sábado, 28 de noviembre de 2009

Esa amiga tan particular

- ¿Aló, hablo con Leonardo Fernández?
- Si, con él. ¿Con quién hablo yo?
- María Luz García Huidobro. Qué gusto de oírte Leonardo. Yo estoy de paso en Chile, porque a mi padre tuvieron que internarlo grave en la UCI de la clínica…
- María Luz…, es increíble que después de casi 30 años, estemos conversando nuevamente.
- Tremendo gusto de escucharte también. Siento mucho lo de tu papá.
- Era algo que toda la familia lo esperaba, así es que estamos bastante resignados…
- ¿Tú estás alojando en casa de tus padres en Santiago, para irte a saludar?
- No. Yo estoy viviendo temporalmente en una parcela que me prestaron en El Arrayán.
- Me dijeron que tú visitabas a Juan Manuel Rodríguez. ¿Es cierto que es una planta viviente? …el pobre, me contaron que luego de su hemiplejía, perdió la movilidad, el habla, le tienen que dar de comer, lo bañan, pobrecito… así al menos, me contaron.
- ¿Quién te contó semejante exageración?
- Mis parientes. Amigas, primas,…tú sabes que tenemos primas comunes con él.
- Es verdad que tiene una hemiplejía, pero él conversa con dificultad, camina con bastón ortopédico, se jubiló por invalidez, es muy alegre y bueno para reír, además hace su vida normal, como todas las personas.
- Menos mal… oye, tú no sabes las ganas que tengo de verlos a ambos. Los invito a los dos para que vengan a comer conmigo este viernes, como a las siete y tú lo traes.
- Va a ser una alegría para él verte, así es que lo llevo y traigo.
- Me contaron que su señora es muy celosa y no deseo tener problemas. Habla tú.
- Bueno…, yo me encargo.

Luego de hablar por teléfono con Juan Manuel, él se mostró gratamente complacido, pero le solicitó a Leonardo que hablara con su señora, porque así tendría mayor respaldo para plantearlo, si iban los dos.

Con la comprensión de las señoras, partieron ambos amigos al encuentro de María Luz en el camino al Santuario de la Naturaleza.

Tocaron el portón de madera y otra puerta de peatones, con la mano, con piedras, hasta que al rato aparecieron las cabezas de dos hombres de turbantes, y poco después una mujer joven, de raza negra, de rostro muy hermoso, pelo corto y buzo azul, que mostraba una bella figura, que los miró en absoluto silencio.

- Venimos a ver a María Luz García Huidobro.
- Oui…, dijo cerrando nuevamente la puerta. Minutos después abría completamente el portón para ingresar el auto. Juan Manuel reía por la sorpresa.

Comenzaron a subir lentamente, usando siempre su bastón ortopédico, apuntalado del brazo, un sendero de piedras en el prado, del que también a la vez bajaba una mujer con una túnica negra que tapaba su rostro. Ella era inmensa, pero de gorda. Cuando se fueron acercando comenzó a asomar muy lentamente sus ojos. ¡Era María Luz!

Siempre era tan extravagante para todo, hasta para engordar. Abrazos largos y apretados, sonrisas y caras de incredulidad al observarse después de casi 30 años.

La alegría los invadió a todos tras el encuentro.

Copas en mano, hicieron los brindis por la amistad de adolescentes, de tiempos del colegio, de las fiestas con bailoteos en las casas, cuando la luz estaba siempre encendida y las muchachas tomaban “primavera” y ahora, todos maduros con un trago en la mano.

A medida que pasaban los minutos, se daban cuenta que eran los mismos tres de antes, que estaban con más años, pero sonrientes, contentos y muy entretenidos.
Juan Manuel y ella se miraban constantemente en señal de complicidad, de lo que en el pasado dejaron pendiente entre ellos.

A la hora de pasar a la mesa, nuevamente apareció la belleza negra con las bandejas, que colocó para que ellos se sirvieran.

Entonces Leonardo se dio cuenta que estaba sin cigarrillos para el café y la sobremesa.

- María Luz, voy a ir al Arrayán a comprar cigarrillos.
- No, tú no puedes salir. Le pido a mi doncella que vaya a comprarlos. Escribe la marca, el precio y ella va corriendo.
- Tú estás loca. ¿Cómo va a ir corriendo si los locales están a más de 5 kms?
- No. Te digo que ella está acostumbrada a correr. No se demora nada en volver.

Le entregó el dinero y el papel a la belleza de zapatillas blancas, y pasaron a sentarse, comenzando a sonar levemente los cubiertos, los platos y los brindis con el tinto, siempre con grandes risas. La gordura de ella la mantenía con el cutis lozano, tan joven como antes. Su rostro todavía conservaba la belleza y el encanto de antaño.

A los pocos minutos llegó la velocista con los cigarros y el cambio. Cada vez que ella ingresaba o salía, hacía un saludo reverente a su patrona con una inclinación corporal.

Luego del postre, el café, junto al whisky con hielo, la anfitriona comenzó a extrovertir muchas confidencias, partiendo por recordar que ella cuando estaba en el colegio era muy coqueta, muy audaz con los hombres que le gustaban, demasiado osada para los tiempos y su padre era un hombre del banco, muy conservador, que cuidando celosamente a su hija y su carrera, pasaban ambos en grandes conflictos en los que ella terminaba brutalmente golpeada y castigada por él.

- Me hizo la vida imposible hasta que llegó un momento en que yo tenía como 22 años y me fui de la casa, porque me pasaba dando palizas y castigos. Yo comenzaba con mis primeros pitos y drogas.
- ¿Y tu hermana pasó por lo mismo?
- No, ella no fue rebelde, fue a la universidad y después se casó. Mi papá estaba feliz de tener una hija como mi hermana. Yo creo que comenzó a ser aún más feliz cuando se enteró algunos años después, que yo me había ido a vivir a EEUU.

Allá conocí a un gringo estupendo, pero drogado hasta la nuca, que me enredó más en las drogas, la cocaína, y el crack, para terminar ambos botados, durmiendo en el suelo o en casas de sus amigos.

Cuando se enfurecía me pegaba y yo recordaba a mi padre nuevamente golpeándome.

Un día me arranqué y me fui a otro Estado. Allí también tenía necesidad de cariño, de alguien que me protegiera y me emparejé con un tipo bueno para tomar, que yo debía traerlo borracho de regreso a casa, porque no se mantenía en pie.
Mi vida era muy difícil. Me traté de zafar del borrachín, pero me perseguía, me celaba.

El recorría las calles en invierno entrando en los cafés y cuando me encontraba, armaba escándalos espantosos. Varias veces llamaron a la policía y se lo llevaron preso por agredirme dentro de un local.

En estado de shock, los dos amigos escuchaban atónitos los tremendos desatinos, abandonos y sufrimientos que narraba la amiga, sin siquiera pestañear, ni interrumpir.

Finalmente llegué a Nueva York, donde estudié, me puse más racional y saqué el inglés perfecto que necesitaban en las empresas. Como era joven, de tez blanca, pecosa, podía pasar por gringa con acento y fui contratada por una empresa internacional. Tenía mis cosas por ahí, porque yo no podía vivir abstinente sin pareja, pero un día conocí a un importante africano, culto, rico, buena pinta, moreno casi blanco y tuvimos un tremendo romance.

