martes, 17 de noviembre de 2009

Lily


Lily era una niña de trece años. Hermosa, dulce y suave. Su cabello negro lo llevaba recogido en una gruesa trenza y sus ojos negros irradiaban la luz que iluminaba su rostro, moreno por el sol de Vallenar, su ciudad natal.

Llegó acompañada de su abuelo, un hombre mayor, a todas luces modesto. Vestía formalmente un terno viejo que se apreciaba limpio. Llevaba en su mano un pequeño bolso de viaje y una maletita que contenía las pertenencias de la niña.

Entraron a la sala precedidos por la auxiliar de turno, quien les señaló la cama que debía ocupar la niña y llamó a la voluntaria que se encontraba de espaldas, atendiendo a un niño.

-Tía, esta chiquitita acaba de llegar. Se llama Lily y tiene leucemia.

La voluntaria se acercó y saludó al abuelo y después a la niña, preguntándoles cómo había sido el viaje y luego dirigiéndose a ella, preguntó.

-¿Cómo te sientes? ¿Necesitas algo que yo pueda traerte?
-No, gracias. Me siento bien, dijo la niña con una sonrisa dulce en los labios.
-Bueno si me necesitas me llamas, estaré en esta sala atendiendo a los otros niños.

El abuelo y la niña se quedaron en silencio mientras la voluntaria se alejaba y luego hablaron en voz baja.

Habían llegado poco antes de que terminara el horario de visita y minutos después el abuelo se levantó para irse. La voluntaria pensó que este era un hombre manso, no sólo de espíritu humilde sino manso e inocente. Una sonrisa descuartizada por el miedo alentaba en sus labios. Su nieta con más presencia de ánimo le daba valor al hablarle con naturalidad de cosas prácticas. El mismo halo de mansedumbre la envolvía a ella. Se veía saludable, no parecía que estuviera enferma.

La voluntaria se acercó a ellos y le preguntó al abuelo:

-¿Tiene donde alojarse?
-Sí Señorita. Me voy a quedar en el hogar de los familiares de niños enfermos de cáncer.
-¡Que bueno! Está muy cerca de aquí. Vaya tranquilo, nosotras la cuidaremos. Hasta mañana.

Ocupando la silla que había dejado el abuelo, la voluntaria se sentó a conversar con la pequeña. Hablaron de su vida diaria, el colegio, la casa y su familia. La niña no vivía con su madre, vivía con sus abuelos y los tres constituían una familia. La abuela era el centro de su vida y la niña añoraba su presencia y sus cuidados, pero los escasos medios con que contaban, sólo le permitió venir a uno de ellos. El abuelo que adoraba a su nieta y que no quería separarse de ella se había elegido a sí mismo para acompañarla.

A la mañana siguiente, Lily fue sometida a diversos exámenes enfrentándolos todos con una tímida sonrisa y mucha valentía. Por dolorosos que fueran nunca la sonrisa desapareció de su rostro, aún cuando el dolor se la rompiera por un instante y ni una queja salió de sus labios. Pronto todo el personal se sintió atraído por este ángel de amor que se ofrecía para la destrucción con tanto amor y amabilidad.

La primera atención del día de la voluntaria que la recibió era para Lily. Cómo está, como se sentía, si deseaba algo, si podía hacer algo por ella. Ella siempre estaba bien. Sólo una vez le hizo una petición. Un cuaderno, un lápiz y una goma para escribir sus pensamientos. La mayor parte del tiempo, la voluntaria lo pasaba con ella. Lily no era muy conversadora pero le gustaba estar acompañada cuando las horas de visita impedían a su abuelo estar con ella.

El primer mes el deterioro de la niña fue imperceptible. Los destrozos fueron lentos. La quimioterapia hizo lo suyo, pero en forma moderada de manera que cuando llegó la hora de partir del abuelo y dejarla, la imagen de la niña era buena. El abuelo se iba porque ya no tenía dinero para subsistir en Santiago. Sus escasos fondos se habían agotado.

