miércoles, 5 de mayo de 2010

La yegua


- ¿ La va a correr amigo? - dice el hombre que se ha detenido junto al par de muchachos que cuidan la maciza yegua baya, amarrada a la entrada del callejón del bajo, de la entrada a Peralillo, donde suelen realizarse las carreras a la chilena.

- A usted le digo mi amigo, ¿la va a correr o le puso el pañete y la cincha pa'llevarla pa'l circo? - una larga y burlona carcajada del grupo de jinetes que acompañan al hombre, llena de risas y de ecos el polvoriento callejón.

Raúl el mayor de los dos hermanos permanece en cuclillas, sin girar su cabeza, como si no hubiese escuchado las preguntas ni las risas.

- Si alguien quiere apostar... -dice tan sólo, después de un instante.

Dos o tres hombres curiosos se bajan de sus cabalgaduras y se acercan a la yegua para examinarla.

- ¿Pero, es güena pa' correr la bestia? - pregunta el hombre que había hablado antes, apeándose de su cabalgadura e iniciando un sinfónico tintinear con las espuelas arrastradas por el suelo.

De nuevo el joven tarda la respuesta. El bullicio de la gente que se ha reunido para ver las primeras carreras y el chirriante sonido de las cigarras a media tarde parecen embotar los oídos.

- Bueno, ahí vamos a ver como anda pues- responde Raúl...

La yegua echa las orejas para adelante y se mueve nerviosa y preocupada por la cercanía de los desconocidos. Manuel el hermano menor, que ha permanecido en silencio, pasa el brazo por debajo del cogote del animal y le palmotea el costado de la cabeza para tranquilizarla.

- ¿Y andan con plata? - pregunta ahora el hombre

- Un poco

- ¿Cuánto?

- ¿Y cuánto quiere apostar Ud.?

- Veamos pues - dice el hombre, y acercándose a cada miembro del grupo los insta a entregarle dinero para apostar.

- Aquí la están dando. Miren la media percherona, hasta un burro le podría ganar - continúa diciendo con marcada sorna - a ver ¿quién quiere apostar?

Los hombres miran con escepticismo primero, pero luego cada cual comienza a meterse las manos al bolsillo para ir sacando arrugados billetes que su compañero va apretando en la mano. Al final, cuando parece que nadie más quiere apostar, se para delante de un delgado y quijotesco jinete que no había entregado dinero para la apuesta.

- ¿Y vos, Jeremías?, ¿No querís ganar plata?

- Pero si nadie ha visto correr la bestia ¿cómo le van a apostar?

- ¡Puta, madre!, ¿No la esta´i viendo? a media carrera el tordillo le va a sacar seis cuerpos de ventaja.

El hombre permanece un rato en silencio y luego saca un par de billetes y se los pasa sin dejar de manifestar en el rostro su preocupación por obligarlo a apostar a ciegas. Él sabe que es el chacolí el que ya ha comenzado a enturbiar la mente de sus amigos.

- Ya, cabro - dice el hombre- aquí está la plata; ¿dónde está la de ustedes?

Raúl se mete la mano al bolsillo y extrae un fajo de billetes.

- Doscientos metros - le dice al hombre. Este duda un instante, pero luego acepta.

- ¡Hecho! - dice estirando su mano - vamos a hablar con don Fernando.

Todos se encaminan hacia el lugar de la partida.

El paso del grueso animal causa la extrañeza de todos los lugareños primero, pero luego se forma un callejón de risas y burlas, por donde los dos hermanos deben pasar a tomar ubicación para iniciar la carrera.

Cumplidos todos los preparativos, Manuel toma los quilines de la yegua, los retuerce en su mano y de un salto se encarama en el animal. Del otro lado de la vara, un inquieto y nervioso potrillo tordillo de inmensas patas largas, no deja de moverse en la partida.

- ¡No hay más apuestas! - grita don Fernando Paredes el eterno juez de las carreras a la chilena de Peralillo - ¡atención!, voy a dar la partida.

Un nervioso y expectante bullicio llena de gritos, risas y aplausos el extenso callejón, que parece acallarse tan sólo cuando el anciano alza su emblemática varilla de mimbre.

- ¿Listos? - pregunta, sin poder evitar el quiebre de su voz.

- ¡Yaaa! - grita después, bajando con fuerza y brusquedad la varilla, y los animales parecen rasgar en dos el callejón, llenando de tierra y gritos el lugar.

Casi al unísono Raúl golpea con fuerzas las ancas de la yegua con la palma de mano, tal como siempre lo ha hecho allá en el sandial. También como allá, ahora sale corriendo y gritando como un enajenado la bestia, hasta que las gentes y el polvo le impiden el paso. Igual como cuando la corrían por el medio del sandial. Al caer la tarde hasta que la oscuridad y el cansancio los vencían. Allí, sin que nadie más lo supiera, ni el patrón se diera cuenta, habían ido mejorando cada día más los tiempos. Y luego, cuando estuvieron seguros que la yegua era realmente buena corriendo, se habían ido a convencer a la abuela para que les prestara el dinero.

- Vamos a ganar mucha plata, Violetita. Nadie sospecha que la yegua es tan buena para correr.

Ahora, en medio de los gritos, las risas y los empujones, Raúl parece estar viendo a la vieja que los queda mirando. Su ojos semiempañados por la implacable catarata, van de uno a otro de los nietos, tratando de descubrir lo que es verdad de lo que es mentira. Y finalmente se pone de pie y con paso lento, arrastrando los zapatos sobre el piso de ladrillos del corredor, se dirige al dormitorio para abrir el cajón del medio del aparador, en donde está su antigua libreta del Seguro. Y los hermanos sonríen nerviosos sin atrever a mirarse. Y la anciana se aproxima a Raúl y le entrega aquellos billetes amarrados con un elástico. Y no dice nada. Y los jóvenes tampoco. Tan sólo la abrazan y la apretaban entre sus brazos hasta que ella ya no resiste.

Raúl camina rápido entre la gente y luego corre hasta el lugar en donde está el par de estacas que señalan la meta. Alguien le ha dicho que la yegua ganó. "Pero por un pelo", agrega alguien. Sigue corriendo buscándola desesperado entre el polvo, la gente y los caballos que no lo dejan ver el final de callejón.

Sin aliento, desencajado, caso desfalleciente enfrenta la curva del fondo, hasta que allí a un costado del camino se encuentra a Luis semitendido en el suelo y más allá el enorme bulto ocre de la yegua tumbada junto a las zarzamoras que orillan el camino.

- ¿Qué pasó? - pregunta dejándose caer pesadamente junto al animal inerte.

Manuel no dice nada. No puede decir nada, su rostro pleno de espanto, sucio de tierra, sudor y sangre lo dice todo.

Armando Aravena - 2001

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