Con mi “Omar Shariff” nos veíamos cada dos meses durante una semana, porque iba y venía. Me enamoré hasta “las patas.” Un día me pidió si quería irme a vivir con él a la república del Chad, en África central. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía perder?

Hice mis maletas y partí a encontrarme con él al aeropuerto. En el vuelo me pidió en matrimonio como su cuarta esposa. Tuve que aceptarlo como polígamo y me hice musulmana para casarme.

No soy cristiana. Me convertí al islamismo. Es Alá en quien creo, por eso visto túnica. Aquí ando tapada por el frío. Allá no puedo mostrar mi rostro en la calle. Claro que tuve que adaptarme a compartirlo con otras tres mujeres que con el tiempo me han tratado bien: no tengo de qué quejarme. Estoy acostumbrada, tengo un regio auto, vivo en una mansión donde hay guardias, diez doncellas y viajé con algunos.

Allá en la casa tenemos visitas ilustres, unos son riquísimos que tienen jet privados, otros son muy cultos porque estudian fuera, aprenden cuatro idiomas y lenguas antiguas, además de sacar dos profesiones. La política internacional es el tema recurrente.

Claro, el país es muy atrasado, pobre y analfabeto.

De pronto se paró por unos instantes y salió del living de la casa y ellos escucharon que hablaba por teléfono en francés con su marido. El estaba viajando por España haciendo negocios. A continuación oyeron como daba órdenes en francés a unos tipos y volvió. Se sentó, entonces comenzaron las preguntas de ellos y así ocurrió toda la noche, entre tragos, preguntas, risas, muchas lágrimas y ojos muy humedecidos.

En unos quince días regresaré a mi casa con mi hija de tres años, que se encuentra durmiendo. Al menos habrá conocido a sus abuelos antes que sea tarde.

- Que bueno que tienes una niñita. Te felicito. ¿Es la única o hay más?
- Es la única y será la única. ¿Quieren verla como duerme? Se me pasó la edad para tener hijos. Hoy tengo edad para ser abuela. Esta niñita es la luz de mi vida que me da esperanzas para vivir a diario.
- Oigan chiquillos, lo he pasado mejor de todo lo que hubiera esperado en mi vida. Sírvanse otro traguito para que hagamos salud por este reencuentro hasta que amanezca.
- Oye,…oye… hora, hora, dijo entonces Juan Manuel mostrando su reloj, levantando su bastón, como dando a entender que era tiempo de retirarse y dejar dormir a la dueña de casa. ¡Vamos! ¡Vamos!
- Juan Manuel, nosotros tuvimos lo nuestro cuando éramos jóvenes, pero jamás pasó nada importante. Te invito esta noche a nuestro primer encuentro trascendente, donde podamos evocar el pasado hasta que el sol esté alto y la tierra caliente.
- Pero como…, como…

Mientras ella decía estas sugerentes palabras, a él se le apretó la garganta de impresión al sentirse abordado así; pero ella lo tomó fuerte, con mucho cariño, de la mano y se lo llevó rengueando a su lecho. Este miraba hacia atrás, como en un gesto de justificar su inocencia ante el amigo, al ser llevado contra su voluntad.

Leonardo suponiendo una larga espera, se levantó decidido a retirarse de esa casa, pero los dos guardias armados se lo impidieron, diciendo que nadie se retira hasta que lo ordene su ama.

Ahora su ama duerme.

Poco antes del amanecer, apareció María Luz. Se sentó a su lado, le tomó fuerte la mano.

El preguntó por su amigo Juan Manuel, pero siniestra, ella sólo sonrió y se lo llevó a su cuarto recién cambiado de sábanas.


WIRIYO
2008

viernes, 20 de noviembre de 2009

Martes 10 de febrero


- Viejo imbécil..., ¡desgraciado...! - Masculló entre dientes el hombre sin disimular su furia.

- ¡Estúpido...! - terminó antes de darle la espalda y sacudir los orines del zapato derecho.

El anciano sólo atinó a guardar su miembro lacio y empequeñecido dentro del pantalón y subir el cierre con la mayor rapidez que le permitieron sus dedos torpes por la borrachera. Con la mente inundada de ideas vagas vio al más joven caminar por la acera hasta desaparecer al doblar en la siguiente esquina.

Las mismas ideas estúpidas y vagas lo siguieron durante el trayecto; innumerables, que hervían en su cerebro sin conducirlo a ninguna parte, lo mismo que sus pasos indecisos que accidentalmente lo llevaron por el camino del joven.

Al doblar en la misma esquina sintió nuevamente esos compulsivos deseos de orinar, olvidándose de las ideas.

Apretando con su gruesa mano el miembro buscó un lugar apropiado para miccionar. Aproximándose lo más posible al muro, abrió torpemente el cierre del pantalón y sacó el pene. Cerrando los ojos, aliviado, sintió el sonido del líquido resbalar por la pared hasta el suelo y cruzar la lacera llegando al asfalto donde se evaporó lentamente.

Permaneció con los ojos cerrados y apoyado en el muro escuchando el ruido. El muro estaba tibio y quedarse allí resultaba placentero. La temperatura del sol inundó su cuerpo pesado y nuevamente algunas ideas confusas comenzaron a vagar por su cerebro...

-¡Por favor...! - exclamó una voz junto a su oreja y sintió la pesadez de una mano masculina en su espalda.

- ¿Mm? - preguntó, levantando la cabeza y abriendo apenas los párpados, mientras mantenía el pene apresado entre los dedos. El chorro ya había dejado de salir, pero no sabía hacía cuanto tiempo...

-...tápate, por favor... ¡tápate! - exclamó el tipo, intentando cubrirlo con la chaqueta mugrienta.

-¿Mm? - interrogó nuevamente el anciano, sin entender lo que estaba ocurriendo.

- Debes cubrirte o te llevarán detenido... - explicó, mirándolo de soslayo.

El anciano confundido lo vio alejarse por la acera. Cuando desapareció de su vista, comenzó torpemente a guardar su miembro dentro del pantalón y subió finalmente el cierre.

Permaneció varios minutos parado allí mirando sus orines e intentando descifrar lo que estaba ocurriendo; los brazos colgando a los costados de su cuerpo y la cabeza gacha. Un delgado hilo de saliva colgaba de la boca, enredándose en los pelos de la barba encanecida y algunos mechones grisáceos que le tapaban la arrugada frente.

Giró un cuarto de círculo y avanzó hacia el sur, hacia delante, siempre hacia delante, a trastabillones, pero hacia el frente. Al llegar a la intersección, bajó un pie a la calzada para continuar la trayectoria y una andanada de imprecaciones le golpeó la cara.

- ¡Cretino, fíjate por donde caminas, estúpido...!

El hombre quedó detenido en el lugar; un pie arriba y el otro sobre el asfalto; los garabatos resonaban en sus oídos y la imagen del joven permanecía impresa en su cerebro, congelada en el tiempo.

Estuvo allí con la barbilla pegada al pecho, mirando una mancha de aceite bajo su pié. Sus ojos enfocaron un punto enfrente de él: su zapato apoyado sobre el pavimento, los cordones desatados, la tintura desteñida.

