miércoles, 5 de mayo de 2010

La estacion

Las cuadrillas de obras civiles ya habían devuelto la tierra al surco ahora albergando un ducto de plástico en cuyo interior dormitaba un cable de fibra óptica. Un largo tapete de concreto sellaba la superficie y pequeñas lápidas a ras de suelo marcaban el acceso a una casa, una escuela, una iglesia ó un edificio en la extensa lista de clientes de FibraCom. El tum tum había dado paso al telégrafo y ahora la delgada fibra estaba desplazando a los gruesos cables de cobre. Las subterráneas hebras de silicio serpenteaban calles y ciudades conectando países y continentes a través de océanos y montañas; la insaciable necesidad de escuchar una voz remota y ver urbi et orbi sus miserias de guerra, angustias de inundaciones, violencia terrorista y alegrías de carnaval, aseguraba el éxito de tal empresa.

A Francisco Escobar, técnico electro-óptico de FibraCom, le faltaban sólo tres casas para terminar con su trabajo del día. El barrio resultaba familiar mientras buscaba la dirección exacta de aquella residencia cuyas pruebas de empalme, según la agenda de su supervisor, estaban aún pendientes por ausencia de moradores. La fachada detrás de la reja de fierro era la misma que en otra época había alojado a los Molina por largos años y cuyo parrón de entrada testimonió tantos partidos de ping pong entre los amigos del barrio. Tocó el timbre y esperó. No había señales de vida. Miró impacientemente más allá de la vid desnuda, hacia el fondo del patio, en busca de algún movimiento en respuesta a su llamado. Nada. Las persianas desvencijadas impedían el paso de luz al interior de las ventanas y el jardín acusaba un indefinible estado botánico.

Tímidamente, sus dedos se deslizaron por los eslabones de la cadena hasta encontrar un gran candado semi-abierto. Con la seguridad de movimientos que dan haberlo hecho decenas de veces durante la adolescencia, Francisco giró el candado con una mano apartando el último eslabón de la cadena mientras con la otra mano tiraba del cerrojo y abría la puerta. Llamó nuevamente a viva voz al tiempo que se dirigía a la puerta principal. Nadie respondió. Empujó suavemente la mampara
entreabierta intentando otear en las sombras y ahí estaba, la conexión en el zócalo del vestíbulo.

- ¡Hola!..., ¿hay alguien aquí?-, preguntó una vez más alzando la voz. Giró la cabeza para captar mejor algún ruido desde el interior pero solo escuchó su respirar; un lejano ladrido de quiltro callejero interrumpe la espera. Decide probar la conexión de fibra y volver más tarde por la firma de algún morador. Con un mecánico movimiento del hombro, desmonta la mochila con el equipo de pruebas, ajusta unos botones sobre el panel de control y conecta un cable desde el equipo a la conexión en el zócalo. El visor del instrumento se ilumina lentamente mientras aparecen unos números en el borde del panel.

La pantalla se ilumina, Francisco ajusta un par de perillas y la imagen da la sensación de avanzar por un tubo estriado. Francisco ajusta la frecuencia del barrido y la percepción de movimiento aumenta proporcionalmente. Adelante a la derecha se divisa una apertura y con el cursor decide proseguir esa ruta. Un corto trecho y la imagen se detiene al tiempo que reconoce el interior de la casa que él visitara esa misma tarde de verano. Con otro movimiento de cursor regresa al túnel principal y prosigue hasta la siguiente desviación con el leve presentimiento de haber estado antes en esta casa habitación. Una sombra cruza su campo visual y al alejarse reconoce a un antiguo amigo de barrio de sus años de adolescencia; un poco más atrás reconoce a su hermana en uniforme escolar y a la tía Rosa que tantas tardes lo dejó a tomar onces junto a su amigo después de la pichanga a la llegada del colegio. Otra figura familiar se divisa al fondo, al borde del campo visual, pero no puede reconocerla. Francisco intenta ajustar la posición horizontal y la imagen vuelve a enfocar el tubo iluminado y avanza con creciente velocidad.

Ignorando las repetidas desviaciones en su ruta principal, Francisco llega a una intersección de múltiples grutas y decide por la segunda de la izquierda. Las cavernas pasan rápidamente por los costados del visor. Otro ajuste y a la izquierda aparece una asoleada terraza con un quitasol y varias sillas de reposo frente al mar. La vista desde la terraza es magnífica y la afable imagen masculina de un hombre joven rodeando con sus fuertes y velludos brazos a un niño de agradables facciones en sus rodillas mientras lee ociosamente una revista de caricaturas lo desconcierta. Una mujer de mirada dulce, hermosa, de sonrisa cálida y cabellos rubios al viento le lanza besitos desde su silla al borde de la sombra. La inolvidable mirada de ojos color cielo lo sostiene y lo protege de las ráfagas de viento. Francisco acerca la mano queriendo fijar su posición pero solo consigue regresar a la ruta principal.

Túneles y grutas, cavernas y boquerones se alternan en un interminable desfile de laberínticos recovecos hasta desembocar en una vetusta construcción de ferrocarril rural. El sol de tarde alumbra un descolorido letrero que a la altura del entrepiso anuncia "Estación Quillota - Ramal Calera". En el andén, se recorta la silueta de una espigada joven campesina de cabellos negros aferrada a su bebé; tiene escrita la acongojada expresión de quien pronto debe dejarlo ir y para siempre. Su ojos almendrados, aún hinchados por el llanto reprimido, están resecos por la angustia de noches sin dormir. Atrás quedó exhausta la insoportable sensación de culpa. El paladar seco y la lengua inerte modulan palabras mudas en un rostro que habla por ella. Su bebé tendrá amor y oportunidades. Se acerca una juvenil y aprehensiva figura femenina de cabellos color miel. A un costado del andén, un adulto joven espera al volante de un auto. Las dos mujeres cruzan miradas de fertilidad y frustración, resignación e inseguridad, pasión y amor. La mujer de ojos color cielo llora de alegría, mientras acoge su preciosa carga y una nueva vida empieza para ella. Aparta cuidadosamente la manta que cubre la bien formada cabeza del bebé y ahí están, esos vivaces ojos almendrados brillando debajo de la corta pelusa de cabello castaño.

- ¡Que gusto verte por aquí!-, exclama una suave y cálida voz de mujer que congela y paraliza a Francisco, -¡Tal parece que fueran años que no te veía; ¡es bueno que te acuerdes de los tuyos de cuando en cuando, ¿no?-, agrega la mujer de mirada dulce y ojos almendrados con una maternal sonrisa.

Faustino Gonzalez - 2001

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