miércoles, 5 de mayo de 2010

Infame paladar

Fue asesinado, bramaron los grifos y la noche se volvió roja y rosa, coagulada y marchita, cemento febril que sostiene el cuerpo casi insano y cansado.

Fue asesinado y mi ciudad moría de anemia, roca dura, polvo y pólvora.

Le dispararon por la espalda, fuego infame, canallada, murciélagos a la deriva, ecos de un presagio que retumbaba en los tímpanos, muerte fugaz, lágrimas y soledad. Nadie lo conocía, no sabían quién era o de donde venía, pero todos sabían que se llamaba Salomón Balterra.

La muerte se paseaba por las glándulas gustativas de los hombres y fabricaba llagas en los glóbulos del viento.

Era día viernes y Salomón presagiaba que todo sería diferente. El día estaba algo denso y el aire llevaba un aroma de cementerio embrionario, de postas y hospitales decrépitos donde los muertos llegan con la cicatriz en el alma y los huesos perdidos bajo la piel. Era día viernes, y como nunca el dolor abría las puertas de las rameras y los asesinos, rameras blancas y negras, rameras ricas y pobres, ladrones y delincuentes, violadores violetas. Era día Viernes como cualquier día de la semana.

Salomón salió del taller donde trabajaba la madera, en ese lugar fabricaba estatuillas con el formón y la gubia y pequeñas cajitas donde guardar joyas o cualquier otro tipo de utensilio; con la intención de beber un poco de alcohol y luego marcharse a su casa.

Quería olvidarse del pasado y borrar parte de su vida, como si fuese una historieta de papel, como si fuese un cómica autodidacta, quería pensar que nada hubiera pasado.

Siempre buscaba la forma de alejarse hacia un horizonte inexistente, de llegar a las alturas sin volar, de convertirse en el gran elemento de la muerte.

El dolor también es vida, es real, es sed, es mujer infiel, es un deseo ahogado en las uñas, es la patria de los apatrias que huyeron con la garganta degollada por el filo de un beso.

Se sentó y bebió, se sentó y mordió la copa, se sentó y se sintió vivo, y pensaba e imaginaba. Presentía los labios de su amada, su lengua se adueñaba del infinito, de esa hembra blanca y traidora, de esa belleza nefasta, de esa malnacida, hermosa como una luna de hilo sobre el tallo de la noche, hermosa y fatal, letales senos, terciopelo que irrumpe, que quiebra por dentro y deja sólo un vacío.

Pero no podía olvidar la imagen de esa fémina que siempre lo acompañaba en la locura y en la cordura.

- Deme la botella, amigo, por favor.

Y el muchacho que atendía, le entregó una botella llena de licor y de sueños.

La noche llegaba con su paladar de hierro oxidado y con su luna llena de veneno y cortinas grises, llegaba tartamuda y fatal en el presentimiento de las cloacas, llegaba sumisa y esquizoide, llegaba como un globo infernal y se levitaba y se levitaba. La noche llegaba con su paladar de hierro oxidado y Salomón empezaba a entenderlo todo.

Hace algunos años él mató a Camila, la degolló y luego se entregó a la policía, la asesinó a sangre fría detrás de la cocina, llegó sigilosamente y la destruyó, se convirtió en homicida. Había matado a su compañera, por traidora e infiel, porque faltó a su promesa, porque él no quería ser malo y firmó su sentencia cuando la conoció.

¡Asesino!- bramaban los grifos, los alcohólicos, los maricas, los malditos, los políticos y el Gran Matutino de la hipocresía.

Mató a una mujer, ¡denle duro!, ¡fusílenlo!, - se escuchaban las voces anónimas del viento sur y del viento norte, de los huracanes y de la brisa.
¿Habrá sido la voz de Dios?

¡No!, eran voces inquisidoras que se adueñaban a golpes de la verdad, de esa verdad fingida, de esa verdad que copula con la mentira y la blasfemia. Todos eran pecadores, todos se persignaban, todos eran traidores, todos lanzaban piedras, todos sabían lo que pasaba... y callaron.

Salomón mató a su mujer porque lo engañó y ella decía que lo amaba y le mintió, y ella decía que era el único, pero no era verdad.

Siete años y un día para Salomón Balterrra y si tiene buen comportamiento, podrá pedir una rebaja a su sentencia después que cumpla la mitad de su pena.

Siete años en la jaula de los perdidos de las pesadillas amarillas, simulacro de una vida donde se vive a medias, simulacro de una muerte donde se muere a medias, siete años simulando existir queriendo ser invisible o jugar al gusano de la diosa tísica.

