jueves, 17 de diciembre de 2009

Charrones


La mañana estaba tranquila, todos corrían y se afanaban en sus respectivas tareas. La abuela picaba unas verduras con el temible cuchillo de acero alemán que preparaban los hombres especialmente para carnear. Varias limas, una piedra, tres o cuatro enormes cuchillos, un agujero en la tierra justo debajo del mesón del sacrificio, para recibir la sangre y algunos otros implementos formaban parte del ritual que les mantenía muy ocupados por largo rato, hasta que finalmente todo estaba en orden.

El enorme cerdo permanecía en un rincón, sobre el banquillo de los sacrificios, con las cuatro patas atadas al centro como un ovillo y tratando de respirar a pesar del ajustado bozal de coyundas, que le mantenía las mandíbulas presionadas firmemente para evitar que sus guarridos alteraran la delicada salud de la abuela. Mientras tanto, los hombres preparaban el fogón y se pasaban el mate de uno en uno para succionar su contenido, hasta extraer el alma de la pequeña vasija de calabaza. Era un animal extremadamente grande y a pesar de la posición de dominado en la que se encontraba, no parecía resignarse a permanecer atado y menos a soportar esa sentencia de muerte.

La niña se acercó lentamente y quedó paralizada por un par de segundos, viendo la dificultosa respiración del cerdo que trataba de zafarse, dando fuertes tirones con sus patas atadas, mientras emitía unos profundos resoplidos que emergían de una contracción de su estómago. Cogió una pequeña rama de ciruelo y se acercó aún más hasta quedar atrapada en el ruego de los ojos del animal. No lo pensó dos veces, se acercó aún más y hundió la delgada ramita en la gorda panza resollante del chancho, que rebudió y se revolcó hasta caer del encatrado.

Era una niña de unos ocho años, demasiado pequeña para su edad, con largas y enmarañadas trenzas en las que un Chercán bien podría hacer su nido por equivocación. Sus ojos enormes y negros como uva reflejaban el miedo permanente debido a los severos castigos que le propinaba su abuela por la más mínima falta, cuyo propósito correctivo debía aminorar los efectos en su alma y curar más rápido las enormes marcas en sus nalgas.

El cerdo así atado de patas, retorciéndose en el suelo y dando brutales gruñidos que podían oírse a kilómetros, despertaron la ira de la abuela quien se acercó rebenque en mano para aplicar su feroz correctivo. La Panchita se retorció de dolor y suplicó – Ya no lo haré nunca más, abuela por favor, ya no lo haré más!! El dolor y la angustia de la golpiza, provocaron una gran fiebre que le impidió levantarse de su cama por el resto del día. No volvió a comer y no pudo salir a ver la luz del sol, permaneciendo bajo las frazadas y la cobija de plumas.

Era época de verano y los no menos de treinta grados de temperatura en conjunto con la elevada humedad del ambiente durante el día, sumado a las gélidas noches, provocaban mareos y sofocos a la asmática abuela, que amenazaba permanentemente a sus hijos con morir de un ataque cardiaco cada vez que las cosas no salían a su entero parecer. –¡!Me muero- me muero!! -¡Si ustedes me quieren matar!!- Chillaba permanentemente para mantener la atención hasta en sus más mínimos caprichos. Nadie siquiera se atrevió a preguntar por la niña después que ella le propinó aquellos cinco rebencazos, cuyas huellas visibles podían contarse sin dificultad en la pequeña espalda. Seguramente cuando sintiera hambre saldría de su escondite para comerse todo lo que encontrara a su paso, sin dar la menor señal de recordar lo acontecido y todo el mundo comenzaría nuevamente a soportar sus maldades.

Desde que llegó a vivir con su abuela, el mundo parecía haberse detenido para ella. Le costaba mucho comunicarse, casi había dejado de hablar y hasta había olvidado el nombre de cada cosa, de modo que su lenguaje se reducía sólo a unas pocas palabras. Comenzó a orinarse en la cama y por temor al castigo prefería permanecer muy quieta en el mismo lugar para que la orina no se enfriara y se hiciera menos desagradable permanecer recostada sobre la dura payasa de paja mojada, hasta que llegara la hora de levantarse.