La voluntaria sabiendo que la soledad y la enfermedad sumen a los enfermos en depresión y que los niños resienten la ausencia del amor materno, se esmeró en entretenerla y servirla para que la ausencia del abuelo no fuera tan dolorosa. Sabía que no podía reemplazar la compañía del abuelo. Que no podía romper la cadena de amor que la ataba a sus abuelos. Que debía buscar un intersticio por el cual penetrar para que la niña supiera a ciencia cierta que no se había quedado sola. Que la querían con un amor de madre, de abuela, de hermana. A medida que el tiempo transcurría, la voluntaria dependía cada vez más de la pequeña. De su evolución y de su necesidad. Creía que la vida no podría hacerle daño a esta pequeña que no era humana, que era un ángel. Así, pedía a sus familiares y amigos que rezaran por ella en la iglesia, no importaba cual, o en privado, para obtener su mejoría, como ella misma lo hacía cada día. La inscribió en un grupo carismático cuyos milagros de sanación se comentaban en los círculos católicos. Cada tarde al dejar el turno sus oraciones eran regadas por copiosas lágrimas que obstaculizaban su visión mientras conducía su vehículo de regreso a casa.

Se encaraba con Dios y le preguntaba ¿por qué Señor ella tiene que sufrir? ¿Por qué no te apiadas y le devuelves su salud? Es tan niña y está tan sola. Pero Dios se había vuelto sordo.

Durante el segundo mes la destrucción era evidente. No había vuelta atrás. La hermosa y saludable niña se había convertido en un espectro. Sin embargo aún sonreía con toda la fuerza del amor y la inocencia. No se quejaba, aún. El dolor de la voluntaria crecía en la misma medida que el mal devoraba la vida de Lily. Ya no pedía su mejoría. Ahora pedía a todos, oraciones por una muerte dulce. Y ella misma sufría como si la niña hubiera sido su propia hija. Al despertarse y al dormirse sus oraciones eran tan profundas que creía que Dios le pedía que aceptara la partida de Lily, cosa que no era lo que más la hacía sufrir, sino su dolor, su transformación, su consumición. La embargaba la sensación de que Dios le había entregado la niña para que la acompañara a su destino final. Y allí estaba ella presentando un exterior firme y sereno. Dulce y cariñoso. Sin embargo, el dolor también la consumía a ella. Había bajado de peso y no disfrutaba de las horas libres de que disponía. Vivía en un compás de espera. Rogaba que el dolor que ella experimentaba fuera el dolor que la niña le traspasaba para compartirlo en una comunión de amor incondicional. Esperaba que el dolor de la pequeña mermara en la misma medida que el que ella experimentaba.

El tercer mes se acercaba a su fin y Lily había desarrollado tumores que le deformaban la carita. Una mañana al llegar la voluntaria a la sala, la auxiliar de turno se dirigió a ella, diciéndole

-Tía, ayer apareció la mamá de la Lily. Todas estamos molestas con ella porque la niña está mal y no le queda mucho y la madre cuando entró a la sala, se rió de ella porque estaba peladita, diciéndole ¡”Qué parecís, te veis divertida sin pelo.” En la tarde, al volver al hospital, la madre la encontró con un gorrito que las auxiliares le habíamos conseguido para que ocultara su cabecita pelada. Volvió a reírse, esta vez porque, según ella, el gorro no le quedaba bien.
-Aquí nadie la quiere ni ver - dijo la auxiliar.

Así pasaron dos días, con la madre de la niña entrando y saliendo de la sala. En los casos graves y terminales se les permite a la madre estar con su hijo fuera de las horas de visita cuando son de provincia, pero todos opinaban que ningún bien le hacía a la niña la presencia de su madre. La voluntaria no se topó con ella en ningún momento durante esos dos días. Mientras ella permanecía cerca de Lily, la madre no entró a verla, pero a la mañana siguiente se encontró a boca de jarro con la mujer que le dijo:

-La estaba esperando tía. Yo sé que usted siempre está con ella por eso quiero pedirle que si pregunta por mí le diga que estoy haciendo diligencias en el centro y que mañana la vengo a ver. Me voy a Vallenar a buscar la ambulancia de la Municipalidad para llevármela a la casa. Quiero que muera rodeada de su familia.

La voluntaria escandalizada le respondió:

-Pero cómo se le ocurre hacer eso?
-La niña se morirá en el camino. No le quedan más de dos o tres días, pero si se la lleva la hará sufrir más durante el viaje y podría apresurar su muerte en medio de dolores mayores que los que ahora tiene
-Mire señorita, me sale más cara muerta que viva por eso voy - dijo la mujer sin un ápice de preocupación o de pena.
-Pero no tiene que ir. Nosotras le pagaremos el regreso a Vallenar y todo el servicio funerario. No debe preocuparse por eso. Déjela que muera tranquila. No la torture con un viaje tan largo. No aumente su dolor.
-Es que ¿sabe?, ya me prestaron la ambulancia y tengo que llevarla viva; muerta no la puedo subir, no me la admiten. Así que me voy. Dígale a ella lo que le dije. Tengo que ir yo personalmente a buscar la ambulancia.