-¡Por favor... por favor ...¡-recordaba el tono grave de aquella voz- ¡...por favor...! -y, cerrando con fuerza los párpados intentó eliminar el eco de su cerebro. -¡... tápate, por favor... !

Le pesaban aquellos vocablos como una roca sobre los hombros.

Giró manteniendo siempre un pie arriba y el otro abajo. Se balancea aún, pero recupera poco a poco el equilibrio y la memoria.

Los pensamientos ya son menos vagos y las ideas menos estúpidas y recordar la cara y el tono del joven lo tortura; sentir el peso de esa mano.

Subió su pie a la acera intentando desandar los pasos caminados. Aún a trastabillones, pero adelante, siempre adelante, está casi seguro que el bar lo espera media cuadra adelante; con la luminosidad que no hiere la vista como la luz del sol.

El eco de aquellas palabras aún retumba en sus oídos sin poder alejarlo de su cabeza. Empuñando las manos con fuerza entierra las uñas en la piel curtida de las palmas. Las heridas provocadas pronto le arden y eso le ayuda a olvidar la voz y la mano del joven presionando sobre su espalda.

Empujando con el antebrazo la puerta de vidrio oscurecido siente en el aire el olor a alcohol. A través de la luz tenue poco a poco puede ver la barra y las mesas vacías. Desde atrás del mesón, el barman lo ve entrar y levantar su mano ajada y rasguñada indicando con el índice su pedido. No hace falta hablar.

El whisky está servido en segundos sobre la barra y enfrente de él. Atrapa el vaso con un movimiento preciso, a pesar de la embriaguez, y lo levanta frente a sus ojos que miran a través del cristal hacia el fondo del recinto, pero sin reparar en nada.

-¡Lo siento..., hijo mío...! -exclama en un susurro rabioso y, empuñando con fuerza el vaso, traga de un golpe todo el contenido.


Eliana Ladrón de Guevara

2003

jueves, 19 de noviembre de 2009

El ascensor


Entro casi sin mirar. Sólo me dejo guiar por el sonido metálico de los mecanismos que advierten la detención del cubículo de acero en el piso y maquinalmente mis pies me llevan hasta el fondo para aplastar mi espalda contra el inmenso espejo que ocupa toda pared. Dejo mi maletín en el suelo y comienzo, temeroso y desganado, a examinar el inmenso sobre blanco con mi nombre en un extremo.

No lo he podido abrir antes por temor a que alguien se dé cuenta que no soy el doctor Segovia, que fue el nombre con que me presentara en el mesón, para que me permitieran retirar el examen de un supuesto paciente que necesitaba visitar esa tarde. Sabía que de otra forma jamás me lo habrían entregado. Ya me habían advertido de ello por teléfono. Creo que la idea de pasar a comprar este delantal blanco que aun sostengo sobre el hombro, ayudó bastante.

De nuevo comienzo a sentir la enorme angustia de estos últimos días. Mi imagen repetida en estas cuatro paredes me provoca una dolorosa desazón. Creo estar viendo de pronto, el resumen de la película de su vida. Hijo, esposo, padre... empleado... ciudadano anónimo... nada más... ¿y nada más?, ¿y qué otra cosa he logrado ser? Sé que la sentencia que pone fin a mis sueños, a mis ilusiones y a mis esperanzas puede estar descrita dentro de este sobre.

La detención de este aparato en el quinto piso me obliga a reencontrarme con mi entorno. Las puertas que se abren dejan a la vista una bella y agraciada mujer. Avanza dos o tres pasos y sus enormes piernas la llevan a instalarse en uno de los lados del estrecho ascensor. Lentamente construyo su imagen con la suma de los reflejos que los espejos me brindan. La perfección de sus formas me hace dudar de mis sentidos. Requiero volver a recorrer mi sistema de espejos para certificar que es cierto lo que estoy viendo. Sin embargo, sus piernas atrapadas en sus medias de filigranas doradas me hacen casi dudar de su real existencia. Su fino y suave perfume parece llenar el breve espacio que ambos compartimos. Sólo la furtiva mirada que de pronto cruzamos a través de uno de los espejos me convence que es de carne y hueso.

"Un último deseo le concede Dios al condenado", pienso. Y de inmediato la mente se me inunda de ideas, proposiciones... invitaciones. A cenar, a bailar, a recorrer el mundo. Tengo aquella cuenta privada que me dejara mi padre y creo no viviré para gastarla. "Sólo para ti, nunca le cuentes a nadie de su existencia". Me dijo el viejo antes de morir. Ahora es el momento. Hoy, mañana será tarde.

Primer piso. Las puertas se abren. Mi compañera de viaje y de imaginarias aventuras avanza en medio de las personas que aguardaban el ascensor. Salgo tras ella dispuesto a seguirla. Traspaso el grupo y me detengo. Pongo mi maletín en el suelo y abro el sobre. Leo el informe una y otra vez, mientras la sigo con la mirada.

- En la vida nunca se puede tenerlo todo - le digo cuando paso por su lado.

Ella me mira extrañada y yo me solazo observando por última vez su estupenda figura.


Armando Aravena
2003

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La candidata ideal

Raúl Rivadeneira, Gerente de Relaciones Industriales, disfrutaba cada vez que tenía oportunidad de aplicar su controvertido método: La Cara Oculta de la Luna para seleccionar personal. Su teoría consistía en hacer creer a cada postulante que los requisitos para ocupar el puesto eran diametralmente opuestos a su personalidad, de la que se informaba previamente mediante tests psicológicos hechos al candidato.

Maribel escuchaba nerviosa la explicación del señor Rivadeneira que con ceño adusto y expresión pétrea, le señalaba las características requeridas para el cargo que postulaba en la empresa.

- La hemos preseleccionado para ocupar el cargo de Secretaria del Gerente General porque hemos pensado en una mujer de gran inteligencia, no muy atractiva, con mucho carácter y que sea autónoma en sus decisiones.

Maribel se sintió tocada por el comentario respecto a su atractivo, ya que ella se consideraba una de las beldades de la empresa.

- ¿Está seguro, don Raúl, que cumplo con las características solicitadas?

- Me imagino que si, ya que fue el gerente quien me dio la lista con las posibles candidatas.

- No sé, yo me encuentro bastante atractiva, pero no tengo mucho carácter, soy bastante indecisa...

- ¿Sabe que si es seleccionada duplicaría el sueldo que gana actualmente?

- Si, algo me habían comentado...

Se imaginó por un segundo trabajando bajo las órdenes del Gerente General y sintió una gran angustia por su forma fría y despótica de tratar al personal. Así que sin pensarlo más, optó por una retirada elegante.

- Le agradezco mucho su ofrecimiento, pero creo que no cumplo con los requisitos para el puesto...

Acto seguido, se levantó, agradeció a don Raúl por haberla entrevistado y salió de su oficina.

Rosa María era otra de las candidatas, llevaba más de 5 años en la empresa y nunca antes le habían ofrecido un ascenso. Ella era una mujer morena, soltera, de gruesa contextura, eficiente, pero con un carácter agrio y una difícil relación con sus compañeros de trabajo.

