre voló desde su boca hacia las estrellas, pintando por un segundo las paredes y los capullos.

- Camila, Camila-gritaba con una voz que de a poco iba despidiendo sílabas que se asimilaban al retorno de las ninfas a los campanarios que descifran la congoja y los despertares.

Hubo un tercero, un maldito y tercer balazo que hirió el riñón izquierdo, tanto por fuera como por dentro, por los lados, por arriba y por abajo, por la matriz, al borde, por el centro, y Salomón cayó, y Salomón voló, y Salomón lloró y sintió el sabor de la sangre quemar su lengua y las encías, el mismo sabor que lo perseguía y lo condenaba desde que asesinó a Camila, desde que cortó el hilo de la vida, ese mismo sabor que su paladar nunca dejó de sentir. Ese infame paladar nunca dejó de saborear, el último beso, la última saliva de Camila.

- Murió el asesino.

- Tápenlo con diario.

- Le pusieron tres balazos.

- Lo liquidaron.

Alguien lo dijo, uno que pasó, un murmullo, un grito, un sollozo y la multitud se masturbaba observando un cadáver que pudo ser cualquiera.

Aquí murió Salomón Balterra, en las ruinas de una noche, donde se propagan los ecos y los tumores de una calle, donde la nieve nunca estuvo.

Julieta Morales - 2001

La lavanderia

Desde la sala de estar del asilo, Ramón vio a Doris entrar a la lavandería al final del pasillo. Sus ojos se iluminaron y decidió partir tras ella. Manteniendo un precario equilibrio con la ayuda de un rústico bastón de caña, su andar contrastaba con la agilidad de otra época para mover sus octogenarios huesos. Un silbido con cada respirar acompañaba el roce de las zapatillas con la baldosa.

Ramón Antonio González Vidal había llegado al albergue hacía muchos años pero aún conservaba la picardía del hombre de campo; esa misma agudeza que en su juventud le permitió escapar de las autoridades de inmigración; otros ilegales no llegaron muy lejos de la frontera en busca de una mejor vida. Ese mismo afán afloraba ahora ante una nueva oportunidad de sentir la sangre en las sienes.

Nadie notaría su ausencia. En la sala estaban los conocidos de siempre. Ramón había visto pasar a muchos huéspedes por aquel ancianato; algunos como él, eran simplemente viejos; otros, con una edad mental de regreso a la infancia o bien sus rostros delataban la ausencia de alma ó incluso conciencia de la vida misma. Todos ellos, indigentes, ignorados o abandonados, intentaban llenar sus vidas con alguna actividad de salón bajo la atenta mirada de enfermeras y voluntarias.

Ahí a la izquierda estaba Rebeca, esa mujer obesa de edad media, cara redonda, labios gruesos y pelo ensortijado que en momentos de tranquilidad podía mantener la más interesante de las conversaciones para de pronto emocionarse hasta las lagrimas con la visita de algún extraño. Su pasado de tabernera le había dado esa naturalidad para tratar con todo tipo de personas y manejar cualquier situación excepto la suya propia. Muchos recordaban la primera vez, cuando frente a un grupo de estudiantes de sicología, había caminado hacia ellos con voz seductora al tiempo que se despojaba de sus prendas, una por una; las enfermeras ya no corrían en defensa del pudor o del buen gusto y solo la apartaban en medio de sus insinuantes y eróticos llamados.

Ramón siguió su curso con la vista baja y ocasionalmente oteaba la puerta de la lavandería.

Pasó detrás de Ricardo, un joven de aspecto viril y contextura física agraciada que miraba por la ventana. Difícil saber en qué estado lo dejó una sobredosis de insulina. Su mirar ausente vagaba lejos, sin voz. A juzgar por sus ropas y escasos efectos personales, existía alguna preocupación a la distancia que intentaba compensar con dinero la falta de cariño en escena.

Unos pasos adelante estaba Manuel, ese enfermero moreno, grande y robusto que normalmente acompañaba a Ramón al hospital en el centro de la ciudad. Era el penúltimo espacio antes de llegar a la puerta de la lavandería. El moreno lo saluda con un gesto de cabeza y vuelve a atender a Gladys, una mujer madura sentada en su silla de ruedas masticando con ruido y descoordinación una barra de granola.

Ramón levanta la vista y su corazón se acelera al ver que está llegando a la meta. Abre la puerta de la lavandería y la silueta de Doris lo encandila a contraluz. Aun así, puede apreciar las hermosas líneas de su figura, el movimiento constante de cabeza y sus dedos aferrados a una muñeca de trapo; imposible negar la belleza de estas facciones enmarcadas por amplias ondas de cabello color trigo y miel. Su boca y bien formados labios debajo de una nariz respingada, solo atinan a balbucear sonidos que la muñeca ha escuchado mil veces.

A un costado de la sala, una hilera de máquinas rodeadas por carritos repletos de ropa de cama y de vestir; la atmosfera esta impregnada del olor a desinfectante acometiendo contra la incontinencia estampada en las sabanas. Un poco mas allá, un gran canasto para el lavado de almohadas. Doris se detiene buscando donde dejar la imaginaria ropa de su muñeca y su mirada desvaría de lado a lado. Ramón, ahora detrás de ella, apoya con determinación una mano en su cadera. Doris gira y encuentra el rostro de su eterno galán demasiado cerca para evitar un apasionado beso. Ella corresponde y por un momento permanece inerte, toda vez sus erráticos movimientos desaparecen; al rato, aclarándose la garganta suspira con tranquilidad.

- Querido, ¿qué te parece si dejamos a los niños con mi madre y vamos a ver esa película que hablábamos anoche?

Dejando caer el bastón, Ramón posa sobre ella la otra mano mientras la primera sube por la espalda; el tiempo parece detenerse.

- ¡Ramón, otra vez de cacería…, viejo picaflor!; ¡vamos, deja a Doris tranquila! – sonó la voz gruesa del moreno Manuel a sus espaldas.

Pero ella ya no estaba ahí. Un hilo de saliva asomaba en la comisura de su boca mientras su cabeza volvía a oscilar murmurando palabras que solo su muñeca de trapo comprendía.


Faustino Gonzalez - 2001

La historia de Melinao, el conscripto pugil de Coyhaique

Las manos casi congeladas del joven centinela golpearon con fuerza el costado del fusil sin lograr arrancarle más que un mínimo y apagado sonido, que casi se asimiló al de sus tacones. La mirada indiferente del oficial instalado en el asiento trasero del auto pareció pasar a través de la poco agraciada figura del joven conscripto de guardia, pese a la pretenciosa marcialidad de su saludo.

- Vaya a buscarme al capitán Abarzúa - dijo el hombre al momento de descender del vehículo frente a su oficina.

- A su orden mi comandante - contestó Castañeda el grueso y oscuro conductor que guió, casi sin prisa, el vehículo hasta el estacionamiento. Cuando descendió del vehículo se ajustó su quepis y cruzó el inmenso patio central del regimiento. La brisa helada del Colorado, que corría estridente abajo en la quebrada, pareció introducirse bajo sus ropas para adentrarse en sus inmensas y flácidas carnes.

- Permiso mi capitán - dijo cuando se acercó al lugar en donde el oficial conversaba con tres o cuatro hombres bajo su mando - mi comandante dice que vaya a su oficina.

Un expectante silencio dejo reverberando las palabras del mensajero en el amplio espacio de la cuadra.

