jueves, 17 de diciembre de 2009

La carreta


Antes del mediodía, al trote lento de un paciente caballo, iba una carreta. Se dirigía hacia la montaña, por un callejón flanqueado por zarzamoras y sauces. Perros bravíos salían desde los desvencijados portones de las casas de adobe, a defender lo que ellos estimaban, eran sus territorios.

La cansada carreta, estaba cargada con atados de cebollas y zanahorias, los mismos que, antes de la madrugada, llevaba en dirección contraria, hacia “La Vega”, lugar en que debían ser rematados.

En la cara del campesino que conducía se podía percibir que el costoso cargamento, por alguna razón, no había sido vendido.

Al costado de las zarzamoras, parado junto a una acequia que salía del maizal del tío “Cheo”, le saludó levantando la mano, su alto y delgado vecino, don Ibán, de dignidad española como su nombre, personalidad rioplatense y picardía criolla. Descendiente directo del distinguido señor que le dio el nombre a la polvorienta y a veces gredosa calle “José Arrieta”. El campesino, apurando al rocín, le devolvió el saludo con un gesto leve, intentando evitar que este inquisidor caballero adivinara su tristeza y el motivo por el cual regresaba a casa con la carga.

Al llegar a la calle “Tobalaba” observó el aparentemente quieto canal San Carlos.

“¡So! ¡So!”. El campesino detuvo su caballo ante unos niños, se apeó y les entregó algunos atados de zanahorias. Lo que pudieran llevar.

Desde la orilla del canal miró alrededor de algunos minutos, por si se acercaba alguien más. Luego, con decididos movimientos, botó al agua lo que aún quedaba en la carreta, incluyendo unas pocas lechugas.

Meditabundo, parecía que en el líquido turbio por los sedimentos, sumergía además sus penas y frustraciones. Finalmente, dio un hondo suspiro. Sus únicos testigos fueron la cordillera, que aún lucía los bordados blancos que le dejó el invierno, y el sol, que le castigó bastante el esfuerzo.

Aliviado, volvió a su carreta, apuró con las riendas y chasquidos al leal jaco y se dirigió a su casa de adobe pintada con cal, de tejas envejecidas, de largos parrones.

Al llegar, el perro saltaba, ladraba, movía la cola. Molestaba con insistentes ladridos al caballo. Se entendía que eran alegres saludos.

Su esposa, doña María, frente a una artesa, miró por el rabillo del ojo la carreta vacía y, con una casi imperceptible sonrisa siguió lavando, pues el almuerzo ya estaba preparado. Ella se sentía orgullosa, porque el “Mota” siempre había vendido toda su cosecha.


Oscar Concha Mena
2009

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