Al sentarse frente a don Raúl le explicó las características del puesto:

- En este cargo se requiere una mujer flexible, de carácter dulce, con capacidad de negociación, que deberá presentar alternativas para que su jefe tome la mejor decisión.

Rosita era muy independiente y no ocultaba su irritación cuando su superior jerárquico controlaba su trabajo.

- Dígame, señorita, ¿Tiene usted un carácter dulce y apacible?

Rosita estaba complicada, no quería mentir, pero tampoco deseaba que su franqueza la hiciera perder esa gran oportunidad, así que disparó un volador de luces.

- Mire, don Raúl, mis sobrinos me adoran, soy su tía preferida...

El señor Rivadeneira la miró fijamente y sin pestañear le preguntó:

- ¿Qué opinan sus compañeros de usted?

- No sé, tendría que preguntarle a ellos, aunque imagino que me quieren harto, porque les he enseñado todo lo que saben...

El Gerente la miró imperturbable y después de hacer unos comentarios corteses, le agradeció su participación en esta selección.

La última candidata era Roxana, una jovencita animosa, alta, de muy buena facha, que usaba sus encantos con singular maestría para conseguir sus objetivos.

Esta vez el discurso tuvo ligeras variantes:

- Le hemos preseleccionado porque buscamos una mujer poco agraciada físicamente, recatada, discreta, de modales finos y delicados que sea leal con su jefe.

Roxana era un auténtico camaleón y esta ocasión le parecía caída del cielo.

- Yo creo, don Raúl, que soy la persona indicada para ocupar este puesto...

Mientras hablaba, se inclinaba hacia delante para mostrar su generoso escote y cambiaba de postura constantemente para lucir sus largas piernas, apenas cubiertas por una ajustada minifalda.

Don Raúl permanecía impasible ante sus intentos de seducción, así que ella orientó la conversación hacia su tema predilecto.

- ¿Cómo me encuentra físicamente, don Raúl?

- Mire, Roxana, mi opinión no importa, ya que fue el gerente general quien la preseleccionó. ¿Se considera usted una persona fina y delicada?

- Soy delicadísima con los hombres, nunca armo escándalos y siempre estoy dispuesta a hacer todo lo que el jefe me pida.

- ¿Usted piensa que es la candidata ideal para este puesto?

- Yo creo que sí, aunque no me siento fea, pero si el gerente lo cree así es asunto suyo...

Don Raúl abandonó su actitud seria y reservada, la miró sonriente y le comentó:

- A mí me parece usted muy bonita y simpática, tal vez su belleza no sea impedimento para el puesto, anotaré en el informe que usted cumple con todo lo exigido.

- Gracias, don Raúl, usted es un amor y cuente conmigo para lo que sea...

Se levantó, se estiró por sobre el escritorio, le dio un sonoro beso en la mejilla y sonriendo con picardía le dijo:

- Me encanta la gente seria y simpática. Llámeme cuando quiera, este es mi teléfono...

Roxana salió de la oficina contoneándose como una pantera satisfecha.

Don Raúl se quedó elaborando el informe con las entrevistas realizadas y una vez terminado lo llevó a la oficina del gerente.

- ¿Qué le parecieron las candidatas don Raúl?

- Muy bien, son todas muy buenas muchachas y merecen una oportunidad de ascenso...

- Pero ¿cuál me recomienda usted para el cargo de secretaria ejecutiva de gerencia?

Don Raúl sintió la tentación de recomendar a Roxana, para cobrar el atractivo premio ofrecido por ella en forma tan descarada, pero algo lo retuvo en el último momento.

- Muy a mi pesar, creo que ninguna cumple con los requisitos para el puesto...

- Lo felicito, don Raúl, ha aprobado con éxito el examen, porque la prueba era para usted...


Alberto Covarrubias
2001

martes, 17 de noviembre de 2009

Lily


Lily era una niña de trece años. Hermosa, dulce y suave. Su cabello negro lo llevaba recogido en una gruesa trenza y sus ojos negros irradiaban la luz que iluminaba su rostro, moreno por el sol de Vallenar, su ciudad natal.

Llegó acompañada de su abuelo, un hombre mayor, a todas luces modesto. Vestía formalmente un terno viejo que se apreciaba limpio. Llevaba en su mano un pequeño bolso de viaje y una maletita que contenía las pertenencias de la niña.

Entraron a la sala precedidos por la auxiliar de turno, quien les señaló la cama que debía ocupar la niña y llamó a la voluntaria que se encontraba de espaldas, atendiendo a un niño.

-Tía, esta chiquitita acaba de llegar. Se llama Lily y tiene leucemia.

La voluntaria se acercó y saludó al abuelo y después a la niña, preguntándoles cómo había sido el viaje y luego dirigiéndose a ella, preguntó.

-¿Cómo te sientes? ¿Necesitas algo que yo pueda traerte?
-No, gracias. Me siento bien, dijo la niña con una sonrisa dulce en los labios.
-Bueno si me necesitas me llamas, estaré en esta sala atendiendo a los otros niños.

El abuelo y la niña se quedaron en silencio mientras la voluntaria se alejaba y luego hablaron en voz baja.

Habían llegado poco antes de que terminara el horario de visita y minutos después el abuelo se levantó para irse. La voluntaria pensó que este era un hombre manso, no sólo de espíritu humilde sino manso e inocente. Una sonrisa descuartizada por el miedo alentaba en sus labios. Su nieta con más presencia de ánimo le daba valor al hablarle con naturalidad de cosas prácticas. El mismo halo de mansedumbre la envolvía a ella. Se veía saludable, no parecía que estuviera enferma.

La voluntaria se acercó a ellos y le preguntó al abuelo:

-¿Tiene donde alojarse?
-Sí Señorita. Me voy a quedar en el hogar de los familiares de niños enfermos de cáncer.
-¡Que bueno! Está muy cerca de aquí. Vaya tranquilo, nosotras la cuidaremos. Hasta mañana.

Ocupando la silla que había dejado el abuelo, la voluntaria se sentó a conversar con la pequeña. Hablaron de su vida diaria, el colegio, la casa y su familia. La niña no vivía con su madre, vivía con sus abuelos y los tres constituían una familia. La abuela era el centro de su vida y la niña añoraba su presencia y sus cuidados, pero los escasos medios con que contaban, sólo le permitió venir a uno de ellos. El abuelo que adoraba a su nieta y que no quería separarse de ella se había elegido a sí mismo para acompañarla.

A la mañana siguiente, Lily fue sometida a diversos exámenes enfrentándolos todos con una tímida sonrisa y mucha valentía. Por dolorosos que fueran nunca la sonrisa desapareció de su rostro, aún cuando el dolor se la rompiera por un instante y ni una queja salió de sus labios. Pronto todo el personal se sintió atraído por este ángel de amor que se ofrecía para la destrucción con tanto amor y amabilidad.

La primera atención del día de la voluntaria que la recibió era para Lily. Cómo está, como se sentía, si deseaba algo, si podía hacer algo por ella. Ella siempre estaba bien. Sólo una vez le hizo una petición. Un cuaderno, un lápiz y una goma para escribir sus pensamientos. La mayor parte del tiempo, la voluntaria lo pasaba con ella. Lily no era muy conversadora pero le gustaba estar acompañada cuando las horas de visita impedían a su abuelo estar con ella.