El oficial reiteró la última frase que en ese momento decía y haciendo un silencioso e impersonal saludo se dirigió al sector de las oficinas.

El comandante Benavides ordenó una y otra vez sus papeles sobre su escritorio sin lograr concentrarse en lo que debía hacer.

- Permiso, mi comandante - dijo el capitán Abarzúa después de escuchar la orden de pasar - buenos días - dijo después parado frente del escritorio del oficial pegando marcialmente sus manos a los costados de su pantalón.

- Buenos días - respondió el jefe sin abandonar su gesto de preocupación.

- Pues bien, ¿averiguó algo sobre lo que ocurrió el viernes?

- En eso estaba mi comandante.

- Mire, Abarzúa: Ud. debe suponer lo emputecido que me tiene esta situación. Lo que más me preocupa es que haya ocurrido en presencia de la delegación de la gendarmería argentina. Esa güevá le da un carácter internacional a la cagadita que quedó el viernes. A estas alturas creo que debo ser el hazmerreir de toda la oficialidad de la Patagonia.

El oficial no quería hablar de la alteración que los hechos le habían provocado. Su rostro casi desencajado trasuntaba claramente la situación. Tras un nervioso paseo por su oficina volvió a instalarse en su escritorio, frente al cual no había dejado de permanecer en posición firme el joven oficial. Golpeando con rabia su cubierta le ordenó:

- Le voy a dar un par de horas para que me averigüe lo que pasó - estiró el brazo para descubrir su reloj - a las diez lo quiero aquí con un completo informe acerca de la responsabilidad de cada uno de los comprometidos en esto. Usted me metió en este lío y ahora me tiene que responder. Acuérdese que fue usted el que dijo que Melinao tenía pasta de campeón, y ya ve lo que pasó. Güeón yo también, haberle creído y ponerme a invitar a medio mundo a la pelea.

- Como Ud. ordene mi comandante - dijo el joven capitán girando geométricamente sobre sus talones para abandonar la oficina.

El tímido sol asomando sobre los nevados cerros coyaiquinos le dio de pleno en los ojos, cuando el capitán Abarzúa cruzó el patio de formación para dirigirse hacia el lugar de los comedores. Un fuerte olor a grasa, cebolla y aliños le golpeó en la entrada de la cocina.

Cinco para las doce, apareció nuevamente ante la secretaria del comandante el capitán Abarzúa.

- Pase nomás el comandante lo está esperando dijo ella después de asomarse a la oficina de este.

- Bien pues - dijo tan sólo el oficial en cuanto entró el capitán - y se dejó caer sobre su sillón - tome asiento y me cuenta.

- Mi comandante, los hechos ocurrieron de la siguiente forma: - se acomodó en su asiento e hizo una pausa como para ordenar sus ideas.

- Creo que Melinao es realmente un gran valor. Tiene estilo, fuerza, valentía...

- A ver, un momento. Quiero saber qué fue lo que pasó con él y no que me venga a hablar de su performance. ¿Averiguó qué fue lo que le pasó ese día y por qué ocurrieron los hechos?

- A eso voy justamente mi comandante. Como oficial a cargo de la selección de box del regimiento, cuando me di cuenta de las condiciones de Melinao, lo saqué de la fila y lo dejé a las órdenes del sargento Callupe, para que lo prepara.

- Bueno eso todo el mundo lo sabía, pero dígame ¿qué pasó?

- Resulta que Callupe para no arriesgar una lesión en las maniobras decidió mandarlo de pinche a la cocina.

- Bueno, eso también lo sabía - dijo el comandante demostrando con su gesto que su paciencia se comenzaba a agotar.

- Resulta que en la cocina el cabo Pailamilla lo tomó a su cargo y no encontró nada mejor que aplicarle sobrealimentación. Melinao comió como chancho toda la semana. De todo lo que había, lo mejor era para Melinao.

El comandante seguía el relato con los ojos desorbitados.

- Entonces el día del combate, el argentino le mandó el opercaout en el mentón, Melinao pierde el conocimiento por unos segundos y... pasó lo que todos sabemos pues mi comandante.

El oficial inconcientemente se cubrió la cara con ambas manos como queriendo olvidar lo que había ocurrido después.

Tras un rato, se puso y se instaló en el ventanal de espaldas a su subalterno.

De pronto irrumpió en una potente carcajada.

- Por eso fue que se cagó entonces, pues.

- Si pues mi comandante - dijo el joven oficial - y menos mal que se les ocurrió apagar la luz y entrar con pala a recoger lo de Melinao.

- Si pero todo el mundo ya se había dado cuenta la cagá que había quedado.

- Exactamente mi comandante - dijo el capitán, que por primera vez esbozaba una sonrisa - la cagá que había quedado.

Anonimo - 2001

La Carta

Eliana se paseaba inquieta por su habitación, la falta de noticias de su novio Enrique por más de un mes desde que partió al interior de la selva amazónica, la tenía fuera de sí. Los días se deslizaban con demasiada lentitud para su gusto, su acelerada actividad habitual se había transformado en un estado de espera, la noción del tiempo se había perdido, el reloj no avanzaba, sólo ansiaba recibir ese llamado que no llegaba o aquella carta que tal vez nunca fue escrita.

Se sentía atrapada en el interior de un foso donde espesas tinieblas parecían embelesadas escuchando la fúnebre melodía que escapaba de un clavicordio enmohecido. Su alma atormentada se estremecía por las convulsiones de la duda lacerante, dolorosa, opresiva. Negros presagios escapaban sarcásticos del crepúsculo mental donde se encontraba sumida. La angustia era su compañera inseparable en este duro trance por el que estaba pasando.

Alguien golpeó la puerta llamándola a comer, ella miró por la ventana y vio sólo oscuridad, parecía que otro día estaba terminando, lo cual siempre le provocaba un atisbo de sonrisa, pensando que cada vez estaba más cerca de saber algo de su amado.

No quería bajar para escuchar las mismas preguntas de siempre respecto a la desaparición de Enrique.

Su hermana menor era quien más la irritaba con sus descabelladas teorías respecto a la antropofagia de ciertas tribus amazónicas.

Su madre, al verla tan decaída, le recomendaba que se reintegrara a su círculo social que alguna vez tuvo.

Eliana sólo quería regresar pronto a su habitación, comía apenas unos bocados y antes que sirvieran el postre, se escabullía del comedor.

Pasaron varios días más, sin que ocurriese nada nuevo, Eliana era una sombra espectral que deambulaba sin destino. Cuando recién partió Enrique, cada vez que sonaba el teléfono ella corría a atenderlo con la secreta esperanza que fuese él, pero después de tanto tiempo había perdido la esperanza de un milagro, así que lo sacó de su pieza.

Un día al atardecer, su madre la llamó excitada que bajara, porque el cartero había traído un sobre para ella proveniente de Brasil.

Eliana no podía creerlo, al fin terminaría su pesadilla, corrió escaleras abajo para arrebatarlo de las manos de su mamá y nerviosa lo abrió para leer la carta tan anhelada.

- ¡Qué letra más enredada tiene Enrique...! - comentó nerviosa.

En la medida que iba descifrando el contenido de la misiva, su alegría inicial se fue transformando en rabia, después en ira y finalmente, en un ataque de furia.

- ¡Infeliz, desgraciado, me has tenido 2 meses esperando noticias tuyas para queme salgas con ésto...!

