jueves, 5 de noviembre de 2009

El Metro increiblemente repleto



El Metro increíblemente repleto. Mi urgencia por llegar a tiempo al banco no me permite sino empujar a quienes tengo por delante para tratar de no quedar fuera, al tiempo que la alarma anuncia que por mi espalda comenzará a deslizarse la puerta. Un suspiro de alivio logro apenas exhalar, pues mi cuerpo yace pegado contra el vidrio. Sólo el suave aroma de un agradable perfume que sutilmente comienzo a percibir parece reconciliarme con mi condición de persona. De pronto, siento que la joven que tengo por delante y cuya espalda se aplasta contra mi tórax, parece ajustar sus formas a las mías. Gira en ese instante su cabeza y me da una mirada que pienso expresa una disculpa. No se preocupe, le contesto en el mismo lenguaje silencioso. Al parecer la tela de sus ropas parece tan fina y delgada que comienzo a sentir en mi piel el detalle de sus formas tibias, palpitantes y perfectas. Su pelo castaño enredado entre mis labios me hace creer que a ella no le molesta nuestra desvergonzada aproximación.

La estación siguiente cambia mínimamente las coordenadas de nuestro gozoso hacinamiento. Seguimos unidos; pegados. A estas alturas, es imposible que ella no haya notado la impúdica transformación que en mi anatomía se ha ido produciendo. Tampoco aquello parece sorprenderle. En un delirio de antiguos pensamientos juveniles, creo que lo disfruta tanto como yo.

Claro que lo disfruta, porque por un instante ha girado su cuerpo y me ha premiado con una casi imperceptible sonrisa de complicidad. Luego se vuelve a acomodar junto a mi cuerpo, que hace rato siento que no puedo controlar. Al menos alguna de sus partes.

- ¿Te puedo invitar a un café? – le digo en una actitud temeraria que sólo dimensiono cuando escucho mi voz solitaria en medio de la multitud que nos rodea. Ella aguarda un instante antes de volver la cabeza para decirme.

- Ahora no puedo – y mete la mano en su bolso saca una hoja de una agenda y anota.

- Aquí está mi teléfono – dice y me toma, con una familiaridad que me sobrecoge, de la solapa para poner la hoja doblada en el bolsillo pequeño de mi chaqueta.

- Chao... llámame – me dice y yo apenas logro contener dentro de mí la emoción del alma, y fuera, la de mi cuerpo, que lucho por disimular ante quienes me rodean. Y se recarga, una vez más, sobre mi cuerpo que complacido parece despedirla con su grotesca caricia. Dudo un instante de seguirla, cuando la observo ágil y graciosa perderse en la multitud. La puerta que comienza a deslizarse interponiéndose entre ambos, resuelve la situación.

Cuando la he perdido de vista observo mi reloj. Tengo los minutos justos para llegar. Al descender del vagón en la subsiguiente estación y me dispongo a caminar presuroso hacia la salida, palpo por fuera el bolsillo interior de mi chaqueta. Me detengo bruscamente. Meto la mano hasta el fondo del bolsillo. Nada.

- ¡Conche su madre, mi billetera! – exclamo. Quienes me escuchan parecen censurarme con sus miradas.



PASAJERO

Armando Aravena

No hay comentarios:

Publicar un comentario