El primer mes el deterioro de la niña fue imperceptible. Los destrozos fueron lentos. La quimioterapia hizo lo suyo, pero en forma moderada de manera que cuando llegó la hora de partir del abuelo y dejarla, la imagen de la niña era buena. El abuelo se iba porque ya no tenía dinero para subsistir en Santiago. Sus escasos fondos se habían agotado.

La voluntaria sabiendo que la soledad y la enfermedad sumen a los enfermos en depresión y que los niños resienten la ausencia del amor materno, se esmeró en entretenerla y servirla para que la ausencia del abuelo no fuera tan dolorosa. Sabía que no podía reemplazar la compañía del abuelo. Que no podía romper la cadena de amor que la ataba a sus abuelos. Que debía buscar un intersticio por el cual penetrar para que la niña supiera a ciencia cierta que no se había quedado sola. Que la querían con un amor de madre, de abuela, de hermana. A medida que el tiempo transcurría, la voluntaria dependía cada vez más de la pequeña. De su evolución y de su necesidad. Creía que la vida no podría hacerle daño a esta pequeña que no era humana, que era un ángel. Así, pedía a sus familiares y amigos que rezaran por ella en la iglesia, no importaba cual, o en privado, para obtener su mejoría, como ella misma lo hacía cada día. La inscribió en un grupo carismático cuyos milagros de sanación se comentaban en los círculos católicos. Cada tarde al dejar el turno sus oraciones eran regadas por copiosas lágrimas que obstaculizaban su visión mientras conducía su vehículo de regreso a casa.

Se encaraba con Dios y le preguntaba ¿por qué Señor ella tiene que sufrir? ¿Por qué no te apiadas y le devuelves su salud? Es tan niña y está tan sola. Pero Dios se había vuelto sordo.

Durante el segundo mes la destrucción era evidente. No había vuelta atrás. La hermosa y saludable niña se había convertido en un espectro. Sin embargo aún sonreía con toda la fuerza del amor y la inocencia. No se quejaba, aún. El dolor de la voluntaria crecía en la misma medida que el mal devoraba la vida de Lily. Ya no pedía su mejoría. Ahora pedía a todos, oraciones por una muerte dulce. Y ella misma sufría como si la niña hubiera sido su propia hija. Al despertarse y al dormirse sus oraciones eran tan profundas que creía que Dios le pedía que aceptara la partida de Lily, cosa que no era lo que más la hacía sufrir, sino su dolor, su transformación, su consumición. La embargaba la sensación de que Dios le había entregado la niña para que la acompañara a su destino final. Y allí estaba ella presentando un exterior firme y sereno. Dulce y cariñoso. Sin embargo, el dolor también la consumía a ella. Había bajado de peso y no disfrutaba de las horas libres de que disponía. Vivía en un compás de espera. Rogaba que el dolor que ella experimentaba fuera el dolor que la niña le traspasaba para compartirlo en una comunión de amor incondicional. Esperaba que el dolor de la pequeña mermara en la misma medida que el que ella experimentaba.

El tercer mes se acercaba a su fin y Lily había desarrollado tumores que le deformaban la carita. Una mañana al llegar la voluntaria a la sala, la auxiliar de turno se dirigió a ella, diciéndole

-Tía, ayer apareció la mamá de la Lily. Todas estamos molestas con ella porque la niña está mal y no le queda mucho y la madre cuando entró a la sala, se rió de ella porque estaba peladita, diciéndole ¡”Qué parecís, te veis divertida sin pelo.” En la tarde, al volver al hospital, la madre la encontró con un gorrito que las auxiliares le habíamos conseguido para que ocultara su cabecita pelada. Volvió a reírse, esta vez porque, según ella, el gorro no le quedaba bien.
-Aquí nadie la quiere ni ver - dijo la auxiliar.

Así pasaron dos días, con la madre de la niña entrando y saliendo de la sala. En los casos graves y terminales se les permite a la madre estar con su hijo fuera de las horas de visita cuando son de provincia, pero todos opinaban que ningún bien le hacía a la niña la presencia de su madre. La voluntaria no se topó con ella en ningún momento durante esos dos días. Mientras ella permanecía cerca de Lily, la madre no entró a verla, pero a la mañana siguiente se encontró a boca de jarro con la mujer que le dijo:

-La estaba esperando tía. Yo sé que usted siempre está con ella por eso quiero pedirle que si pregunta por mí le diga que estoy haciendo diligencias en el centro y que mañana la vengo a ver. Me voy a Vallenar a buscar la ambulancia de la Municipalidad para llevármela a la casa. Quiero que muera rodeada de su familia.

La voluntaria escandalizada le respondió:

-Pero cómo se le ocurre hacer eso?
-La niña se morirá en el camino. No le quedan más de dos o tres días, pero si se la lleva la hará sufrir más durante el viaje y podría apresurar su muerte en medio de dolores mayores que los que ahora tiene
-Mire señorita, me sale más cara muerta que viva por eso voy - dijo la mujer sin un ápice de preocupación o de pena.
-Pero no tiene que ir. Nosotras le pagaremos el regreso a Vallenar y todo el servicio funerario. No debe preocuparse por eso. Déjela que muera tranquila. No la torture con un viaje tan largo. No aumente su dolor.
-Es que ¿sabe?, ya me prestaron la ambulancia y tengo que llevarla viva; muerta no la puedo subir, no me la admiten. Así que me voy. Dígale a ella lo que le dije. Tengo que ir yo personalmente a buscar la ambulancia.

El estupor, la angustia, la pena y la impotencia aplastaron a la voluntaria. No podía hacer nada, aunque interiormente pensaba que la mujer no regresaría a tiempo.

A la mañana siguiente, al llegar la voluntaria al turno y entrar a la sala supo que el fin había llegado. La pequeña había sido llevada al fondo de la sala y se encontraba oculta por un ancho biombo que no permitía ver el interior. Su aislamiento era una medida protectora tanto para ella como para los niños de la sala. Quiso traspasar el bloqueo pero había tres auxiliares con ella y no cabía nadie más al interior del cubículo que se había formado. Escuchaba desde afuera cómo las mujeres le preguntaban: -¿quieres agua? ¿te pongo la chata? ¿te siento en la silla de ruedas?

Había llegado el momento final. Un cúmulo de emociones se posesionó de la voluntaria. Pensó que cuando muriera, incapaz de soportarlo moriría con ella. ¿Se iría sin que la pudiera abrazar? ¿Tendría siquiera alguna posibilidad de verla antes de que se fuera? ¿Qué hacer? La energía que emanaba de la intensidad de su oración barrió con los obstáculos. “Señor, por favor, haz que salgan. Por favor, permíteme que pueda verla, aunque sea un momento nada más. Déjame estar con ella un ratito. Tu sabes Señor como he sufrido por ella, no dejes que se vaya sin que pueda despedirme”. Mientras pensaba cuando se muera voy a morir con ella porque no podré resistirlo, salieron las mujeres del cubículo, una detrás de la otra, llamadas de diferentes sitios por diferentes personas. La voluntaria agradeció a Dios la oportunidad que le estaba dando y entró. Se acercó a ella y le tomó las manos, la abrazó y murmuró en su oído:

-Hola mi niña ¿cómo está mi tesoro? Y mientras de su boca salían expresiones cariñosas, de sus ojos las lágrimas pugnaban por salir y no podía evitarlo. La abrazó con dificultad porque Lily estaba sentada en una silla de ruedas y su carita estaba deformada por los bultos de diferentes tamaños que sobresalían de su ojo izquierdo y del costado junto a la oreja y que habían torcido su boca y la habían dejado sorda. Sus labios eran negros y estaban llenos de costras. Sabía que aunque no la escuchara, el contacto cariñoso en sus manos y carita le transmitían su cariño y también su propio dolor. Quizás la reconfortaría.