Su madre que la escuchó vociferando, fue hasta el salón y recogió la carta que su hija había tirado, cuando regresó llorando a su habitación.

La madre al ver aquellos gruesos trazos que simulaban ser letras, no pudo contenerse:

- ¡Qué horror, esta carta parece escrita por un troglodita...!

Después de leer varias veces la carta, la examinó con una lupa para interpretar con la mayor exactitud, cada palabra escrita por este aborigen de las letras.

Una vez que estuvo segura de su contenido, llamó a Eliana para comentarla.

- Mamá, no quiero saber nada de Enrique, ni me interesa leer las atrocidades que me puso...

- Elianita, cálmese, tal vez usted interpretó mal, ya que este joven no es precisamente un artista de la pluma...

- Mamá, no lo defiendas tanto y escucha este párrafo que lo dice todo... - dijo la joven.

- "Ya no estoy en condiciones de regresar pronto por fin encontré mi gran amor una mina oscura llena de esmeraldas..."

- ¿Te das cuenta lo malacatoso que es, mamá...? Encontró su amor supremo, una negra súper mina y cargada de esmeraldas...

- Elianita, está equivocada. Enrique tiene pésima ortografía, apenas sabe escribir, lo que él quiso decir es lo siguiente:

- "Ya no, estoy en condiciones de regresar pronto. Por fin encontré mi gran amor, una mina oscura llena de esmeraldas..."

Alberto Covarrubias - 2001

Por un pelo...

El microbús se vino encima. Lo vi claramente cuando subió a la acera, intentando esquivar a una persona que cruzó con luz roja.

¡Hay que ser muy temerario para cruzar con rojo la Alameda! El insensato era gordo, de bigotito a lo Hitler… ¡si parece que lo estuviera viendo!

El vehículo, arrasó con una parada y un kiosco de diarios y me arrastró varios metros. Fallecí “en el sitio del suceso”...

Nieves Gonzalez - 2010

sábado, 24 de abril de 2010

Decalogo del Cuentista Perfecto

I. Cree en el maestro Poe, Maupassant, Kipling, Chejov como en Dios mismo.

II. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás, sin saberlo tú mismo.

III. Resiste cuanto puedas a la imitación; pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que cualquiera otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una ciencia.

IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama tu arte como a tu novia(o) dándole tu corazón.

V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.

VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: `desde el río soplaba un viento frío`, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de las palabras, no te preocupes de observar si son consonantes o asonantes.

VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII. Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta; aunque no lo sea.

IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X. No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Horacio Quiroga

miércoles, 21 de abril de 2010

Tal vez mañana


- ¿Una o dos cucharaditas, amor?
- Dos, gracias-

Después de salir un año, dos de noviazgo y siete de matrimonio, sigue preguntando como tomo el café, sigue sin involucrarse, como pidiendo permiso para estar juntos. Me pregunto hace ya un tiempo si la quiero, si la he amado o si sólo es la rutina quien mantiene ligada nuestras horas.

La forma en que nos conocimos, como se comportaba, debió haber sido un presagio de que mi vida se volvería insoportable a su lado; piedad, compasión, tan delicada detrás del mostrador mientras la prepotencia vestida de azul, con cartera Gucci, escupía insultos, la increpaba por ineficiente, por no distinguir entre un Croisantt con un brownie; y ella, permanecía allí, escuchando o más bien absorta en sí misma, mirando sus manos, haciendo jugar sus dedos con una servilleta, mordiéndose el labio inferior. Como no pensar que después, ese gesto lo repetiría una y otra vez.

Le ofrecí disculpas por lo que no había hecho, le ofrecí un café en compensación. Junto con su angustia, nos sentamos en una mesa; comimos los croassanttes y unas medias lunas, tomamos unos cafés y sonrió. Me sonrió o al menos eso quise pensar; que podía ser capaz de rescatarla, de sacarla de allí, de su desdicha. Así fue y ahora se encuentra aquí, conmigo; con dos hijos, una hipoteca, seguros médicos, matrículas escolares e incapaz de pagar una cuenta, de aportar un comentario, siempre se quedó allí, parada, detrás de un mostrador, esperando una frase o que la llevaran, la rescataran.

- Hoy tuve reunión con la profesora del Dieguito, me dijo que está participando más con los compañeros, parece que se está integrando, ¿viste?
- Muy bien, me parece genial.-

Diego es nuestro hijo mayor, el motivo de mi matrimonio, o mas bien el único motivo de mi matrimonio.

Desde ese primer café con medialunas, se sucedieron otros, en distintos lugares. A veces tomábamos un par de copas de vino, otras simplemente al cine, o vuelta al café, lo constante fue su comportamiento suave y distante, tímida y coqueta, que no cambiaba ni con los besos, ni con las caricias, sólo sus mejillas denotaban que estaba viva. Siguió suave y distante mientras le sacaba su blusa, tímida y coqueta mientras besaba su cuello y me resbalaba por su piel, junto con su ropa.

Mantuvo el carácter mientras nos dejamos embaucar por el deseo y la buscaba con fuerza o nos entregábamos lentamente, cuando quedábamos exhaustos o simplemente nos mirábamos recostados sobre el sillón. Fue con esa misma suavidad, timidez y distancia que me notificó que estaba embarazada.

Allí se decidió nuestro matrimonio, sin anillos, ni comidas, ni atardeceres, ni proposición. Fue entre mi familia que no aceptaba el aborto y la de ella que tampoco su soltería, que terminamos en el living de su casa, ante el oficial del Registro Civil, jurando vivir junto, ser fieles y auxiliarnos mutuamente. Una situación que no había querido ni consentido. No era yo quien juraba, no era quien prometía y no sería quien cumpliera. Mis padres nos pasaron un departamento, al menos vivimos juntos.

- Vino tu madre en la tarde, se puso muy contenta por lo de Dieguito.
- ¿A que vino?
- Quería que la acompañara al Parque Arauco, Claudio le compró una cocina para la playa y hoy tenía que retirarla…, aprovechamos de llevar a los niños a los juegos y pasamos al Bravíssimo a tomarnos unos helados.
- A mi vieja no le gustan los helados-
- Tomo café…, nos dejó la cocina antigua que tenía en la playa…, está buena, era casi nueva…, y la nuestra estaba ya bastante mala-

Por su desarraigo, soledad y timidez, me nació un fuerte deseo de protegerla y cuidarla, que se extinguió cuando nos casamos. Luego, aunque prometí auxiliarla, cedí la obligación en mi madre, quien se sintió responsable y, a veces, en su familia. Me dediqué a trabajar junto a mi padre en los negocios de la familia, a tomar horas extras, a aumentar la producción de la fábrica y a llegar lo más tarde que podía.

Aunque jamás había sido un estudiante brillante, ni en el colegio ni menos en la universidad, no fue difícil que me aceptaran en un posgrado, lo que implicó más horas dedicadas a no estar con ella, a poder liberarme de sus silencios, de tener que verla siempre parada, allí, como si nunca hubiera dejado el mostrador. Logré que viviera tranquila, cómoda, en la casa solo faltaba mi presencia, que ella suplía con que pagara las cuentas y con ver crecer a los niños.