El estupor, la angustia, la pena y la impotencia aplastaron a la voluntaria. No podía hacer nada, aunque interiormente pensaba que la mujer no regresaría a tiempo.

A la mañana siguiente, al llegar la voluntaria al turno y entrar a la sala supo que el fin había llegado. La pequeña había sido llevada al fondo de la sala y se encontraba oculta por un ancho biombo que no permitía ver el interior. Su aislamiento era una medida protectora tanto para ella como para los niños de la sala. Quiso traspasar el bloqueo pero había tres auxiliares con ella y no cabía nadie más al interior del cubículo que se había formado. Escuchaba desde afuera cómo las mujeres le preguntaban: -¿quieres agua? ¿te pongo la chata? ¿te siento en la silla de ruedas?

Había llegado el momento final. Un cúmulo de emociones se posesionó de la voluntaria. Pensó que cuando muriera, incapaz de soportarlo moriría con ella. ¿Se iría sin que la pudiera abrazar? ¿Tendría siquiera alguna posibilidad de verla antes de que se fuera? ¿Qué hacer? La energía que emanaba de la intensidad de su oración barrió con los obstáculos. “Señor, por favor, haz que salgan. Por favor, permíteme que pueda verla, aunque sea un momento nada más. Déjame estar con ella un ratito. Tu sabes Señor como he sufrido por ella, no dejes que se vaya sin que pueda despedirme”. Mientras pensaba cuando se muera voy a morir con ella porque no podré resistirlo, salieron las mujeres del cubículo, una detrás de la otra, llamadas de diferentes sitios por diferentes personas. La voluntaria agradeció a Dios la oportunidad que le estaba dando y entró. Se acercó a ella y le tomó las manos, la abrazó y murmuró en su oído:

-Hola mi niña ¿cómo está mi tesoro? Y mientras de su boca salían expresiones cariñosas, de sus ojos las lágrimas pugnaban por salir y no podía evitarlo. La abrazó con dificultad porque Lily estaba sentada en una silla de ruedas y su carita estaba deformada por los bultos de diferentes tamaños que sobresalían de su ojo izquierdo y del costado junto a la oreja y que habían torcido su boca y la habían dejado sorda. Sus labios eran negros y estaban llenos de costras. Sabía que aunque no la escuchara, el contacto cariñoso en sus manos y carita le transmitían su cariño y también su propio dolor. Quizás la reconfortaría.

El minuto de gracia había pasado, ya no podía retener las lágrimas y empezaron a rodar por sus mejillas cuando escucho la voz de un niño llamándola:

-Tía ¿me pasa la botella?

Así escapó al lavamanos situado entre la sala y el cubículo. Mientras se lavaba las manos, se volvió para mirar sin preocuparse de las lágrimas que anegaban sus ojos y caían como un torrente porque la niña estaba de espaldas y no podía verla, mas se encontró con la mirada de la niña que dificultosamente, enroscando el cuello, había vuelto su cabeza hacia ella y le sonreía. Más que verla adivinó su sonrisa, quebrada en miles de trocitos que chocaban con los desniveles de su rostro como si de una pintura surrealista se tratara. Se miraron un momento y la voz del niño volvió a escucharse. Mientras se dirigía a la cama del niño, entró una auxiliar. La magia se había roto. Para la voluntaria el tiempo se había acabado.

Esa noche, el regreso a casa fue siniestro, llovía intensamente afuera y en el interior del auto sus lágrimas como un canal desbordado eran incontrolables. Lloró todo el camino y no supo como llegó a su casa.

La noche siguiente la encontró sola en su casa. Deprimida. Apenada. A las nueve se sentó a la mesa con una taza de té y cuando se disponía a tomarlo, sintió en su interior, entre el pecho y el estómago una turbulencia desconocida que la llenó de sensaciones. Su mente como en una pantalla de computador leyó.

-La Lily. -Se murió la Lily como si repitiera lo leído sin comprender lo que decía. Luego con sorpresa un grito escapó de sus labiós:
-¡Se murió la Lily
-¡Se murió!

Y la mujer que creyó morir de pena al mismo tiempo que la pequeña, sintió que la embargaba una intensa sensación de paz, de serenidad, de alegría y supo que la niña había partido y que antes de irse definitivamente había venido para compartir con ella la alegría de la muerte así como habían compartido el dolor mientras vivía.


Marigen Alvarez
2008

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