El minuto de gracia había pasado, ya no podía retener las lágrimas y empezaron a rodar por sus mejillas cuando escucho la voz de un niño llamándola:

-Tía ¿me pasa la botella?

Así escapó al lavamanos situado entre la sala y el cubículo. Mientras se lavaba las manos, se volvió para mirar sin preocuparse de las lágrimas que anegaban sus ojos y caían como un torrente porque la niña estaba de espaldas y no podía verla, mas se encontró con la mirada de la niña que dificultosamente, enroscando el cuello, había vuelto su cabeza hacia ella y le sonreía. Más que verla adivinó su sonrisa, quebrada en miles de trocitos que chocaban con los desniveles de su rostro como si de una pintura surrealista se tratara. Se miraron un momento y la voz del niño volvió a escucharse. Mientras se dirigía a la cama del niño, entró una auxiliar. La magia se había roto. Para la voluntaria el tiempo se había acabado.

Esa noche, el regreso a casa fue siniestro, llovía intensamente afuera y en el interior del auto sus lágrimas como un canal desbordado eran incontrolables. Lloró todo el camino y no supo como llegó a su casa.

La noche siguiente la encontró sola en su casa. Deprimida. Apenada. A las nueve se sentó a la mesa con una taza de té y cuando se disponía a tomarlo, sintió en su interior, entre el pecho y el estómago una turbulencia desconocida que la llenó de sensaciones. Su mente como en una pantalla de computador leyó.

-La Lily. -Se murió la Lily como si repitiera lo leído sin comprender lo que decía. Luego con sorpresa un grito escapó de sus labiós:
-¡Se murió la Lily
-¡Se murió!

Y la mujer que creyó morir de pena al mismo tiempo que la pequeña, sintió que la embargaba una intensa sensación de paz, de serenidad, de alegría y supo que la niña había partido y que antes de irse definitivamente había venido para compartir con ella la alegría de la muerte así como habían compartido el dolor mientras vivía.


Marigen Alvarez
2008

Matrimonio del sindicalista


En la plaza del pueblo, junto a la iglesia, estaba el edificio del sindicato de la agroindustria.

Era un viernes al atardecer y mientras el sindicato sesionaba a puertas cerradas, en la parroquia se realizaba un matrimonio más. Pero, era el del Tesorero del Sindicato.

La mesa directiva señalaba los puntos en desacuerdo con la empresa en la negociación colectiva de ese año.

El presidente del sindicato expuso con vehemencia para que la gente rechazara la oferta de la empresa.

Se opusieron a la huelga unos directores aduciendo sólo razones laborales, no políticas.

Algunos que se sumaron a la idea del presidente, vociferaban.

- Vamos a la huelga compañeros…, hasta las últimas consecuencias. ¡Viva Chile! ¡Vivan los trabajadores!

- ¡¡Noo!! Gritaban los otros. ¿Qué pan llevaremos a nuestras casas, sin responsabilidad sindical?

Yo por eso digo que no. Antes, tratemos de llegar a un arreglo. Es lo mejor para todos nosotros.

El sindicato debatía a todo pulmón. El bullicio de sus desacuerdos traspasaba a la calle, al templo y a todos los edificios colindantes, mientras en la parroquia, un cura viejo, algo sordo, pronunciaba con gran solemnidad las oraciones y letanías propias de una misa matrimonial. Los novios estaban de pie algo cansados debido al largo rato sin movilidad. Además, estaban muy aburridos, porque sentían esa sensación que el tiempo estaba detenido para ellos mientras el curita hablaba. Ellos querían irse rápido a la fiesta y comenzar a brindar con sus amigos. Él, como fanático miembro ausente de la directiva del sindicato, estaba muy distraído, no podía dejar de pensar en la votación, escuchando ansioso los gritos de sus compañeros que venían del edificio contiguo, llegando hasta la misa, a pesar del volumen de los parlantes y del coro contratado, que les cantaba cada tanto.

En el sindicato, los opositores comenzaron a abuchear a su presidente, que enrabiado lanzaba sus diatribas en contra de la empresa.

- Esos chupasangres capitalistas, lo único que les interesa es enriquecerse a costas de nosotros.

Por eso, nuestro esfuerzo y sacrificio, compañeros, también debemos valorarlo. Así que…, ¡¡¡Noo a las propuestas de la gerencia!!!, ¡¡¡Noo a los sueldos de hambre!!!


- ¡Estimados amigos y trabajadores!, ¡Silencio…, silencio por favor! No comparto nada de lo dicho por nuestro presidente. No debemos ir a esta huelga. No debemos precipitarnos en soluciones fáciles, porque después estaremos lamentándonos. Aceptemos la oferta de la empresa, que es varios puntos sobre el IPC.

- ¡Comed todos de él, porque este es mi cuerpo…! manifestó el cura. Los asistentes se distraían mirando las pinturas en los techos. Bostezos fruncidos muy disimulados del padrino del novio, hicieron que algunos lo encontraran contagioso. La joven novia ya desfallecía, pues se notaba su cansancio en la forma de pararse.

Con disimulo se rascó una nalga, como si una pulga hubiera invadido las propiedades del novio.

De pronto el tedioso sacerdote hizo las preguntas de rigor al novio y súbitamente todos escucharon su inesperada contestación. -¡¡¡Nooo!!!; Los asistentes a la ceremonia se extrañaron por su irresponsabilidad.

Entonces el padrecito, que no escuchó bien nítida la respuesta entre tanto ruido, tuvo que preguntar nuevamente si el novio aceptaba a la novia como su legítima esposa… mientras la mayoría del sindicato repudiaba la huelga a todo pulmón.

- ¡¡¡Nooo!!! dijo el novio, por segunda vez, preocupado para que la huelga se quebrara…

- Mario ¿viniste libremente a desposar a Estela?

- ¡¡¡Nooo!!! vociferó nuevamente el novio, confirmando que él se oponía a la paralización de faenas…que junto al griterío del edificio del lado, terminaron finalmente por confundir aún más al sacerdote.

- Entonces, declaro suspendida esta ceremonia. Todos los asistentes pueden retirarse…


Wilfred Youlton
2009

domingo, 15 de noviembre de 2009

La danza






Eran las siete de la tarde. El sol comenzaba a descender de su lugar de privilegio y pronto agonizaría detrás del pico de los cerros. Carmen, su hija y su nieta se encontraban en el living de su casa y el televisor mostraba el reparto de una teleserie, que a Carmen parecía no importarle esta vez. Su vista estaba fija en otro lugar.