Joaquín llegó tan de improviso como Diego, justo en el momento que no nos encontrábamos, en que los rincones se hacían eternos, que las miradas se perdían entre los recuerdos; justo en el momento en que no había fuerza para comunicarnos y que la rutina apresaba nuestras palabras, me toma la mano y la coloca sobre su vientre.

No alcancé a decir que pensaba dejarla, que me iría de casa a un pequeño departamento, cerca del metro; no alcancé a decir que nada le faltaría cuando me vi abrazándola y esperando a nuestro segundo hijo.

- ¿Estas seguro que no necesitas llevar el abrigo? -
- No, no creo que vaya a hacer frío. Además no saldré mucho a la calle. Voy a pasar entre el hotel y las oficinas de Eduardo. En Valdivia no hace mucho frío en esta época, un poco lluviosa pero no hace frío.-
- Esta bien, te colocaré el paraguas y el impermeable, ¿Cuándo partes al final? –
- El domingo en el último vuelo, tengo que estar temprano el lunes-

Cambiamos las caricias por las labores cotidianas, los besos por el silencio y el deseo se refugió lejos de ella, bajo la entrega cómplice de otros cuerpos. No le he sido fiel pero ella tampoco lo ha sido; con su silencio se ha hecho cómplice de mis engaños. En un principio era solo la falta de socorro mi perjurio, pero al tiempo se levantaron algunas brisas de infidelidad que si bien nunca han provocado huracanes, hace tiempo que dejaron de ser simples miradas o besos fugitivos.

Es cierto, no voy a negarlo, he caído en la rutina del deseo, pero ella su cómplice silenciosa y tácita. He sido infiel por acción, ella por omisión; he caído humillado en busca de caricia y suspiros y ella ha omitido cerrar el abismo que nos separaba. He necesitado del tacto de sus dedos, del deseo de sus labios, del roce de su mirada y ella ha permanecido distante, como detrás de un espejo.

Ambos somos culpables de que la risa y desenfado de Paula nos separe, ambos somos culpables, por acción y omisión, de que su ternura se colara entre el suspiro del lamento y el escondite de su risa. Somos culpables de suspender el pago de las cuentas por prolongar conversaciones de sobremesa.
Sí mujer, somos culpables de que mis únicos deseos sean aquellas escapadas furtivas luego de los almuerzos o viajes de media semana al sur del país; de volver a soñar en construir el futuro y de pensar que ya no estas, de no buscarte si te necesito.

Mañana, sí, mañana será el momento, después de que llegue de la oficina, de que nos encontremos sólo; mañana después de dejar a los niños en la casa de sus padres y de que se prepare para la monotonía de la soledad. Mañana le diré que ya no quiero vivir con ella, que estoy con Paula, que nuevamente me he enamorado, de sus caricias y su cuerpo. Mañana sentenciaremos nuestras culpas y liberaremos lo que ha estado guardado por tanto tiempo; que no la deseo, que me embarga su presencia, me ensordece su silencio. Mañana la dejaré ahí, parada, detrás de ese mostrador del que nunca ha salido, esperando una frase que no llegará, sin llevarla a ninguna parte.

- ¡Ah! se me olvidaba, nos encontramos con la Fran en los juegos y me pidió que mañana llegáramos temprano, Cesar no tiene idea que le vamos a celebrar el cumpleaños, así que va a ser sorpresa-
- ¡Por la cresta! se me había olvidado que mañana íbamos donde Cesar –
- ¿Hiciste algún compromiso?-
- No ninguno… solo se me había olvidado. –

No podrá ser mañana, no podré decírselo mañana, tendría que faltar donde Cesar y no puedo; el viernes, sí, el viernes sin falta la mando a la mierda y termino lo que nunca ha empezado.

Juan Pablo Albar - Marzo 2010

martes, 20 de abril de 2010

El primer tren - Parte VIII


La inauguración

Cercano a la fecha establecida para el viaje inaugural, William Wheelwright comenzó a pensar en la enorme lista de invitados que presumía debían concurrir a tan magno evento. Pensó de inmediato en el presidente de la república, don Manuel Montt, su ministro Manuel Varas, el ex ministro Manuel Camilo Vial que habían apoyado la obra desde un principio, defendiendo este último en el congreso el proyecto concebido por el ingeniero porteño Juan Maout. Pensó en José Urmeneta, diputado por la zona, José Joaquín Vallejo elegido por Freirina y Huasco, las más altas autoridades eclesiásticas, en los embajadores de los países vecinos y en toda la sociedad de la época. Pensó en su papel de anfitrión de lo más rancio de la aristocracia nacional, que venidos de todas partes del país llegarían a la novedad que representaría el viajar en el ferrocarril. Le pareció ver la locomotora engalanada, entrando a la ciudad en medio de aplausos, gritos, vítores ensordecedores, que apenas podrían dejar escuchar la banda de la guarnición. Y allí en medio de ese gentío, de esa alameda de personas, animales, carromatos formado mucho antes de llegar a la ciudad irrumpiría el tren majestuoso, solemne, increíble...

Aquel día 25 de diciembre de 1851 debe haber sido el más jubiloso, importante e imborrable para todos los atacameños. Todo comenzó muy de madrugada.

La banda avanzó por el centro de la plaza y luego encajonó hasta quedar matemáticamente frente al convoy que engalanado con flores, guirnaldas y serpentinas concitaba la atención de la inmensa muchedumbre.

Un cerrado aplauso premió la gallardía de aquellos soldados que sólo hacía unas 72 horas habían ofrecido su vida aplacando el levantamiento insurrecto que se había levantado contra la autoridad constituida para garantizar la tranquilidad y la soberanía de su patria. Numerosos “Viva Chile” parecieron rendir tributo a la histórica hazaña de esos hombres que ahora en tenida de gala y cambiando sus armas por relucientes instrumentos daban el marco de solemnidad requerido para el acontecimiento que dentro de los próximos minutos iba a comenzar.

Desde antes que los primeros rayos del sol comenzaran a quedar atrapados en el costado del enorme maderamen del costado de la iglesia, habían comenzado a llegar los carruajes cargados de gentes y vituallas que parecían anunciar una extensa jornada de jolgorio y emociones. Los aperos relucientes de quienes concurrían a caballo o en mula creaban un ambiente en que cada cual inconscientemente parecía aportar, para hacerlo más expectante. Los niños con sus caras limpias y su pelo húmedo por el vano intento de sus madres por peinarlos primero y luego por el sudor acumulado en sus interminables juegos, a esconderse detrás de la locomotora o de los tres carros del tren.

También, antes que amaneciera, Tarjet y Goudallen, maquinista y fogonero, respectivamente, habían descendido calle abajo en dirección a la estación. Emocionados caminaban en silencio concentrados en lo que iba a ser aquella jornada. Un increíble estremecimiento les pudo haber recorrido todo su cuerpo cuando al llegar a la plaza se encontraron con el numeroso grupo de personas que desde la madrugada, o quizás desde la media noche, rodeaban el reluciente y emperifollado convoy. Tras despejar las pisaderas los dos hombres treparon hasta la cabina de la máquina y procedieron a ponerse sus overoles. Instantes después y a una orden de Tarjet, Goudallen procedió a encender el montón de paja que había dejado preparado para iniciar el fuego, al tiempo que su jefe comenzaba a limpiar con un guaipe las manillas y marcadores que acostumbraba siempre a mantener reluciente.