Había transcurrido una buena parte del día y su estómago comenzó a rugir fuertemente por el hambre, mientras permanecía bajo esa humedad putrefacta e hirviente de sus cobijas, respirando con mucha dificultad. Habría podido levantar un poco las frazadas para dejar entrar el aire fresco, pero la enorme angustia que atragantaba su pecho y el dolor de las heridas producidas por el rebenque de la abuela, le impedían tener fuerzas para hacerlo, obligándola a permanecer boca abajo, en esa cueva con olor a sangre y fetidez de pichí.

Sin darse cuenta, comenzó a respirar más lento y en la medida que el calor aumentaba, la entrada de aire a sus pulmones se hacía más acompasada y su necesidad de oxígeno se iba tornando menos urgente. Comenzó a respirar a intervalos, lo que permitía su estadía allí, mientras las horas pasaban y su cuerpo afiebrado, sin alimento ni agua, perdía las fuerzas por completo.

Parecía que había transcurrido mucho tiempo; el mal olor y la falta de aire estaban disminuyendo el dolor y ya casi no sentía su cuerpo recostado siempre en la misma posición. Aún podía percibir a la distancia los pasos de la abuela dando vueltas por la cocina sin percatarse de lo que ocurría. Jamás se había preocupado demasiado de Francisca excepto para propinarle severos castigos, pero en general, la niña no se aparecía por la casa durante el día por lo que su abuela casi nunca notaba su ausencia.

Trató de acomodarse lo mejor que pudo, pero estaba tan afiebrada y cansada que no podía moverse y su pequeña mente comenzó a desvariar. Soñó que tenía unas enormes alas azules como el cielo de la montaña y su cuerpo era tan transparente como el agua. Voló directo a la orilla de un río y juntó sus dos manos formando una tacita para retener agua y beber. Bebió a grandes sorbos mientras observaba embelesada que a través de su cuerpo transparente podía ver como el agua corría desde su esófago hasta su estómago y hasta podía distinguir como algunas gotitas se dispersaban a lo largo de sus brazos y piernas e iban refrescándole lentamente. Continuó bebiendo por largo tiempo, pero la sed nunca cedía y cada vez necesitaba más agua para evitar que los rayos del sol quemaran su piel y sus delicadas y resecas alas ardieran como maleza seca. Observó que había muchos como ella en la orilla del río y todos trataban de refrescarse lo más rápido que les fuera posible para evitar la combustión de sus delicados cuerpos. A la distancia podía ver a alguien que no logró mantenerse fresco y se desvanecía lentamente, envuelto en una llama azul profundo como el color de sus alas.

Había bebido tanta agua que sentía su barriga cada vez más hinchada hasta que comenzó a inflarse como un globo transparente. Todo su interior estaba desapareciendo lentamente en la medida que su cuerpo se inflaba. Sintió el dolor de su cuerpo estirado, pero no podía dejar de beber, por lo que decidió lanzarse a las aguas del río. Durante la caída pudo ver los rostros aterrados de los que permanecían en la orilla. Sus dedos transparentes y sus piernas desaparecieron al sólo contacto con el agua cristalina, mientras su panza inflada permanecía flotando y dando tumbos con la corriente del río. Debía preocuparse especialmente de sus alas, para poder volar y de mantener la cabeza fuera del agua para no desaparecer, pero estaba demasiado cansada.

Se sintió perdida en la medida en que la corriente arrastraba la diáfana bola de su cuerpo río abajo. Observó los rostros desesperados de los otros seres que se encontraban a la orilla, tratando de alcanzar su mano para sacarla del agua, pero era imposible por la rapidez con que se deslizaba. Pensó que sería mejor morir ahora, porque su abuela le daría una gran paliza nuevamente si descubría que había mojado su ropa.

Francisca permitió que la corriente del río continuara en su tarea de arrastrar su cuerpo inflado y comenzó a sentir un agradable placer. Era como una hoja de otoño que cae al agua fría y se deja llevar suavemente, con la libertad cristalina y la prisa relajada del agua que sigue su caudal sin inmutarse. Sintió la imperiosa necesidad de orinar, pero era imposible; cualquier movimiento podía provocar que su cuerpo redondo girara y girara sin parar hasta ahogarla. Intentó asirse de una mata de junquillos que había logrado sobresalir desde el fondo del río, pero fue inútil y aquella terrible sensación de escalofríos por su vejiga repleta de orina estaba torturándola, sin lograr que el líquido fluyera de su interior. Estaba demasiado extenuada y aún así volvió a intentarlo, logrando que las primeras gotas comenzaran a salir y se mezclaran con el agua dejando una estela de color amarillo tras de sí. Una agradable sensación de relax inundó su adolorido cuerpo, en la medida que eliminaba una gran cantidad de ese líquido tibio que se diluía lentamente, hasta que la tormentosa necesidad de orinar cesó por completo.