- Vieja, empezó la teleseríe - dice Alicia - al ver que su madre estaba mirando la mesa de arrimo que estaba frente a ella.

- Parece que está volá la vieja, - dice Sandra.

- Está nostálgica a lo mejor la viejita.

- ¿Te acordaste de algo abuelita?

- Cuando tenía la misma edad que tú.

- ¿ Y que tiene que ver esa mesa?

- Es en su base de fierro (pie de la vieja máquina de coser.)

- ¿En ella aprendiste a coser abuela?

- Sí, yo tenía catorce años por cumplir al cursar sexto año primario. Ese año dos hechos, pienso que me hicieron sentir lo que en el futuro sería mi vocación.

- Cuenta, cuenta dice Sandra, con mucha insistencia.

El primer día de clases, advertí la presencia de dos profesoras nuevas. Me llamó la atención, que eran muy jóvenes, muy blancas y distintas a las que acostumbraba a ver, la mayoría de edad más avanzada, especialmente la mía. El cutis blanco de ellas, distinto a la mujer pampina, mayormente de piel tostada y percudida, pero lo que más me atrajo, fue su vestimenta. Encontré que su elegancia opacaba totalmente las demás mises, (como dice Barbarita) que estuve atraída por ellas, hasta que no las vi más. Traté de averiguar el motivo de su ausencia y supe, que al no poder acostumbrarse en el pueblo y tan lejos de su familia, habían regresado a la capital. Sin embargo la imagen de aquellas maestras y su ropaje quedaron grabadas en mi mente.

Pasó el tiempo y continuó el año escolar sin ninguna distracción para mí.

En el mes de julio, comenzaban los preparativos de números artísticos, que luego cada curso presentaba en el teatro del pueblo, como conmemoración de las fiestas patrias.

Ocho alumnas de mi curso, fueron elegidas para participar en la danza, una de las cuales era yo. Los trajes debían ser muy amplios y largos. Unas apoderadas se comprometieron en completar el dinero de las niñas que no tenían para comprar las telas, y otras apoderadas, para cortar la tela y luego confeccionar los trajes, y dar las instrucciones de cómo embeber la falda para unir al peto y los tirantes, siempre que cada alumna o su madre se comprometiera en terminar el traje. Nada dije en casa. Me sentí segura con la explicación entregada por las apoderadas en el colegio, que me bastaba para terminar yo misma mi vestido.

En mi casa había una máquina de pie con cuatro cajones. Siempre la había visto, pero nunca a mi mamá ocuparla. Limpié y aceité la vieja máquina y dos días después, empecé mi trabajo con la seguridad que en el día lo dejaría terminado. Una costura a cada lado de la falda, embeber, unir al peto, los tirantes y forrar el ruedo, no sería tan difícil.

Una idea pasó como una ráfaga en mi mente. "Si yo fuera modista, tendría trajes tan bonitos como aquellas jóvenes profesoras."

Me instalé delante de la máquina, como una profesional ya consagrada, coloqué la tela en la máquina y la hice funcionar, pero en vez de avanzar ella retrocedía y cortaba el hilo. Enhebré la aguja de nuevo, y sucedió lo mismo. Lo intenté una y otra vez, pero nada, siempre lo mismo. Frustrada y sólo con deseos de llorar, guardé mi costura sin decir nada a mi mamá.

Al otro día, sin género y sin hilo, hice girar el pedal, hasta darme cuenta que la máquina al hacerla funcionar ya no retrocedía. Me sentí victoriosa y traje de nuevo la tela - ahora sí, pensé muy contenta - pero la endemoniada máquina continuó cortando el hilo, aunque ya no retrocedía. Pensé que tal vez mi madre no la ocupaba por que ya no servía y era muy vieja. Asustada de no poder terminar a tiempo mi vestido, le conté a ella mi problema, pidiendo a la vez que lo llevara a una modista.

No -dijo mi madre, yo la enhebraré, inténtalo de nuevo.- lo hice, ¡Milagro! La vieja máquina cosía. De pronto el género comenzó a recogerse y continuó cosiendo, hasta que la aguja salió y entró en el mismo orificio para no moverse más. La fastidiosa máquina tenía atrapada fuertemente la tela; tiré despacio, luego más fuerte hasta que se quebró la aguja, pero la costura continuó atrapada, entonces con rabia di un fuerte tirón y el carretel cedió, pero con un trozo de tela menos; lo poco que había cosido era sólo un enredo de hilo. Decidí no intentarlo de nuevo y se lo hice saber a mi mamá.

Si lo llevo a la modista no podré pagar el tuyo. Fue la respuesta de mi madre. La idea no me gustó, pero no me quedaba otra alternativa, (Una fiesta sin un traje nuevo no tenía importancia en el pueblo.) me esperaba una nueva sorpresa. El rechazo de la modista no se hizo esperar. Acudimos a otra profesional, y fue la misma respuesta, todas tenían más de su capacidad. Volvimos a acudir a nuestra modista ahora ya suplicando aunque no terminara mi vestido, pero ya lo tenía cortado fue su respuesta. No nos podíamos dar por vencidas y explicamos la importancia del traje. Esta bien le escuché decir - Me comprometo en lo que es indispensable sólo la máquina.


Mi madre y yo, terminamos haciendo la amplia basta del vestido, el planchado y cancelando la hechura más de lo que correspondía.

Por fin llegó el día de la presentación. Los trajes eran de un color rosado; tres rosa del mismo color aunque de un tono más fuerte prendidas en el peto al lado izquierdo; nos habían maquillado y peinado como la Shirley Temple.


Se ven preciosas - dice nuestra profesora -y los trajes quedaron elegantísimos.

Me acordé de aquellas jóvenes maestras y me sentí tan elegante como ellas, aunque sentí y mucho, ser tal vez una de las pocas personas que no tendría un traje nuevo en el día de Fiestas Patrias.


Nelly Valenzuela.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El Metro increiblemente repleto



El Metro increíblemente repleto. Mi urgencia por llegar a tiempo al banco no me permite sino empujar a quienes tengo por delante para tratar de no quedar fuera, al tiempo que la alarma anuncia que por mi espalda comenzará a deslizarse la puerta. Un suspiro de alivio logro apenas exhalar, pues mi cuerpo yace pegado contra el vidrio. Sólo el suave aroma de un agradable perfume que sutilmente comienzo a percibir parece reconciliarme con mi condición de persona. De pronto, siento que la joven que tengo por delante y cuya espalda se aplasta contra mi tórax, parece ajustar sus formas a las mías. Gira en ese instante su cabeza y me da una mirada que pienso expresa una disculpa. No se preocupe, le contesto en el mismo lenguaje silencioso. Al parecer la tela de sus ropas parece tan fina y delgada que comienzo a sentir en mi piel el detalle de sus formas tibias, palpitantes y perfectas. Su pelo castaño enredado entre mis labios me hace creer que a ella no le molesta nuestra desvergonzada aproximación.