Instantes después, la multitud pareció de pronto detener su tráfago y suspender por un instante la algarabía. Por la calle que conducía al puerto apareció de pronto la característica figura de William Wheelwright. El norteamericano que había andado de un lugar a otro desde muy temprano, comenzó a avanzar lentamente en medio de la gente que pareció hacerle un espacio para que llegara hasta un costado del convoy. Tras los primeros pasos alguien gritó: “Viva Mr. William” y la gente respondió “Viva”. El norteamericano sonrió casi con dificultad, pero luego agradeció el saludo alzando su bastón, lo que fue premiado con un caluroso aplauso, luego de lo cual continuó su marcha hasta el lugar destinado a las autoridades. Al primero que divisó fue al Comandante Gana. Se acercó presuroso para estrecharlo en un fuerte abrazo.

- Honor al salvador de Chile – le dijo.

- Por favor, Mr. William, esas palabras son demasiado tributo para un soldado que sólo ha defendido el derecho de los ciudadanos a vivir en un estado de derecho – dijo el oficial emocionado por el reconocimiento – he traído un grupo de fusileros para unas salvas en el momento en que Ud. me indique.

En ese instante el elegante coche inglés de doña Candelaria Goyenechea de Gallo apareció lento y señorial por calle Hnos. Carrera en dirección a la plaza. Al menos una docena de niños corrían tras el vehículo cogidos por el asombro y la admiración que el distinguido carruaje les provocaba. Verse reflejados corriendo en el espejo del barniz de sus puertas caoba, era para ellos una fiesta que no se querían perder.

La expectación de los adultos al llegar a la plaza quizás fue mucho mayor. Más aún cuando bajó el cochero e hizo bajar las pisaderas metálicas para que descendiera su ocupante. La mujer avanzó atrapada por la admiración, plagada de comentarios casi en sordina de la muchedumbre. Caminó lentamente en medio de la multitud que pareció ir abriendo un camino de murmullos y comentarios a su paso. Solemne, segura, seria caminaba impertérrita bajo su elegante sombrilla. El azul oscuro del medio velo de su sombrera, le infería un aire de enigmática elegancia a la habitual dureza de su rostro. En tanto, el ampuloso armado de su traje adicionaba un considerable volumen a su ya gruesa figura. Don Diego Carvallo y don Matías Cousiño salieron a recibirla. I
intercambió un saludo afectuoso pero no por eso menos solemne con Mr. William que la esperaba junto a los aposentos destinados a las personalidades.

A las nueve de la mañana Tarjet abrió la manivela del vapor y pareció que la máquina desaparecía en medio de una enorme y densa nube blanca. La gente cercana a las válvulas saltó asustada hacia los lados temerosa de ser alcanzada por el calor. Los niños, que en general ya habían reparado antes de aquella acción que ejecutaba Tarjet, rieron burlándose del susto de sus mayores.

A las 9.30 de la mañana y tal como se había previsto el padre Callejas salió a la puerta de la iglesia y cruzó los cincuenta metros que distaban del lugar en donde se habían congregado las autoridades e invitados. Sebastián Albarracín, su leal sacristán lo seguía unos pasos más atrás con el incienso y el pocillo con agua bendita. El rostro duro del sacerdote daba fe de la adhesión sólo formal que le prodigaba a la ceremonia. Se detuvo unos pasos antes de llegar al lugar en donde se le esperaba, un poco para solemnizar su incorporación al heterogéneo grupo de distinguidos personajes que completaban las sillas ubicadas sobre la tarima destinada a su ubicación. Esperó, no sin impaciencia dos o tres segundos hasta que pudo identificar a Mr. William que venía a su encuentro.

Cerca de las diez de la mañana y cuando el lugar parecía un hervidero de gentes Gregorio Ossa Cerda, uno de los miembros de la sociedad se acercó a Mr. William para pedirle su anuencia para iniciar la ceremonia. El norteamericano extendió su vista a través de lo que las gentes le permitían y luego le respondió que ya podría comenzar.

- Atención – dijo Don Gregorio Ossa alzando su brazo derecho para concitar la atención de la muchedumbre – atención señores, que vamos a iniciar la ceremonia.

El inmenso vozarrón del conocido hombre de negocios pareció hacer enmudecer a la multitud.

- En nombre de la Empresa Camino del Ferrocarril Caldera a Copiapó deseo comunicar a toda esta sufrida región que con gran esfuerzo y mucho patriotismo queremos poner a disposición de todo Atacama y de todo el país este nuevo y moderno medio de transporte tanto de personas como de carga.

- Ha sido la increíble visión y el encomiable empeño de un hombre de otras tierras lo que nos ha traído este prodigio futurista. Aprovecho este instante para rendirle el más sincero homenaje a Mr. William Wheelwrigth, cerebro y prodigio de esta obra que hoy nos llena a todos de orgullo y emoción.

Una inmensa ovación pareció brotar de cada rincón de la enorme planicie. Una ovación entusiasta, fuerte y sostenida que daba cuenta del estado de exaltación general de aquel gentio.

El norteamericano pareció estremecerse en su sillón. Conmovido y profundamente emocionado se levantó de su asiento alzando ambas manos.

La multitud pareció enardecerse aún más con aquel gesto, subiendo el volumen de los aplausos.

Sólo luego de unos minutos Ossa pudo continuar.

- Señores, hoy salimos al encuentro del futuro; en este carruaje de fuego, sobre estas ruedas de acero y sobre estos rieles eternos, Chile podrá viajar a partir de hoy en busca de su destino.

Un par de metros tras el podio de Ossa, doña Candelaria Goyenechea de Gallo buscó en la carterita, que colgaba de su brazo derecho, un pequeño pañuelo de encaje con que secó una solitaria lágrima que emergía de sus ojos.

Dios quiera que este tren traiga progreso, adelantos, riqueza y bienestar. ¡Viva Chile!.



Conclusión

Ante el particular panorama político, económico y social que afectaba a la región de Atacama a mediados del siglo XIX, la aparición del tren resultó ser un elemento que vino a cambiar substancialmente la vida en la región. Por su parte, el periodismo, representado en aquel entonces por la figura del más importante de los escritores costumbristas nacionales fue el factor determinante para que tales hechos se produjeran.

José Joaquín Vallejo a través de El Copiapino, logró percudir a los atacameños que el tren no era un medio de transporte sino el vehículo que conectaría la región con el mundo.

En los hechos, la conexión por mar a través del puerto de Caldera permitió el despegue definitivo de una región cuya riqueza redundó no sólo el desarrollo local sino fue por años uno de los soportes del presupuesto de la nación.

Fin Parte VIII.

lunes, 19 de abril de 2010

El primer tren - Parte VII


William Wheelwright el constructor

Quien era este norteamericano que decide venirse y establecerse definitivamente en Chile a partir de 1829, con motivo del triunfo de los conservadores que según su parecer permitían pensar que sería un país tranquilo y adecuado por tanto para hacer negocios.

Caracterizado por su empuje y férrea determinación para realizar emprendimientos tan disímiles como podría ser una línea de vapores con la implementación de un proyecto de iluminación para la ciudad de Copiapó en base a gas hidrógeno.

Nacido en Newbury Port, a orillas del río Merrimack, Massachusetts, Estados Unidos, el 18 de marzo de 1798. Según se señala en su biografía Icarito, Enciclopedia Virtual, fue hijo de Ebenezer Wheelwright y Anna Wheelwright, puritanos emigrados de Inglaterra. Se señala que su primera educación la recibió en Andover College, en materias comerciales y marítimas. A los 12 años de edad se enroló en la Marina, y a los 24 era ya capitán de un buque mercante que frecuentaba las costas sudamericanas a principios del siglo XIX.

