jueves, 19 de noviembre de 2009

El ascensor


Entro casi sin mirar. Sólo me dejo guiar por el sonido metálico de los mecanismos que advierten la detención del cubículo de acero en el piso y maquinalmente mis pies me llevan hasta el fondo para aplastar mi espalda contra el inmenso espejo que ocupa toda pared. Dejo mi maletín en el suelo y comienzo, temeroso y desganado, a examinar el inmenso sobre blanco con mi nombre en un extremo.

No lo he podido abrir antes por temor a que alguien se dé cuenta que no soy el doctor Segovia, que fue el nombre con que me presentara en el mesón, para que me permitieran retirar el examen de un supuesto paciente que necesitaba visitar esa tarde. Sabía que de otra forma jamás me lo habrían entregado. Ya me habían advertido de ello por teléfono. Creo que la idea de pasar a comprar este delantal blanco que aun sostengo sobre el hombro, ayudó bastante.

De nuevo comienzo a sentir la enorme angustia de estos últimos días. Mi imagen repetida en estas cuatro paredes me provoca una dolorosa desazón. Creo estar viendo de pronto, el resumen de la película de su vida. Hijo, esposo, padre... empleado... ciudadano anónimo... nada más... ¿y nada más?, ¿y qué otra cosa he logrado ser? Sé que la sentencia que pone fin a mis sueños, a mis ilusiones y a mis esperanzas puede estar descrita dentro de este sobre.

La detención de este aparato en el quinto piso me obliga a reencontrarme con mi entorno. Las puertas que se abren dejan a la vista una bella y agraciada mujer. Avanza dos o tres pasos y sus enormes piernas la llevan a instalarse en uno de los lados del estrecho ascensor. Lentamente construyo su imagen con la suma de los reflejos que los espejos me brindan. La perfección de sus formas me hace dudar de mis sentidos. Requiero volver a recorrer mi sistema de espejos para certificar que es cierto lo que estoy viendo. Sin embargo, sus piernas atrapadas en sus medias de filigranas doradas me hacen casi dudar de su real existencia. Su fino y suave perfume parece llenar el breve espacio que ambos compartimos. Sólo la furtiva mirada que de pronto cruzamos a través de uno de los espejos me convence que es de carne y hueso.

"Un último deseo le concede Dios al condenado", pienso. Y de inmediato la mente se me inunda de ideas, proposiciones... invitaciones. A cenar, a bailar, a recorrer el mundo. Tengo aquella cuenta privada que me dejara mi padre y creo no viviré para gastarla. "Sólo para ti, nunca le cuentes a nadie de su existencia". Me dijo el viejo antes de morir. Ahora es el momento. Hoy, mañana será tarde.

Primer piso. Las puertas se abren. Mi compañera de viaje y de imaginarias aventuras avanza en medio de las personas que aguardaban el ascensor. Salgo tras ella dispuesto a seguirla. Traspaso el grupo y me detengo. Pongo mi maletín en el suelo y abro el sobre. Leo el informe una y otra vez, mientras la sigo con la mirada.

- En la vida nunca se puede tenerlo todo - le digo cuando paso por su lado.

Ella me mira extrañada y yo me solazo observando por última vez su estupenda figura.


Armando Aravena
2003

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