martes, 20 de abril de 2010

El primer tren - Parte VIII


La inauguración

Cercano a la fecha establecida para el viaje inaugural, William Wheelwright comenzó a pensar en la enorme lista de invitados que presumía debían concurrir a tan magno evento. Pensó de inmediato en el presidente de la república, don Manuel Montt, su ministro Manuel Varas, el ex ministro Manuel Camilo Vial que habían apoyado la obra desde un principio, defendiendo este último en el congreso el proyecto concebido por el ingeniero porteño Juan Maout. Pensó en José Urmeneta, diputado por la zona, José Joaquín Vallejo elegido por Freirina y Huasco, las más altas autoridades eclesiásticas, en los embajadores de los países vecinos y en toda la sociedad de la época. Pensó en su papel de anfitrión de lo más rancio de la aristocracia nacional, que venidos de todas partes del país llegarían a la novedad que representaría el viajar en el ferrocarril. Le pareció ver la locomotora engalanada, entrando a la ciudad en medio de aplausos, gritos, vítores ensordecedores, que apenas podrían dejar escuchar la banda de la guarnición. Y allí en medio de ese gentío, de esa alameda de personas, animales, carromatos formado mucho antes de llegar a la ciudad irrumpiría el tren majestuoso, solemne, increíble...

Aquel día 25 de diciembre de 1851 debe haber sido el más jubiloso, importante e imborrable para todos los atacameños. Todo comenzó muy de madrugada.

La banda avanzó por el centro de la plaza y luego encajonó hasta quedar matemáticamente frente al convoy que engalanado con flores, guirnaldas y serpentinas concitaba la atención de la inmensa muchedumbre.

Un cerrado aplauso premió la gallardía de aquellos soldados que sólo hacía unas 72 horas habían ofrecido su vida aplacando el levantamiento insurrecto que se había levantado contra la autoridad constituida para garantizar la tranquilidad y la soberanía de su patria. Numerosos “Viva Chile” parecieron rendir tributo a la histórica hazaña de esos hombres que ahora en tenida de gala y cambiando sus armas por relucientes instrumentos daban el marco de solemnidad requerido para el acontecimiento que dentro de los próximos minutos iba a comenzar.

Desde antes que los primeros rayos del sol comenzaran a quedar atrapados en el costado del enorme maderamen del costado de la iglesia, habían comenzado a llegar los carruajes cargados de gentes y vituallas que parecían anunciar una extensa jornada de jolgorio y emociones. Los aperos relucientes de quienes concurrían a caballo o en mula creaban un ambiente en que cada cual inconscientemente parecía aportar, para hacerlo más expectante. Los niños con sus caras limpias y su pelo húmedo por el vano intento de sus madres por peinarlos primero y luego por el sudor acumulado en sus interminables juegos, a esconderse detrás de la locomotora o de los tres carros del tren.

También, antes que amaneciera, Tarjet y Goudallen, maquinista y fogonero, respectivamente, habían descendido calle abajo en dirección a la estación. Emocionados caminaban en silencio concentrados en lo que iba a ser aquella jornada. Un increíble estremecimiento les pudo haber recorrido todo su cuerpo cuando al llegar a la plaza se encontraron con el numeroso grupo de personas que desde la madrugada, o quizás desde la media noche, rodeaban el reluciente y emperifollado convoy. Tras despejar las pisaderas los dos hombres treparon hasta la cabina de la máquina y procedieron a ponerse sus overoles. Instantes después y a una orden de Tarjet, Goudallen procedió a encender el montón de paja que había dejado preparado para iniciar el fuego, al tiempo que su jefe comenzaba a limpiar con un guaipe las manillas y marcadores que acostumbraba siempre a mantener reluciente.

Instantes después, la multitud pareció de pronto detener su tráfago y suspender por un instante la algarabía. Por la calle que conducía al puerto apareció de pronto la característica figura de William Wheelwright. El norteamericano que había andado de un lugar a otro desde muy temprano, comenzó a avanzar lentamente en medio de la gente que pareció hacerle un espacio para que llegara hasta un costado del convoy. Tras los primeros pasos alguien gritó: “Viva Mr. William” y la gente respondió “Viva”. El norteamericano sonrió casi con dificultad, pero luego agradeció el saludo alzando su bastón, lo que fue premiado con un caluroso aplauso, luego de lo cual continuó su marcha hasta el lugar destinado a las autoridades. Al primero que divisó fue al Comandante Gana. Se acercó presuroso para estrecharlo en un fuerte abrazo.

- Honor al salvador de Chile – le dijo.

- Por favor, Mr. William, esas palabras son demasiado tributo para un soldado que sólo ha defendido el derecho de los ciudadanos a vivir en un estado de derecho – dijo el oficial emocionado por el reconocimiento – he traído un grupo de fusileros para unas salvas en el momento en que Ud. me indique.

En ese instante el elegante coche inglés de doña Candelaria Goyenechea de Gallo apareció lento y señorial por calle Hnos. Carrera en dirección a la plaza. Al menos una docena de niños corrían tras el vehículo cogidos por el asombro y la admiración que el distinguido carruaje les provocaba. Verse reflejados corriendo en el espejo del barniz de sus puertas caoba, era para ellos una fiesta que no se querían perder.