Un naufragio lo obligó a quedarse en Buenos Aires en 1822 desde allí decide viajar, vía Cabo de Hornos, aproximadamente dos años más tarde, a Valparaíso, donde tomó el mando de un buque de comercio con el cual recorrió las costas del Océano Pacífico entre Panamá y el puerto chileno. Se estableció en Guayaquil y fue nombrado cónsul por el gobierno de los Estados Unidos. Cuando la ciudad de Guayaquil comenzó a decaer comercialmente debido a problemas políticos, regresó a Valparaíso en 1829. En 1840 creó en Chile la Pacific Steam Navigation Company, empresa gracias a la que consolidó una próspera actividad en el negocio de los transportes.

Regresó nuevamente a Valparaíso a principios de la década de 1830, para dedicarse al comercio marítimo. El gobierno de José Joaquín Prieto le otorgó -por ley del 25 de agosto de 1835- una concesión en la cual Wheelwright se comprometió a establecer, al cabo de dos años, la navegación a vapor en los mares y ríos de Chile. No encontrando respaldo económico en el país, partió a Estados Unidos a buscar capitales, y luego a Londres, Inglaterra.

Tras su retorno, organizó la Pacific Steam Navigation Company el 15 de octubre de 1840, que con un capital de 250 mil libras estableció el primer tráfico comercial a vapor estable por las costas del Pacífico, entre Valparaíso y El Callao, en una primera etapa. Wheelwright fue su primer gerente. El inicio de la línea Pacific Steam Navigation Company posibilitó un incentivo a las extracciones de carbón nacional en el Sur de Chile, destinado a alimentar a los vapores, debido al alto valor del carbón inglés. Wheelwright viajó al Sur de Chile en 1841 a trabajar en el morro de Talcahuano para explotar el carbón y extrajo 4 mil toneladas hasta septiembre de 1842. En una carta al Presidente José Joaquín Pérez en 1867, el empresario norteamericano dice que a pesar de lo señalado por Darwin respecto de la escasa calidad calórica del carbón chileno, él lo ha utilizado con éxito en sus vapores.

Su trabajo también contribuyó al mejoramiento de los puertos a lo largo de las costas del Pacífico, desde Guayaquil hasta Valparaíso, construyéndose faros, muelles, etcétera. Solo en 1845 pudo establecer la línea entre Valparaíso, Panamá y Europa, regulando la navegación de su compañía para transportar pasajeros, correspondencia y carga.

Pero las principales acciones empresariales y el apellido de Wheelwright en Chile están también asociados a la construcción de los primeros ferrocarriles en nuestro país. Wheelwright extendió y unió sus negocios navieros con el proyecto de una línea férrea, la que era el nuevo símbolo del progreso material en los transportes. En octubre de 1840, en una visita al puerto de Caldera, no pudo evitar comentar con algunos mineros que se podía importar una máquina a vapor, para unir los aproximadamente 70 kilómetros que separaban Copiapó con Caldera. Su idea era disminuir así los costos de producción de los minerales, pensando en que sus vapores se verían beneficiados. Viajó a Londres a conseguir capitales para este proyecto, el cual fue arduamente debatido en el Congreso chileno, oponiéndose quienes tenían intereses en los sistemas de transporte animal.

Wheelwright materializó el proyecto por concesión del gobierno el 20 de noviembre de 1849. Se formó la Compañía del Camino Ferrocarril de Copiapó, con un capital de 800 mil pesos. La construcción se inició en marzo de 1851 y finalizó el 25 de diciembre del mismo año, al entrar el primer ferrocarril a Copiapó, la capital de la plata. En esa ciudad también construyó la primera planta de agua potable y el alumbrado a gas hidrógeno. Este fue el primer ferrocarril de Chile y el tercero de Sudamérica, después de uno en Guayana británica en 1848, y otro entre El Callao y Lima en mayo de 1851.

Paralelamente, Wheelwright siguió interesado en el proyecto de la línea férrea entre Santiago y Valparaíso, y aunque no la construyó, estuvo en los inicios de este proyecto (1852). Las líneas férreas bioceánicas eran el gran proyecto de Wheelwright. Soñaba con llevar lana australiana en sus vapores, hasta Caldera, seguir en ferrocarril hasta Buenos Aires, y de allí a Liverpool. Para ello, impulsó la construcción de una línea entre Copiapó y Puquíos en 1852.

Ya en la década de 1860, Wheelwright estaba en Argentina, donde formó la sociedad Ferrocarril Central Argentino en 1863 para construir los ferrocarriles entre Rosario y Córdoba, y entre esta ciudad y el puerto de La Ensenada. Todo esto estuvo terminado en 1872. Con su salud deteriorada por la edad, dejó Sudamérica con su iniciativa inconclusa a mediados de 1873, regresando a Londres a la casa familiar, donde falleció el 26 de septiembre de 1873. Sus restos fueron enterrados en su pueblo natal en Estados Unidos.

Fin Parte VII.

sábado, 17 de abril de 2010

El primer tren - Parte VI


Los detractores del tren

Vallejo en su afán de hacer de “El Copiapó”, la voz de la región debió dar cabida en su periódico a todo tipo de opiniones. El único requisito que logró establecer fue el necesario respecto con que las personas debían hacer ver sus pensamientos.

Dadas así las cosas, y puesto el ferrocarril en el centro de la polémica, las cartas que llegaban a diario a la casa en donde funcionaba el periódico se hacían cada vez más numerosas, haciendo subir cada vez más el tono de la discusión:

- Es verdad que el ferrocarril traerá sólo tragedias, cesantía y pobreza a nuestra región. Es verdad que va a matar mucha gente, mucho ganado y que el fuego de su caldera irá quemando el pasto, los árboles, las casas, los establos todo...

- Además, el precio que se piensa cobrar por los pasajes y el transporte de carga hará cada vez más pobre a la gente de esta región. Los pobres mineros podrán apenas pagar el costo del traslado de sus escasos kilos de mineral. Los únicos que harán negocio serán los accionistas de la empresa. Además, ellos serán los responsables de la miseria en que quedarán los cocheros, los muleros, los troperos y los birlocheros.

- Eso es una calumnia y por eso no hemos colocado su aviso, porque Ud. señala que los empresarios mineros que forman la Compañía del Ferrocarril son seres ricos y adinerados que tan sólo buscan su beneficio a costa del dolor y el sufrimiento de los trabajadores. Y nuestro diario no está para este tipo de injurias y atrevimientos.

Otra persona reclamaba por el hecho que el tren, entre otras peculiaridades, dispondrá de un coche especial para jugadores, al cual todos quienes se han enterado del hecho han comenzado a llamar la "Timba". En él se podrá jugar ruleta, dados, monte etc.. Aquello, señala quien suscribe la carta, que la empresa lo hace sólo para esquilmar a los trabajadores que bajen del mineral para embarcarse en Caldera. El norteamericano a cargo de la construcción del tren, con su mentalidad pragmática, aduce que a nadie se le obligará a jugar, pero todos sabemos que la ignorancia de nuestros trabajadores los llevará a gastarse todo su dinero tan sacrificadamente obtenido.

