jueves, 5 de noviembre de 2009

El David de Miguel Angel



Nunca supo bien por qué, siendo lunes, sonreía. Lo notó sólo cuando entró a su dormitorio y a la pasada se descubrió en el espejo. Después, se quedó pensando largo rato acerca del origen de aquella mueca casi imperceptible, que quizás nadie más que ella habría sido capaz de descubrir.

Al principio pensó que era porque recién a esa hora terminaba otro de sus horribles y fastidiosos fines de semana. O tal vez pudiera deberse a alguna broma fugaz de la Daniela, la gruesa y desenfadada conductora del transporte escolar que siempre andaba con esos chistes tan fugaces como groseros, que finalmente sólo ella se celebraba con esa carcajada licenciosa y procaz, pero que a Margarita inhibían e intimidaban.

Sin embargo sólo después de un rato, cuando el zumbido de los camiones petroleros de la construcción, que se iniciaba en esos días en el costado de su casa, empezaba a formar parte del sonido del entorno, pudo recién descubrir el origen de su sonrisa.. Supo entonces que fue aquella exclamación lanzada por uno de esos dos jóvenes obreros en el momento en que al borde de la calzada despedía con el brazo en alto a sus dos hijos. Si bien aquello en ese instante la puso molesta y turbada haciéndola entrar rápidamente a la casa, aquel "mamacita" se le había convertido en la caricia que ahora le hacía sonreír.

“Los hombres siempre amanecen estimulados con esa complacencia que les brinda su propio sexo por las mañanas..." recordaba ahora aquella frase del libro que leyera en verano, "para olvidar”. Así le había dicho Mireya cuando le regaló la obra de aquella mejicana que llamaba todas las cosas por su nombre. Volvió a sonreír cuando pensó que eso nunca lo pudo comprobar. Aun si lo hubiese leído antes de su muerte, Mario jamás le habría permitido que cada mañana bajo las sábanas ella buscara la comprobación de lo que la lúcida autora aseguraba.

Cuando subió a ordenar la pieza de los niños se acercó a la ventana para observar lo que pasaba en la calle. Una docena de cascos de todos colores deslizaban sus afanes en la entrada de la construcción. Se quedó observando a instante a algunos de aquellos hombres cuyo comportamiento activo y natural inevitablemente le hacían recuperar antiguos conceptos de masculinidad. Las frases breves y sin requiebres de la voz, el grito, el silbido e incluso los garabatos dichos o representado por los gestos, los gruesos bototos golpeando fuerte el suelo, la invitaban a creer que la apariencia de aquellos seres a lo menos trasuntaba la impronta más tradicional y perenne de lo que es ser hombre.

El sonido del timbre la sobresaltó. Acercó su cara aplastando el visillo contra el vidrio, pero no logró ver de quien se trataba. Un estremecimiento profundo le recorrió todo el cuerpo, cuando inevitablemente pasaron por su mente todas aquellas imágenes de violencia en asaltos a residencias particulares, que profusamente los medios habían hecho llegar hasta su hogar. Se detuvo en el descanso de la escala para volver a mirar hacia la puerta. Ahora, si bien pudo ver la silueta del visitante, las ramas del rosal que enmarcaban la gruesa puerta de fierro, le impedían una plena identificación.

Abrió lentamente la puerta de calle y se asomó tímida hasta la reja.

-Buenas días señora

-Buenos... -tan sólo alcanzó a balbucear con miedo.

-Vengo de aquí del lado, de la construcción, me mandó el jefe...

-Si... -dijo ella invitando al joven a continuar su mensaje.

- Lo que pasa que al otro lado tuvimos que arrancar todas las enredaderas, y las ramas quedaron colgando hacia su casa... entonces el jefe dice si acaso Ud. quiere que se las retire y se las eche al camión con todas las otras matas que sacamos.

La mujer se demoró en entender lo que el joven trabajador le explicaba, pues en ningún momento dejaba de imaginar el peligro que aquel extraño podría representar en la soledad con que compartía su hogar por las mañanas. El joven hombre aguardó por un momento la respuesta. El chirrido de sus audífonos ajustados alrededor del cuello cubrió el instante de espera.

-Si... -dijo finalmente la mujer, en realidad no tiene sentido que queden esas guías colgando del muro... adelante, pase.

-Lo que me preocupa es qué haré con esta muralla, que se verá tan fea ahora –dijo ella a espaldas del trabajador, cuando éste ya se había entregado de pleno a trozar las ramas, que sin su fuente de origen colgaban dispersas por el muro.

-Va a tener que pintarlo, pues señora –dijo el hombre sin volverse.