Despertó muy asustada. - ¡Ahh, era un sueño! - pensó. El espacio caliente y hostil bajo las frazadas de su cama era mucho más difícil de soportar que esa mañana. Intentó cambiar de posición porque sus brazos estaban completamente adormecidos y casi no podía mover su cuello, pero las heridas en su espalda aún dolían y sus fuerzas se habían extinguido. Sintió su cuerpo empapado y aunque aún permanecía inmersa en el extraño mundo de su sueño, pudo darse cuenta que una vez más había mojado su cama. Trató de acomodarse, pero su cuerpo sin fuerzas no respondía, sus ojos volvieron a cerrarse y nuevamente cayó en un profundo sueño.

Comenzó a acercarse lentamente al mesón en que se encontraba el cerdo y se sintió como hipnotizada por los extraños ojos del enorme animal, que permanecía alerta a cualquiera de sus movimientos. Estaba allí indefenso ante ella, como esperando su indulto. Pensó en su abuela. En la cantidad de veces que ella misma se sintió como ese desgraciado chancho y suplicó con los ojos para que no la golpearan, pero no la escuchaban, prefería no gritar y jamás una lágrima. Se quedó allí con su alma y su cuerpo envueltos en la humedad transparente de esos dos enormes ojos que la miraban desde lo más profundo de su angustia de bestia atada. El mundo comenzó a girar y girar y su cuerpo estaba tan liviano que la brisa de la tarde la mecía delicadamente en el aire, dando vueltas, transportándola directamente a la oscuridad y suavidad de los enormes fluidos viscosos de los globos oculares del cerdo. Comenzó a hundirse lenta y suavemente, dejándose atrapar por la agradable sensación que la transportaba como en un pequeño velero de papel, mecido por la brisa de verano, por esa vertiente fresca y redonda que se ensanchaba para recibir su cuerpo.

La fiebre y el sueño continuaban. La Panchita trató de despertar de su letargo y se incorporó levemente para despejar su mente. De pronto descubrió las manchas negras y blancas en su piel, unos pelos cortos y suaves cubrían su cuerpo y sus cuatro patas atadas en un solo nudo, mostraban su gran panza al sol, tirada sobre el banquillo del sacrificio. Giró su cabeza y ya no era la misma, todo su cuerpo había cambiado y sentía un dolor agudo en las muñecas, producto de las amarras, intentó zafarse, pero era imposible. Siguió los pasos lentos de la abuela desde su incómoda posición y nada en lo inmediato parecía haber cambiado. La anciana continuaba picando las cebollas y el ajo para adobar las longanizas, y preparaba los aliños necesarios para el jamón, según la receta tradicional de la familia. El cuchillo carnicero recién afilado permanecía clavado en el tronco del ciruelo listo para cumplir su tarea, una gran olla de hierro parada en unas diminutas patas como tetillas de vaca, calentando el agua y los hombres aún bebían grandes sorbos de mate cerca del fogón, que de tanto en tanto daba destellos de llama de color naranja profundo.

Cerró los ojos con fuerza y decidió no ver tales preparativos.

De pronto la abuela recordó que hacía muchas horas que no veía a la Mocosa, después del severo castigo que ella misma le había propinado. Preguntó a sus hijos, pero ellos nunca estuvieron menos interesados por alguien, de modo que ni siquiera sabían que la Panchita no había estado en la casa por algún tiempo. Se sentó y comenzó a hurgar en su mente para recordar la última vez que vio a la niña, pero sólo podía recordar el castigo. Miró desde la entrada del pequeño cobertizo oscuro en el que la niña dormía y al que jamás volvió a entrar, desde que vio una enorme ratona escurriéndose por entre los rincones. Se paraba frente a la puerta y de allí gritaba –Pancha!!- Ven a comer!!. Sólo que esta vez llamó varias veces y nadie respondió. –¡Habrá salido a patiperrear como siempre!. Pensó.