Otro de los aspectos más controvertidos y que sobretodo la iglesia se opuso rotundamente fue la idea de Williams Wheelwright de disponer un carro especial para que los novios puedan viajar de luna de miel. Se trataría de un coche especialmente acondicionado que iría en un convoy formado por éste y la locomotora y que se destinaría sólo para el uso de parejas de recién casados.

Esta descarada exhibición, considero que constituye un verdadero ultraje a la institución del matrimonio, decían en ese entonces alguno de los lectores de “El Copiapino”

Quienes se manifestaron desde un principio contrarios a la idea de instalar un tren para la región de Atacama fueron los dueños de las más de veinte mil mulas que permitían hasta ese entonces trasladar en sus lomos el material desde la mina hasta el puerto para ser embarcada. Igualmente ocurriría con los dueños de birlochas, carretones y carretas únicos medio de transporte de pasajeros de la región.

Hubo también un grupo de profesores, escritores e intelectuales copiapinos que pusieron su atención en el daño que podría causar al paisaje y muy especialmente a vegetación representada por los bosques que había en el trayecto entre las ciudades de Caldera y Copiapó si el tren utilizaba leña como combustible, tal como en principio se comenzó a hacer. Quizás parte de la desertificación que año tras año ha ido avanzando cada vez más en dicha zona pudo haberse iniciado con la depredación inicial que el tren provocó en los árboles de la zona.

Dentro de quienes se oponían a la instalación del tren el párroco de Caldera se convirtió en uno de sus principales detractores. Sus prédicas durante los años que duró la construcción estuvieron plagadas de alusiones catastróficas que el ferrocarril produciría en la región.

Pero al conocer la negativa de William Wheelwright de bendecir el tren, en la ceremonia inaugural su aversión en contra de las obra se transformó en una rabiosa y cada vez mayor indignación. Dijo que el norteamericano era un falso cristiano que concurría a sus oficios para estar bien con Dios y con el diablo y porque eso favorecía sus negocios. Pero que junto a las centenas de extranjeros que había traído para la construcción del tren solían realizar oficios religiosos y ceremonias protestantes. Que las faenas de la construcción del tren habían transformado la tranquila caleta en un antro de prostitución, juego y perversión, comparable con el Juan Godoy de los peores tiempos, cuando en el pequeño pueblo minero no había Dios ni ley. Habló después de sus aprehensiones respecto que el tren no tan sólo podría traer progreso sino que provocaría una invasión de desconocidos y gentes de raras costumbres que vendrían a cambiar todos los hábitos y costumbres, destruyendo definitivamente la sana convivencia que siempre había imperado entre los calderinos.

Vallejo en su momento también realizó algunas críticas a ciertos aspectos del proyecto que consideraba inadecuados y que no guardaban relación con su concepto de todo aquello que consideraba que contribuía al progreso de la región. Se opuso por ejemplo a la idea de William Wheelwright de destinar uno de los carros del tren como casino de juegos. La idea del estadounidense se basaba en aprovechar el exceso de dinero de los mineros para prodigarles un espacio de diversión. Al conocer la idea Vallejo se indignó y encaró al norteamericano señalando lo perverso de la misma que en definitiva iba a servir sólo para esquilmar sin compasión a los pobres mineros.

Los empresarios dueños de los numerosos arreos de mulas, carruajes y birlochos no fueron los únicos detractores de la idea de construir el tren. Ciudadanos comunes unidos a defensores de la iglesia contrarios a todo avance que significara un cambio en la vida y costumbres de zonas tan apacibles principalmente por estar tan distanciada del centro de la nación, iniciaron toda una seguidilla de rumores y cominillos respecto de lo que significaría la irrupción del tren.

"Es lo que la gente piensa", decían. “La verdad es que la gente piensa que esa máquina de fuego, que atraviesa con su bramido inmenso, los campos, los pueblos y las ciudades no puede ser obra de Dios, sino que esa máquina que escupe fuego es el vivo retrato del demonio”.

“El cuerpo humano, de acuerdo a lo que han dicho algunos médicos, no podrá resistir la velocidad del tren. Aseguran ellos que los pulmones no son capaces de efectuar la respiración en tales circunstancias”.

“Se trata de gente ignorante que tiene llena la cabeza de imágenes de la mitología del desierto y de los mineros, comentaba alguien en “El Copiapino” agregando que era necesario acceder al progreso con las manos limpias y el corazón y el cerebro abiertos. Deben considerar el tren como un aliado y no como un enemigo. Con el tren podrán viajar, llevar sus productos para ofrecerlos en otros lugares, además que la correspondencia y los diarios le llegarán en forma permanente”.

A su vez el cura párroco de Caldera en más de alguna de sus prédicas también se habría referido a los nefastos efectos – según él – que estaría provocando en la población la construcción del tren:

“La construcción del tren ha traído muchas dificultades en nuestra comunidad. La gente se ha visto menos preocupada de cumplir con las obligaciones de nuestra santa madre iglesia. Muchos no concurren a misa alegando que no les queda tiempo o que las faenas están muy alejadas de nuestra ciudad, por lo tanto lisa y llanamente no se presentan al llamado de la parroquia. Permanecen por meses en pecado mortal sin siquiera estar preocupados por dicha situación”.

En otra ocasión en carta que hiciera publicar en “El Copiapino” se quejaba diciendo:

“Son tantos los extranjeros que han llegado que la gente poco a poco se ha ido transformando y perdiendo cada vez más su religiosidad. Lo que ocurre que todos los extranjeros que han llegado a raíz de la construcción del Camino del Ferrocarril no son creyentes, o sencillamente son miembros de otras religiones. Incluso un grupo de norteamericanos protestantes ha llegado a fundar su propia asamblea de Dios”.

“Además, estamos consternados de saber que el tren también será usado como instrumento de pecado. Se dice que tendrá un carro en donde la administración del tren instalará un salón de juegos de azar. Una verdadera “timba” en movimiento. Imagínese Ud. que de atrocidades pueden ocurrir en un sitio así en donde la gente apueste su dinero. Además que sólo servirá para esquilmar a los pobres mineros que viajarán con el dinero reunido en meses, hasta Caldera para tomar un barco que los lleve a su tierra”.

“ Y eso no es todo, el norteamericano desea poner a disposición de los novios, un tren para que consumen su noche de bodas. ¿Se imagina Ud., lo lujurioso que significa destinar un convoy para exhibir algo tan íntimo y privado como es la primera noche de bodas?”.

Fin Parte VI

miércoles, 14 de abril de 2010

El primer tren - Parte V


Inicio de la construcción

William Wheelwright una vez que recibió del gobierno de Manuel Bulnes, la concesión definitiva a la naciente Compañía, se puso en contacto con los empresarios de la zona interesados para impulsar la instalación del ferrocarril. El trámite quedó registrado de la siguiente manera:

“Con esta fecha, 3 de octubre de 1849 y ante mí, Notario Público de Copiapó, concurre un grupo de ciudadanos que determinan fundar la Compañía del Camino Ferrocarril de Copiapó, cuya acta de constitución se transcribe.”

Con respecto a los valores aportados por los concurrentes, estos son los siguientes:
Candelaria Goyenechea viuda de Gallo, Diego Carvallo y Agustín Edwards $100.000, Vicente Subercaseaux y Blas Ossa Varas $70.000, Williams Wheelwrigth, Gregorio Ossa Cerda y Diego Vega , Tocornal Hermanos, José María Montt, Manuel del Carril, Matías Cousiño y José Santos Cifuentes $50.000.