Ella dio un pequeño paseo recorriendo lentamente la extensión del muro y luego volvió a pararse detrás del trabajador. Recorrió lentamente su cuerpo desde su pelo erizado cortado como un casco que en la parte trasera había dejado un mechón un tanto más largo. Luego bajó desde sus hombros descubiertos y brillantes por la transpiración sobre la piel dorada por el sol, a los bíceps, los antebrazos y finalmente a la parte exterior de las manos en las que se prolongaba el rojo-azul de la nervadura de venas y arterias sobresalientes.

Se sobresaltó cuando el hombre al darse vuelta la sorprendió mirándole el resto de su cuerpo.

-¿Qué pintura cree usted tendría que comprar – le preguntó tratando de disimular, o para justificarse.

- Latex... blanco, como el resto de la casa –dijo el hombre mirando hacia el fondo del patio. Ahora su cuerpo descansaba su peso sobre una de sus piernas.

Recién en ese instante Margarita lo descubría. Sí, recién ahora supo el motivo de toda su exaltación interior. La imagen del joven trabajador que posaba sus tijeras de podar – tal si fuese la onda del bíblico personaje - sobre su hombro izquierdo y el peso del cuerpo que hacía descansar sobre el pie derecho, le dio la sensación de estar de nuevo en su presencia. Su mirada volvía a recorrer aquel cuerpo prodigioso con el mismo estremecimiento de aquella vez en que la atravesaba desde la punta del cabello hasta el extremo de los pies. Recordó la mirada censuradora de Mario cuando ella se separó del grupo de visitantes, extasiada con aquel desnudo viril, armonioso y perfecto cuya quietud trasuntaba todo el dinamismo que las tensiones internas suponen para un joven pleno de vida, energía, fuerza e ira. Ella, absolutamente absorta, seguía girando en los mismos 360º que Miguel Ángel hubo de recorrer un millar de veces hasta lograr la perfección de cada centímetro de mármol.

“-No se mueva... voy a buscar mi máquina fotográfica. Mientras tanto desnúdese-“ quiso decirle... o pedirle. “Que tan sólo quería quedarse con algunas tomas que hicieran justicia a sus armónicas formas. Y que mantuviera en todo momento esa apariencia tranquila e inocente porque a ella no le cabía duda que interiormente había un volcán de fluidos cálidos y bullentes que al menor estímulo...

-¡Ya señora, estamos listos –dijo el joven trabajador y cubrió con su tranquila mirada todo el resto del muro y el costado de la casa, hasta el lugar donde ella estaba.

- Si quiere puede darse una ducha, mientras yo le preparo un traguito - le habría dicho. Y si él aceptara, ella por fin tendría algo sabroso que ir a contar a esas antiguas compañeras de curso, que vivían invitándola a compartir aquellas tardes llenas de historias de amores furtivos y de deseos inexpresables, sino allí, ante la calidez de un diálogo casi libertino, que permitía mezclar la realidad con la fantasía, en dosis que nunca fueran a despertar sospecha. “Los traguitos dulces sueltan la lengua y relajan las carnes”, le había asegurado Sonia cuando ya los argumentos para invitarla, casi se le agotaban.

Les contaría que tuvo una experiencia única, insólita, fascinante, exquisita, arrolladora... inolvidable, con el modelo que Miguel Ángel usara para su David. Y que aquellas manos grandes y esos dedos largos y fuertes le habían rozado cada pliegue de su piel, haciéndola sentir placeres que jamás Mario sospechó que pudieran existir. Que después había sido aplastada por ese tórax ancho y de prodigiosa musculatura, que se agitaba con toda la fuerza prodigiosa que la naturaleza y el trabajo físico lo había dotado. Y que después de un rato cuando él se retirara a reposar tendido de espaldas a su lado, ella fue besando cada uno de sus poros salados por el sabor de la agitación.

- Me voy señora –dijo el joven trabajador encaminándose hacia la reja. Ella lo seguía a breve distancia a través del sendero del jardín, deseando adherir a su olfato el suave olor a la transpiración reciente. Nunca Mario expelió alguna vez ese olor, pensó. Nunca tuvo olor. Tampoco lo recordaba haciendo algo que lo hiciera transpirar.

- Cuando tenga la pintura si quiere me avisa y un sábado en la tarde yo puedo venir a pintarle el muro- dijo el joven que por primera vez fijaba claramente su vista en ella.

Cuando entró a la casa la mujer iba sonriendo. Esta vez sabía muy bien por qué.

MAESTRO



Armando Aravena
Noviembre de 1995.

No hay comentarios:

Publicar un comentario