miércoles, 5 de mayo de 2010

La lavanderia

Desde la sala de estar del asilo, Ramón vio a Doris entrar a la lavandería al final del pasillo. Sus ojos se iluminaron y decidió partir tras ella. Manteniendo un precario equilibrio con la ayuda de un rústico bastón de caña, su andar contrastaba con la agilidad de otra época para mover sus octogenarios huesos. Un silbido con cada respirar acompañaba el roce de las zapatillas con la baldosa.

Ramón Antonio González Vidal había llegado al albergue hacía muchos años pero aún conservaba la picardía del hombre de campo; esa misma agudeza que en su juventud le permitió escapar de las autoridades de inmigración; otros ilegales no llegaron muy lejos de la frontera en busca de una mejor vida. Ese mismo afán afloraba ahora ante una nueva oportunidad de sentir la sangre en las sienes.

Nadie notaría su ausencia. En la sala estaban los conocidos de siempre. Ramón había visto pasar a muchos huéspedes por aquel ancianato; algunos como él, eran simplemente viejos; otros, con una edad mental de regreso a la infancia o bien sus rostros delataban la ausencia de alma ó incluso conciencia de la vida misma. Todos ellos, indigentes, ignorados o abandonados, intentaban llenar sus vidas con alguna actividad de salón bajo la atenta mirada de enfermeras y voluntarias.

Ahí a la izquierda estaba Rebeca, esa mujer obesa de edad media, cara redonda, labios gruesos y pelo ensortijado que en momentos de tranquilidad podía mantener la más interesante de las conversaciones para de pronto emocionarse hasta las lagrimas con la visita de algún extraño. Su pasado de tabernera le había dado esa naturalidad para tratar con todo tipo de personas y manejar cualquier situación excepto la suya propia. Muchos recordaban la primera vez, cuando frente a un grupo de estudiantes de sicología, había caminado hacia ellos con voz seductora al tiempo que se despojaba de sus prendas, una por una; las enfermeras ya no corrían en defensa del pudor o del buen gusto y solo la apartaban en medio de sus insinuantes y eróticos llamados.

Ramón siguió su curso con la vista baja y ocasionalmente oteaba la puerta de la lavandería.

Pasó detrás de Ricardo, un joven de aspecto viril y contextura física agraciada que miraba por la ventana. Difícil saber en qué estado lo dejó una sobredosis de insulina. Su mirar ausente vagaba lejos, sin voz. A juzgar por sus ropas y escasos efectos personales, existía alguna preocupación a la distancia que intentaba compensar con dinero la falta de cariño en escena.

Unos pasos adelante estaba Manuel, ese enfermero moreno, grande y robusto que normalmente acompañaba a Ramón al hospital en el centro de la ciudad. Era el penúltimo espacio antes de llegar a la puerta de la lavandería. El moreno lo saluda con un gesto de cabeza y vuelve a atender a Gladys, una mujer madura sentada en su silla de ruedas masticando con ruido y descoordinación una barra de granola.

Ramón levanta la vista y su corazón se acelera al ver que está llegando a la meta. Abre la puerta de la lavandería y la silueta de Doris lo encandila a contraluz. Aun así, puede apreciar las hermosas líneas de su figura, el movimiento constante de cabeza y sus dedos aferrados a una muñeca de trapo; imposible negar la belleza de estas facciones enmarcadas por amplias ondas de cabello color trigo y miel. Su boca y bien formados labios debajo de una nariz respingada, solo atinan a balbucear sonidos que la muñeca ha escuchado mil veces.

A un costado de la sala, una hilera de máquinas rodeadas por carritos repletos de ropa de cama y de vestir; la atmosfera esta impregnada del olor a desinfectante acometiendo contra la incontinencia estampada en las sabanas. Un poco mas allá, un gran canasto para el lavado de almohadas. Doris se detiene buscando donde dejar la imaginaria ropa de su muñeca y su mirada desvaría de lado a lado. Ramón, ahora detrás de ella, apoya con determinación una mano en su cadera. Doris gira y encuentra el rostro de su eterno galán demasiado cerca para evitar un apasionado beso. Ella corresponde y por un momento permanece inerte, toda vez sus erráticos movimientos desaparecen; al rato, aclarándose la garganta suspira con tranquilidad.

- Querido, ¿qué te parece si dejamos a los niños con mi madre y vamos a ver esa película que hablábamos anoche?

Dejando caer el bastón, Ramón posa sobre ella la otra mano mientras la primera sube por la espalda; el tiempo parece detenerse.

- ¡Ramón, otra vez de cacería…, viejo picaflor!; ¡vamos, deja a Doris tranquila! – sonó la voz gruesa del moreno Manuel a sus espaldas.

Pero ella ya no estaba ahí. Un hilo de saliva asomaba en la comisura de su boca mientras su cabeza volvía a oscilar murmurando palabras que solo su muñeca de trapo comprendía.


Faustino Gonzalez - 2001

No hay comentarios:

Publicar un comentario