martes, 29 de diciembre de 2009

El Benji


Parecía que podría haber pasado una hora, un día, o quizás una semana. Pero Pedro sabía muy bien que eran sólo unos minutos, sin embargo, aún seguía sin reaccionar. Y frente a él, ese maldito Andrés Zañartu, el joven y amanerado ingeniero comercial de la empresa, que le acababa de explicar aquello de las razones de buen funcionamiento de la reestructuración, de las nuevas exigencias del mercado, de la lucha con la competencia...

- ¿Y tú que hiciste?, ¿no lo golpeaste? - pensaba en ese instante, que le diría su mujer.

Pero él seguía ahí sentado delante del escritorio de aquel gusano, que ya una vez se había dado el gusto de llamarle la atención delante de todos los de la oficina.

Era cierto si, que había adivinado lo que le iba a decir. Lo había presumido, más bien. Pero, ¿por qué quedarse tanto rato pensando en ese "no nos queda otra cosa"?. Y por qué dice, no nos queda otra cosa, él, que es un aparecido, que durante meses, le tuvo que estar explicando todo respecto a cómo funcionaba la empresa.

Entonces, fue en ese instante, que a Pedro le vino ese típico vacío mental, como él lo llamaba a ese instante en que no pensaba en lo que debía pensar, sino en la forma en que debería actuar, a sabiendas que era una persona que siempre se demoraba tanto en reaccionar.

Y allí estaba, mirando a su verdugo, pero pensando en positivo, es decir pensando en lo que debería hacer, sin perder el tiempo en reaccionar. Pero tampoco su mente le servía en ese instante para saber lo que tenía que hacer, pues seguía ocupada en determinar cuál tendría que ser su reacción.

Y los minutos pasaban y el imbécil de Zañartu seguía observándolo con esa cara que pretendía ser neutral, con esa sonrisa arcaica de pariente de difunto, con ese rostro ingenuo como diciendo, perdón, perdón... interminablemente. O quizás pensando en que a él le podría venir un ataque al corazón o quizás que cosa.

Tal vez por eso mismo fue que se preocupó tanto cuando Pedro salió a la terraza para tomar aire; debió haber pensado que se iba a lanzar al vacío. Tan ocupado estaba que después de un rato se le acercó y le dijo:

- Entonces don Pedro, le voy a extender su cheque con la indemnización correspondiente...

Sólo en ese instante, cuando el joven ejecutivo se paró frente a la antigua caja de fondos. Pedro lo volvió a encontrar en sus retinas. Es la misma que siempre esstuvo en mi oficina, pensó, pero que con la llegada del maldito hubo que llevarla al quinto piso en donde se había instalado la nueva gerencia.

La primera semana de desempleo, Pedro tan sólo descansó. No hizo nada, absolutamente nada. Sin embargo, para su mujer lo verdaderamente sorprendente fue aquello de la insistencia con que buscara un lugar en donde pudiese practicar benji.

-¿Cómo es posible Pedro?, a tu edad, en vez de buscar algún trabajo.

- No hay trabajo mujer; por la crisis, por mi edad, porque no hay en que, y sencillamente porque no voy a trabajar nunca más - solía decir y se iba hacia aquellos galpones industriales vacíos en donde un grupo de "locos" solía practicar el salto al vacío amarrados tan sólo de un elástico. Allí conoció a Daniel, ese disparatado joven que a los 26 años decía haber pasado por todas y para el cual la vida no era más que un permanente desafío.

Cuando Pedro cumplió un mes de cesantía pensó que ya estaba listo pues sus saltos tenían toda la precisión requerida. Entonces decidió volver con aquellas inmensas cajas de cartón para retirar sus cosas de la oficina. Tal como había previsto, subió y bajó tantas veces que al final nadie pudo haber sabido si estaba dentro y fuera del edificio. Entonces, se escondió en el closet de su antigua oficina y estuvo allí hasta muy entrada la noche.

Esperó pacientemente, hasta que escuchó al guardia nocturno alejarse por el pasillo para bajar a continuar durmiendo junto a las calderas del subterráneo, y luego subió al quinto piso. Buscó la copia de llave que siempre había conservado de la oficina de gerencia, se calzó un par de guantes de goma que sacó de uno de sus bolsillos y abrió la puerta hasta atrás. Enseguida se acercó a la caja de seguridad y la empujó con todas sus fuerzas. Un largo suspiro lanzó cuando comprobó que era capaz de moverla.

Lentamente, casi sin apuro, comenzó a desplazar la inmensa caja hasta sacarla de la oficina. Luego la siguió arrastrándola por la terraza hasta dejarla casi junto a la baranda. Desde allí asomó su cabeza al vacío para examinar el oscuro callejón de tierra que daba a la parte trasera del edificio. Luego lanzó una cuerda para medir la distancia hasta el suelo.

Esperó unos minutos para recuperar el aliento y luego se agachó, cogió la caja por su base y con un esfuerzo increíble la lanzó al vacío.

Un golpe seco y profundo rompió por un instante el oscuro silencio de la media noche.

Luego corrió a tomar uno de los extremos del elástico que había traído en las cajas de cartón, amarrando con él sus piernas. El otro extremo lo fijó en aquella viga sobresaliente que daba hacia el callejón. Sólo cuando estuvo seguro que no se iba a soltar se fue equilibrando sobre la inmensa barra hasta su extremo y tras una breve pausa desapareció en el vacío de la noche.

Sólo cuando su cuerpo casi inerte se estabilizó en el aire, Daniel acercó su camioneta para que su amigo hiciera pie y pudiera desprenderse del elástico. Luego ambos instalaron la preciosa carga en la parte trasera del vehículo y se perdieron en la oscura noche, que pareció ser una madre que los acogía bajo su manto.


Armando Aravena Arellano
2000

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