La expectación de los adultos al llegar a la plaza quizás fue mucho mayor. Más aún cuando bajó el cochero e hizo bajar las pisaderas metálicas para que descendiera su ocupante. La mujer avanzó atrapada por la admiración, plagada de comentarios casi en sordina de la muchedumbre. Caminó lentamente en medio de la multitud que pareció ir abriendo un camino de murmullos y comentarios a su paso. Solemne, segura, seria caminaba impertérrita bajo su elegante sombrilla. El azul oscuro del medio velo de su sombrera, le infería un aire de enigmática elegancia a la habitual dureza de su rostro. En tanto, el ampuloso armado de su traje adicionaba un considerable volumen a su ya gruesa figura. Don Diego Carvallo y don Matías Cousiño salieron a recibirla. I
intercambió un saludo afectuoso pero no por eso menos solemne con Mr. William que la esperaba junto a los aposentos destinados a las personalidades.

A las nueve de la mañana Tarjet abrió la manivela del vapor y pareció que la máquina desaparecía en medio de una enorme y densa nube blanca. La gente cercana a las válvulas saltó asustada hacia los lados temerosa de ser alcanzada por el calor. Los niños, que en general ya habían reparado antes de aquella acción que ejecutaba Tarjet, rieron burlándose del susto de sus mayores.

A las 9.30 de la mañana y tal como se había previsto el padre Callejas salió a la puerta de la iglesia y cruzó los cincuenta metros que distaban del lugar en donde se habían congregado las autoridades e invitados. Sebastián Albarracín, su leal sacristán lo seguía unos pasos más atrás con el incienso y el pocillo con agua bendita. El rostro duro del sacerdote daba fe de la adhesión sólo formal que le prodigaba a la ceremonia. Se detuvo unos pasos antes de llegar al lugar en donde se le esperaba, un poco para solemnizar su incorporación al heterogéneo grupo de distinguidos personajes que completaban las sillas ubicadas sobre la tarima destinada a su ubicación. Esperó, no sin impaciencia dos o tres segundos hasta que pudo identificar a Mr. William que venía a su encuentro.

Cerca de las diez de la mañana y cuando el lugar parecía un hervidero de gentes Gregorio Ossa Cerda, uno de los miembros de la sociedad se acercó a Mr. William para pedirle su anuencia para iniciar la ceremonia. El norteamericano extendió su vista a través de lo que las gentes le permitían y luego le respondió que ya podría comenzar.

- Atención – dijo Don Gregorio Ossa alzando su brazo derecho para concitar la atención de la muchedumbre – atención señores, que vamos a iniciar la ceremonia.

El inmenso vozarrón del conocido hombre de negocios pareció hacer enmudecer a la multitud.

- En nombre de la Empresa Camino del Ferrocarril Caldera a Copiapó deseo comunicar a toda esta sufrida región que con gran esfuerzo y mucho patriotismo queremos poner a disposición de todo Atacama y de todo el país este nuevo y moderno medio de transporte tanto de personas como de carga.

- Ha sido la increíble visión y el encomiable empeño de un hombre de otras tierras lo que nos ha traído este prodigio futurista. Aprovecho este instante para rendirle el más sincero homenaje a Mr. William Wheelwrigth, cerebro y prodigio de esta obra que hoy nos llena a todos de orgullo y emoción.

Una inmensa ovación pareció brotar de cada rincón de la enorme planicie. Una ovación entusiasta, fuerte y sostenida que daba cuenta del estado de exaltación general de aquel gentio.

El norteamericano pareció estremecerse en su sillón. Conmovido y profundamente emocionado se levantó de su asiento alzando ambas manos.

La multitud pareció enardecerse aún más con aquel gesto, subiendo el volumen de los aplausos.

Sólo luego de unos minutos Ossa pudo continuar.

- Señores, hoy salimos al encuentro del futuro; en este carruaje de fuego, sobre estas ruedas de acero y sobre estos rieles eternos, Chile podrá viajar a partir de hoy en busca de su destino.

Un par de metros tras el podio de Ossa, doña Candelaria Goyenechea de Gallo buscó en la carterita, que colgaba de su brazo derecho, un pequeño pañuelo de encaje con que secó una solitaria lágrima que emergía de sus ojos.

Dios quiera que este tren traiga progreso, adelantos, riqueza y bienestar. ¡Viva Chile!.



Conclusión

Ante el particular panorama político, económico y social que afectaba a la región de Atacama a mediados del siglo XIX, la aparición del tren resultó ser un elemento que vino a cambiar substancialmente la vida en la región. Por su parte, el periodismo, representado en aquel entonces por la figura del más importante de los escritores costumbristas nacionales fue el factor determinante para que tales hechos se produjeran.

José Joaquín Vallejo a través de El Copiapino, logró percudir a los atacameños que el tren no era un medio de transporte sino el vehículo que conectaría la región con el mundo.

En los hechos, la conexión por mar a través del puerto de Caldera permitió el despegue definitivo de una región cuya riqueza redundó no sólo el desarrollo local sino fue por años uno de los soportes del presupuesto de la nación.

Fin Parte VIII.

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