Eran como las cuatro de la tarde y el cerdo había permanecido atado suficiente tiempo como para que estuviera calmado y la sangre fluyera con mayor facilidad, requisito indispensable para que la carne quedara blanda y tierna. La abuela y sus hijos comenzaron la faena sin perder el tiempo antes que anocheciera y ya no hubiera suficiente luz de día para preparar el "Chau-Chau", como le llamaban a un cocimiento de trozos de pana, hígado y algunas menudencias que era la primera comida para reponer fuerzas, después de trabajar arduamente en pelar y trozar el chancho. Germán se acercó, cuchillo en mano y dispuesto a la faena, según correspondía al hijo mayor, pero algo en los ojos del animal lo paralizó por unos instantes y le hizo temblar la mano, liberando la presión sobre el cerdo que comenzó nuevamente a tratar de liberarse de las amarras. -¿Qué les pasa a Uds, cobardicas? - preguntó la anciana enfurecida, -¿No han visto nunca la cara de un chancho antes de morir, acaso?.- !Pásame el cuchillo Germán, que lo haré yo! - Y clavó el enorme cuchillo, justo en la yugular dejando un boquete por donde fluía libremente la sangre y caía directamente al agujero que había en el suelo. Los hombres forcejeaban fuertemente para impedir los últimos movimientos del enorme animal. De pronto, el cerdo dejó de moverse. Sus grandes ojos negros permanecieron muy abiertos hasta que un brusco corte abrió completamente el boquete en su cuello y terminó rasgándolo de lado a lado, permitiendo que su cabeza completa rodara justo dentro de la olla con agua caliente.

Cuando todo estuvo listo, había caído la noche y hacía un frío intenso, de modo que la abuela y sus hijos se reunieron alrededor del fogón, alumbrados por un par de chonchones a parafina que habían colgado bajo del ciruelo. Una enorme fuente con sopaipillas y los infaltables chicharrones, se freían en el fogón. La noche estaba bastante oscura y por alguna razón, la luna no apareció temprano como ocurría regularmente. - Parece que va a llover mañana! dijo la abuela. - !'tá comenzando a refrescar la noche y 'ta demasiao escura!- ¡Abríguese poh má! Indicó uno de sus hijos, mientras arropaba a su madre con ese viejo chaleco de lana de oveja que usaba todas las noches desde que tenían uso de razón y que parecía no haber sido lavado jamás desde que ella misma lo tejiera. - ¿Y 'onde 'stará la Pancha que ni siquiera viene pa' comer?- Pero tampoco sus hijos la habían visto, y en sus ojos y rostros se reflejaba la desidia que esa niña les provocaba. Recorrió el lugar si darle mayor importancia y se sentó alrededor del fogón. Muy pronto ante la vista y olor de la comida, la niña fue olvidada una vez más.

Mientras comían en silencio, una fuerte brisa pasó por la casa y remeció las ramas del ciruelo, haciendo rodar los chonchones por el piso, dejando todo a oscuras. Sólo podían distinguirse diluidas siluetas alargadas a la lumbre del fogón y los enormes ojos abiertos en la cabeza cercenada del cerdo que parecían observar desde la olla hirviente. De pronto escucharon el graznido escalofriante de un enorme pajarraco que sobrevolaba la casa, aterrorizando a la anciana y a sus dos hijos, en aquella negra noche. -¡Tue, tue, tue, tue !!- el vozneo incesante infundía tal miedo en la abuela y sus hijos que permanecían en su lugares sin atreverse a realizar el más mínimo movimiento. !Ofrécele chicharrones Germán, antes que se moleste con nosotros! - gritó la abuela tratando de escapar de la sombra de aquel atemorizante animal volador cuyo aleteo provocaba el crepitar del fogón y hacía sombra sobre la cabeza del cerdo que daba vueltas en la olla hirviendo.

!Si querí' vení' a tomar mate con no'otros!- gritó uno de los hombres, a sabiendas que el diabólico pajarraco nocturno tenía una especial predilección por este brebaje a orillas del fogón. Tue, Tue, Tue, volvió a graznar nuevamente y se alejó, dejando a la anciana y sus hijos sumidos en el más profundo terror. Aunque nadie había podido ver jamás a esta tétrica criatura, todos en el pueblo conocían la historia del brujo de la montaña que hacía crecer sus alas durante la noche, para sobre-volar las casas dejando tras de sí una estela de desgracias y problemas. El castigo podía tal vez ser mucho peor, si se le demostraba que no era bienvenido. El miedo se apoderó de la familia, por unos instantes, mientras esperaban que el brujo apareciera aceptando la invitación a tomar mate. La abuela comenzó a rezar y a ofrecer todo tipo de sacrificios a Dios, incluyendo el preocuparse de la Pancha, pero nada pasó y finalmente cansados, los hijos se retiraron a dormir, mientras la abuela permaneció sentada cerca del fogón hasta dormirse profundamente.