Total $800.000.

En la Historia del Ferrocarril en Chile de María Piedad Alliende E. encontramos la primera mención relacionada con el tren de Caldera a Copiapó:

En l845, Juan N. Mouat, un viejo relojero escocés del puerto de Valparaíso, fue el primero en concebir la construcción de un tren que uniera al pueblo de Copiapó con el puerto de Caldera.

En las fiestas del 18 de septiembre de 1846, en un almuerzo cívico en Copiapó, este hombre ya brindaba “por el ferrocarril que unirá muy pronto a esta ciudad con su puerto”. Dos años más tarde, el 9 de noviembre de 1848, obtiene por decreto supremo del gobierno de Manuel Bulnes la concesión para construir este ferrocarril. Sin embargo, falto de capital, Mouat debe abandonar sus proyectos.

William Wheelwright (marino desde los doce años, original de Massachussetts y avecindado en Chile desde 1841), después de haber promovido con éxito la fundación de una compañía de vapores en Chile, la Pacific Steam Navigation Company, decide comprar en $30.000 la concesión dada por el gobierno a Mouat. Wheelwright, como representante de la línea de vapores y accionista de la Compañía Anglo-Chilena de Minas en Copiapó, comprendió la necesidad de ubicar un mejor puerto para la ciudad y unirlos por medio de un ferrocarril. Éste atendería las necesidades de una región minera de gran importancia al darle salida por mar a los minerales, aprovisionar la zona de materiales y alimentos y trasladar pasajeros.

Wheelwright envió uno de sus vapores a la costa norte de Chile y recibió informes de que Caldera, una caleta de pescadores, era mejor puerto que Puerto Viejo, de Copiapó, situado en la desembocadura del río de su mismo nombre y usado hasta entonces a pesar de sus inconvenientes. Posteriormente, el propio Wheelwright inspeccionó a caballo el terreno. Halló que el puerto de Caldera permitiría construir un gran muelle, en el que todos los buques pudiesen desembarcar sus cargamentos directamente en los carros del ferrocarril, prolongado sobre el mismo muelle. Aceptada la idea por las personas acaudaladas de Copiapó, a quienes Wheelwright la propuso, quedó formada la Compañía del Ferrocarril de Copiapó con un capital de $800.000, dividido en 1.600 acciones. Esta sociedad obtuvo del gobierno una nueva ley de concesión el 20 de noviembre de 1849. Esa misma ley declaraba a Caldera puerto mayor.

Los principales interesados en la empresa del ferrocarril fueron doce empresarios, entre ellos Candelaria Goyenechea, viuda de Gallo, Agustín Edwards Ossandón, Diego Carvallo y William Wheelwright. Este último se encargaría de la administración de la empresa. Sin tardanza, hizo traer de Estados Unidos a cuatro ingenieros de vasta experiencia ferroviaria, los hermanos Allan y Alexander Campbell, Walton W. Evans y Edward Wolfe, a quienes les encomendó los estudios y la construcción de la obra.

Los primeros trabajos empezaron en marzo de 1850, en el puerto de Caldera, en la parte que debía ocupar la estación de igual nombre. En mayo llegaron los ingenieros acompañados de artesanos y mecánicos. Las locomotoras y carros se construían en la fábrica de Morris y Hermanos en Filadelfia, EE.UU. Los rieles serían traídos de Inglaterra.

Terminados los trabajos en Caldera,
en junio empezaron los trabajos de la línea a la salida del puerto. En un comienzo se destinaron a esa obra 80 hombres, mientras se esperaba la llegada del sur del país, a fines del mes, de 400 más y de un barco con madera.

A finales de octubre de 1850 había 500 trabajadores, un numeroso personal de ingenieros, mayordomos y maestros de distintos oficios. Además, ya estaba terminada la nivelación del camino en unos 20 kilómetros a la salida de Caldera, donde se situaba la parte más difícil. En los primeros días de enero de 1851, comenzaron a ponerse los rieles y en febrero había 12 kilómetros terminados. El 21 de junio de ese año llegaba la fragata norteamericana Switzerland, de Nueva York, con las locomotoras y coches de pasajeros. Al día siguiente llegaba la Saint Joseph, de Baltimore, con los vagones para el carbón y todos los demás útiles necesarios para la terminación del ferrocarril. Debido a ciertas dificultades en descargar las locomotoras y carros y a la necesidad de su limpieza y ajuste general, no fue posible tenerlos listos para el día 4 de julio, cuando se inauguraba la línea hasta Monte Amargo. El 29 de julio de 1851 se probaba la primera locomotora que funcionó en Chile, con un acoplado de tres carros de carga. Era la máquina número uno, la Copiapó, dirigida por un norteamericano de apellido Tarjet y su ayudante, de la misma nacionalidad, Goudallen.

El inicio de la instalación del tren
fue siempre a partir del Puerto de Caldera. Es allí donde llegaba el material para la construcción primero y posteriormente los coches y las locomotoras.

El improvisado Puerto de Caldera, que originalmente era una rústica caleta de pescadores, fue construido a partir de 1849. La idea era buscar un lugar al que pudieran acceder embarcaciones de mayor calado, reemplazando al antiguo Puerto Viejo ubicado en la desembocadura del río Copiapó que no ofrecía dicha condición.

Por aquellos días “El Mercurio”, también había posado sus ojos sobre la región. A diario aparecían cartas y anuncios que daban cuenta de los importantes y trascendentales, en ciertos casos, acontecimientos que ocurrían en aquella zona del norte de nuestro territorio.

"Terrenos a venta o arriendo en Caldera”
“Establecido el ferrocarril a Copiapó en el Puerto de Caldera, elegido con sano criterio, no sólo por la ventaja de tener agua, sino también por la comodidad de su posición local y para la futura población en una extensión de más de 40 pies sobre el nivel del mar y que facilita el embarque y desembarque; y a esto agrega la multitud de minas de cobre que hay en las inmediaciones de este puerto. Si se consideran los ricos minerales de plata descubiertos; con poca interrupción del tiempo es fácil presagiar el emporio de riqueza que dentro de poco llegará a este puerto, a cuya concurrencia estimularán, no sólo las ventajas mercantiles, sino también el benigno temperamento.”

“Dentro de cuatro meses estará concluida y puesta en ejercicio la tercera parte del camino de dicho ferrocarril y muy poco tiempo será preciso para que la actividad de su comercio rivalice con la de Valparaíso.”

“Como dueño de los terrenos de este puerto y siendo tan numerosas las exigencias para situarse allí, lo hago público por la prensa para que todo el que quiera aprovecharse de alguna situación análoga a cualquier género de industria mercantil y quiera comprar terrenos a dirigirse a mí en cualquier parte donde me hallen, proviniendo a los comerciantes por menor, que quieran establecerse como pobladores que pueden desde ahora contar con terrenos a cómodo precio y a cómodo plazo".

“Se encuentra en aquel punto como elemento de edificio, piedra de labrar con hacha y mucha abundancia de ostras para la cal, como elemento de abono hay pasto todo el año para proveer el artículo leche y algún ganado menor. Pescados y mariscos variados y abundantes. El agua puede obtenerse en cada casa por pozal.”

Fin Parte V