Roedores y ratas deambulaban por la cárcel metropolitana o por la "correccional", como era conocida y reconocida por todos sin excepción. Parecían hombres que respiraban y comían y tenían relaciones sodomitas, y se mataban y se besaban, luego volvían a existir en este gran juego de miserias y misericordias, el juego de la subdimensión en medio del universo, la órbita de los coleópteros que se acrecienta y se explaya en la caja de la única verdad, la verdad de la vida y de la muerte, la misma existencia hacia la inexistencia.

Agujas sobre el suelo, agujas que rompen el tiempo y se apoderan de ciertas partes humanas, de los conductos, de las vías latentes; agujas que se adentran por la fibra y la membrana y luego destronan la cordura y el silencio de la parte inconexa, agujas que pinchan e introducen algo que lucha alevosamente con la noción propia del hombre en cautiverio que castiga su propia esencia.

Qué ocurrirá después...qué ocurrirá, dónde no llega la noción.

Salomón no fue alfil ni peón, se mantuvo al margen, se hizo a un lado y consiguió sobrevivir toda su pena sin rebaja. Justa redención en una ruta perdida que se extendía sin final, su único aposento fue un sol que se esfumaba y cierto arrepentimiento de un crimen alevoso, su peor cobardía; hombre vivo hombre muerto, algo parecido a un ángel que sangra eternamente.

Pero esta noche todo sería diferente, la intuición del asesino, del criminal, esa intuición que hace que la muerte sea algo más que la sombra y que la misma piel, lee avisaba de un dolor lejano, de una herida mortal que el mismo firmó al degollar una garganta.

Siguió bebiendo hasta quedar ebrio y anestesiado de tiempo y dolor y su corazón empezó a palpitar arritmias afónicas que construían resonancias de diferentes direcciones, de disímiles suicidas, de alternativos asesinos, de seres que jugaban a ser dioses quitando vidas sin confesión.

El llamado del destino lo presentía desde que se levantó de la silla, al salir a la calle y seguir su ruta de todos los días que lo llevaban a su casa, a su refugio de penitencias y confabulaciones.

Su único amigo era el viento y algunos postes que le hacían recordar un paisaje lleno de pobreza y carencias de todo tipo, de todas las formas. Los postes eran los árboles de un progreso al cual nunca tuvo acceso.

Su viento predilecto era esa brisa fría que corre al anochecer y que forma un leve sonido, donde los ladridos de los perros parecen acoplarse, formando melodías mágicas que se cuelgan de la oscuridad como los rojos ojos de los mendigos que ya no piden nada.

El tampoco pedía nada, ni siquiera un único perdón, una pequeña caricia, un beso final, tutelar, colosal, un beso sin rostro, quizás una lágrima, una pobre gota que limpie la tortura de una existencia donde los caminos se diluyen en el pedestal de la agonía.

Casi ebrio se acercaba a su casa, cuando repentinamente escuchó una voz.

- Pásame la plata o te mato- y Salomón paró, respiró profundamente y continuó su marcha.

- Para o te disparo- y Salomón hizo caso omiso.

- Maldito hijo de puta- y Salomón sonrió.

La primera bala le partió la espalda, perforó su chaqueta de cuero que le había regalado su amante en la prisión, un muchacho de veinte años, un homosexual, alguien que jugaba a ser mujer en la gran zafra de la vicisitudes, su evasión y desahogo.

Casi cae al suelo, pero su fortaleza no deja que sus labios besen la calle de tierra y acertijos.

El segundo disparo fue en el pulmón derecho y un río de sangre voló desde su boca hacia las estrellas, pintando por un segundo las paredes y los capullos.

- Camila, Camila-gritaba con una voz que de a poco iba despidiendo sílabas que se asimilaban al retorno de las ninfas a los campanarios que descifran la congoja y los despertares.

Hubo un tercero, un maldito y tercer balazo que hirió el riñón izquierdo, tanto por fuera como por dentro, por los lados, por arriba y por abajo, por la matriz, al borde, por el centro, y Salomón cayó, y Salomón voló, y Salomón lloró y sintió el sabor de la sangre quemar su lengua y las encías, el mismo sabor que lo perseguía y lo condenaba desde que asesinó a Camila, desde que cortó el hilo de la vida, ese mismo sabor que su paladar nunca dejó de sentir. Ese infame paladar nunca dejó de saborear, el último beso, la última saliva de Camila.

- Murió el asesino.

- Tápenlo con diario.

- Le pusieron tres balazos.

- Lo liquidaron.

Alguien lo dijo, uno que pasó, un murmullo, un grito, un sollozo y la multitud se masturbaba observando un cadáver que pudo ser cualquiera.

Aquí murió Salomón Balterra, en las ruinas de una noche, donde se propagan los ecos y los tumores de una calle, donde la nieve nunca estuvo.

Julieta Morales - 2001

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