Cuando la Panchita despertó, ya había transcurrido una buena parte de la noche y hacía mucho frío. Las cobijas de su cama estaban menos calientes, pero era casi imposible respirar por más tiempo en ese letífero cochitril. Las heridas provocadas por el rebenque de su abuela, ya no dolían tanto, pero la fiebre continuaba atacando su pequeño cuerpo.

Se estremeció de frío, aunque su hambre pesó mucho más y decidió levantarse e ir a la cocina a ver si había algo para comer. Los preparativos para la muerte del chancho le recordaron unos deliciosos y jugosos trozos de carne o algunos chicharrones, que seguramente estarían esperando por ella en la olla de hierro sobre el casi apagado fogón. De seguro a esa hora estarían todos dormidos y podría obtener un poco de comida. Trató a tientas de encontrar su ropa pero fue imposible, de modo que sólo envolvió su cuerpo de cabeza a pies con el viejo chamanto negro que le servía de cubrecamas y comenzó a caminar con mucho cuidado para no hacer ruido. Se deslizó a hurtadillas por el patio siguiendo el destello de las brasas encendidas en el fogón. Casi no era posible distinguir su esmirriado cuerpo envuelto en ese extraño ropaje negro. La noche estaba demasiado oscura y la luna parecía haber decidido permanecer dormida, dejando que el frío de la escarcha nocturna congelaran la respiración de la niña, convirtiéndola en un enorme halo de vapor que fluía como un volcán a través del deforme orificio que había dejado en el chamanto, frente a sus ojos y nariz, para poder respirar y ver por donde caminaba.

Definitivamente no esperaba ni quería encontrarse con nadie a esa hora. Era preferible que no la vieran porque tenía mucho miedo a tener que soportar que las enormes manos rojizas de su abuela, la golpearan nuevamente. Sin embargo, en ese momento, sólo pensaba en comer y la oscuridad de la noche parecía ser su mejor aliada. Se acercó sigilosamente hacia la olla que se encontraba a la orilla del fogón. Entre la penumbra, vislumbró el enorme cuerpo de su abuela, desparramado sobre una silla, durmiendo profundamente, abrigada con su grueso y sucio chaleco de lana de oveja de color pardo que parecía endurecido en la manga por la gran cantidad de grasa de cerdo adherida. Su cuerpo se paralizó por el miedo, pero se sobrepuso de inmediato y con una voz muy profunda dijo - "!qu’edo 'charrones!" -

Un escalofríos de terror se apoderó de la anciana al despertar bruscamente y encontrarse con esa extraña figura parada en frente de sí. El chamanto negro, el frío húmedo de la noche y la condensada respiración de la Panchita, fluyendo como un pequeño volcán desde su boca, conformaban la temible visión del Brujo que venía a aceptar la invitación al mate, lanzada al aire por uno de sus hijos y su corazón esta vez, de verdad, no pudo soportar la impresión.

Tue- Tue Tue, una gran nube negra cubrió nuevamente el cielo y la sombra de las alas abiertas del animal dibujaban extrañas figuras que se reflejaban en todo el patio de la casa, mientras el viento avivaba las brasas del fogón que chisporroteaban en todas direcciones.

La niña miró hacia el cielo y trató de enfocar sus ojos en la oscuridad, encontrándose de frente con los negros y brillantes ojos de esa enorme ave que sobrevolaba el techo de la casa. Un escalofríos de pavor estremeció su pequeño y adolorido cuerpo y corrió a esconderse lo más rápido que pudo, pisoteando y enredándose en las largas esquinas del chamanto que la cubría.

Mientras tanto, un grito ahogado de terror salía de la boca entreabierta de la anciana, cuyo corazón no pudo resistir el impacto de la temible visión del brujo, parado allí justo frente a ella y se desplomó violentamente al piso, hundiendo su gigante y rojiza mano en las brasas aún calientes del fogón, las que inmediatamente hicieron combustión ayudadas por el viento y el grueso puño sucio de su chaleco de lana del que emergían grandes llamaradas.

La Panchita permaneció toda la noche bajo las frazadas, sin poder dormir por el hambre y el miedo, mientras el canto de esa extraña ave resonaba en sus oídos tue, tue tue tue, y percibía en el aire un delicioso olor a chicharrones...


Josefa Nahuelpán
2009

No hay comentarios:

Publicar un comentario