domingo, 15 de noviembre de 2009

La danza






Eran las siete de la tarde. El sol comenzaba a descender de su lugar de privilegio y pronto agonizaría detrás del pico de los cerros. Carmen, su hija y su nieta se encontraban en el living de su casa y el televisor mostraba el reparto de una teleserie, que a Carmen parecía no importarle esta vez. Su vista estaba fija en otro lugar.

- Vieja, empezó la teleseríe - dice Alicia - al ver que su madre estaba mirando la mesa de arrimo que estaba frente a ella.

- Parece que está volá la vieja, - dice Sandra.

- Está nostálgica a lo mejor la viejita.

- ¿Te acordaste de algo abuelita?

- Cuando tenía la misma edad que tú.

- ¿ Y que tiene que ver esa mesa?

- Es en su base de fierro (pie de la vieja máquina de coser.)

- ¿En ella aprendiste a coser abuela?

- Sí, yo tenía catorce años por cumplir al cursar sexto año primario. Ese año dos hechos, pienso que me hicieron sentir lo que en el futuro sería mi vocación.

- Cuenta, cuenta dice Sandra, con mucha insistencia.

El primer día de clases, advertí la presencia de dos profesoras nuevas. Me llamó la atención, que eran muy jóvenes, muy blancas y distintas a las que acostumbraba a ver, la mayoría de edad más avanzada, especialmente la mía. El cutis blanco de ellas, distinto a la mujer pampina, mayormente de piel tostada y percudida, pero lo que más me atrajo, fue su vestimenta. Encontré que su elegancia opacaba totalmente las demás mises, (como dice Barbarita) que estuve atraída por ellas, hasta que no las vi más. Traté de averiguar el motivo de su ausencia y supe, que al no poder acostumbrarse en el pueblo y tan lejos de su familia, habían regresado a la capital. Sin embargo la imagen de aquellas maestras y su ropaje quedaron grabadas en mi mente.

Pasó el tiempo y continuó el año escolar sin ninguna distracción para mí.

En el mes de julio, comenzaban los preparativos de números artísticos, que luego cada curso presentaba en el teatro del pueblo, como conmemoración de las fiestas patrias.

Ocho alumnas de mi curso, fueron elegidas para participar en la danza, una de las cuales era yo. Los trajes debían ser muy amplios y largos. Unas apoderadas se comprometieron en completar el dinero de las niñas que no tenían para comprar las telas, y otras apoderadas, para cortar la tela y luego confeccionar los trajes, y dar las instrucciones de cómo embeber la falda para unir al peto y los tirantes, siempre que cada alumna o su madre se comprometiera en terminar el traje. Nada dije en casa. Me sentí segura con la explicación entregada por las apoderadas en el colegio, que me bastaba para terminar yo misma mi vestido.

En mi casa había una máquina de pie con cuatro cajones. Siempre la había visto, pero nunca a mi mamá ocuparla. Limpié y aceité la vieja máquina y dos días después, empecé mi trabajo con la seguridad que en el día lo dejaría terminado. Una costura a cada lado de la falda, embeber, unir al peto, los tirantes y forrar el ruedo, no sería tan difícil.

Una idea pasó como una ráfaga en mi mente. "Si yo fuera modista, tendría trajes tan bonitos como aquellas jóvenes profesoras."

Me instalé delante de la máquina, como una profesional ya consagrada, coloqué la tela en la máquina y la hice funcionar, pero en vez de avanzar ella retrocedía y cortaba el hilo. Enhebré la aguja de nuevo, y sucedió lo mismo. Lo intenté una y otra vez, pero nada, siempre lo mismo. Frustrada y sólo con deseos de llorar, guardé mi costura sin decir nada a mi mamá.

Al otro día, sin género y sin hilo, hice girar el pedal, hasta darme cuenta que la máquina al hacerla funcionar ya no retrocedía. Me sentí victoriosa y traje de nuevo la tela - ahora sí, pensé muy contenta - pero la endemoniada máquina continuó cortando el hilo, aunque ya no retrocedía. Pensé que tal vez mi madre no la ocupaba por que ya no servía y era muy vieja. Asustada de no poder terminar a tiempo mi vestido, le conté a ella mi problema, pidiendo a la vez que lo llevara a una modista.

No -dijo mi madre, yo la enhebraré, inténtalo de nuevo.- lo hice, ¡Milagro! La vieja máquina cosía. De pronto el género comenzó a recogerse y continuó cosiendo, hasta que la aguja salió y entró en el mismo orificio para no moverse más. La fastidiosa máquina tenía atrapada fuertemente la tela; tiré despacio, luego más fuerte hasta que se quebró la aguja, pero la costura continuó atrapada, entonces con rabia di un fuerte tirón y el carretel cedió, pero con un trozo de tela menos; lo poco que había cosido era sólo un enredo de hilo. Decidí no intentarlo de nuevo y se lo hice saber a mi mamá.

Si lo llevo a la modista no podré pagar el tuyo. Fue la respuesta de mi madre. La idea no me gustó, pero no me quedaba otra alternativa, (Una fiesta sin un traje nuevo no tenía importancia en el pueblo.) me esperaba una nueva sorpresa. El rechazo de la modista no se hizo esperar. Acudimos a otra profesional, y fue la misma respuesta, todas tenían más de su capacidad. Volvimos a acudir a nuestra modista ahora ya suplicando aunque no terminara mi vestido, pero ya lo tenía cortado fue su respuesta. No nos podíamos dar por vencidas y explicamos la importancia del traje. Esta bien le escuché decir - Me comprometo en lo que es indispensable sólo la máquina.


Mi madre y yo, terminamos haciendo la amplia basta del vestido, el planchado y cancelando la hechura más de lo que correspondía.

Por fin llegó el día de la presentación. Los trajes eran de un color rosado; tres rosa del mismo color aunque de un tono más fuerte prendidas en el peto al lado izquierdo; nos habían maquillado y peinado como la Shirley Temple.


Se ven preciosas - dice nuestra profesora -y los trajes quedaron elegantísimos.

Me acordé de aquellas jóvenes maestras y me sentí tan elegante como ellas, aunque sentí y mucho, ser tal vez una de las pocas personas que no tendría un traje nuevo en el día de Fiestas Patrias.


Nelly Valenzuela.

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