La estación siguiente cambia mínimamente las coordenadas de nuestro gozoso hacinamiento. Seguimos unidos; pegados. A estas alturas, es imposible que ella no haya notado la impúdica transformación que en mi anatomía se ha ido produciendo. Tampoco aquello parece sorprenderle. En un delirio de antiguos pensamientos juveniles, creo que lo disfruta tanto como yo.

Claro que lo disfruta, porque por un instante ha girado su cuerpo y me ha premiado con una casi imperceptible sonrisa de complicidad. Luego se vuelve a acomodar junto a mi cuerpo, que hace rato siento que no puedo controlar. Al menos alguna de sus partes.

- ¿Te puedo invitar a un café? – le digo en una actitud temeraria que sólo dimensiono cuando escucho mi voz solitaria en medio de la multitud que nos rodea. Ella aguarda un instante antes de volver la cabeza para decirme.

- Ahora no puedo – y mete la mano en su bolso saca una hoja de una agenda y anota.

- Aquí está mi teléfono – dice y me toma, con una familiaridad que me sobrecoge, de la solapa para poner la hoja doblada en el bolsillo pequeño de mi chaqueta.

- Chao... llámame – me dice y yo apenas logro contener dentro de mí la emoción del alma, y fuera, la de mi cuerpo, que lucho por disimular ante quienes me rodean. Y se recarga, una vez más, sobre mi cuerpo que complacido parece despedirla con su grotesca caricia. Dudo un instante de seguirla, cuando la observo ágil y graciosa perderse en la multitud. La puerta que comienza a deslizarse interponiéndose entre ambos, resuelve la situación.

Cuando la he perdido de vista observo mi reloj. Tengo los minutos justos para llegar. Al descender del vagón en la subsiguiente estación y me dispongo a caminar presuroso hacia la salida, palpo por fuera el bolsillo interior de mi chaqueta. Me detengo bruscamente. Meto la mano hasta el fondo del bolsillo. Nada.

- ¡Conche su madre, mi billetera! – exclamo. Quienes me escuchan parecen censurarme con sus miradas.



PASAJERO

Armando Aravena

El David de Miguel Angel



Nunca supo bien por qué, siendo lunes, sonreía. Lo notó sólo cuando entró a su dormitorio y a la pasada se descubrió en el espejo. Después, se quedó pensando largo rato acerca del origen de aquella mueca casi imperceptible, que quizás nadie más que ella habría sido capaz de descubrir.

Al principio pensó que era porque recién a esa hora terminaba otro de sus horribles y fastidiosos fines de semana. O tal vez pudiera deberse a alguna broma fugaz de la Daniela, la gruesa y desenfadada conductora del transporte escolar que siempre andaba con esos chistes tan fugaces como groseros, que finalmente sólo ella se celebraba con esa carcajada licenciosa y procaz, pero que a Margarita inhibían e intimidaban.

Sin embargo sólo después de un rato, cuando el zumbido de los camiones petroleros de la construcción, que se iniciaba en esos días en el costado de su casa, empezaba a formar parte del sonido del entorno, pudo recién descubrir el origen de su sonrisa.. Supo entonces que fue aquella exclamación lanzada por uno de esos dos jóvenes obreros en el momento en que al borde de la calzada despedía con el brazo en alto a sus dos hijos. Si bien aquello en ese instante la puso molesta y turbada haciéndola entrar rápidamente a la casa, aquel "mamacita" se le había convertido en la caricia que ahora le hacía sonreír.

“Los hombres siempre amanecen estimulados con esa complacencia que les brinda su propio sexo por las mañanas..." recordaba ahora aquella frase del libro que leyera en verano, "para olvidar”. Así le había dicho Mireya cuando le regaló la obra de aquella mejicana que llamaba todas las cosas por su nombre. Volvió a sonreír cuando pensó que eso nunca lo pudo comprobar. Aun si lo hubiese leído antes de su muerte, Mario jamás le habría permitido que cada mañana bajo las sábanas ella buscara la comprobación de lo que la lúcida autora aseguraba.

Cuando subió a ordenar la pieza de los niños se acercó a la ventana para observar lo que pasaba en la calle. Una docena de cascos de todos colores deslizaban sus afanes en la entrada de la construcción. Se quedó observando a instante a algunos de aquellos hombres cuyo comportamiento activo y natural inevitablemente le hacían recuperar antiguos conceptos de masculinidad. Las frases breves y sin requiebres de la voz, el grito, el silbido e incluso los garabatos dichos o representado por los gestos, los gruesos bototos golpeando fuerte el suelo, la invitaban a creer que la apariencia de aquellos seres a lo menos trasuntaba la impronta más tradicional y perenne de lo que es ser hombre.

El sonido del timbre la sobresaltó. Acercó su cara aplastando el visillo contra el vidrio, pero no logró ver de quien se trataba. Un estremecimiento profundo le recorrió todo el cuerpo, cuando inevitablemente pasaron por su mente todas aquellas imágenes de violencia en asaltos a residencias particulares, que profusamente los medios habían hecho llegar hasta su hogar. Se detuvo en el descanso de la escala para volver a mirar hacia la puerta. Ahora, si bien pudo ver la silueta del visitante, las ramas del rosal que enmarcaban la gruesa puerta de fierro, le impedían una plena identificación.

Abrió lentamente la puerta de calle y se asomó tímida hasta la reja.

-Buenas días señora

-Buenos... -tan sólo alcanzó a balbucear con miedo.

-Vengo de aquí del lado, de la construcción, me mandó el jefe...

-Si... -dijo ella invitando al joven a continuar su mensaje.

- Lo que pasa que al otro lado tuvimos que arrancar todas las enredaderas, y las ramas quedaron colgando hacia su casa... entonces el jefe dice si acaso Ud. quiere que se las retire y se las eche al camión con todas las otras matas que sacamos.

La mujer se demoró en entender lo que el joven trabajador le explicaba, pues en ningún momento dejaba de imaginar el peligro que aquel extraño podría representar en la soledad con que compartía su hogar por las mañanas. El joven hombre aguardó por un momento la respuesta. El chirrido de sus audífonos ajustados alrededor del cuello cubrió el instante de espera.

-Si... -dijo finalmente la mujer, en realidad no tiene sentido que queden esas guías colgando del muro... adelante, pase.

-Lo que me preocupa es qué haré con esta muralla, que se verá tan fea ahora –dijo ella a espaldas del trabajador, cuando éste ya se había entregado de pleno a trozar las ramas, que sin su fuente de origen colgaban dispersas por el muro.

-Va a tener que pintarlo, pues señora –dijo el hombre sin volverse.

Ella dio un pequeño paseo recorriendo lentamente la extensión del muro y luego volvió a pararse detrás del trabajador. Recorrió lentamente su cuerpo desde su pelo erizado cortado como un casco que en la parte trasera había dejado un mechón un tanto más largo. Luego bajó desde sus hombros descubiertos y brillantes por la transpiración sobre la piel dorada por el sol, a los bíceps, los antebrazos y finalmente a la parte exterior de las manos en las que se prolongaba el rojo-azul de la nervadura de venas y arterias sobresalientes.

Se sobresaltó cuando el hombre al darse vuelta la sorprendió mirándole el resto de su cuerpo.

-¿Qué pintura cree usted tendría que comprar – le preguntó tratando de disimular, o para justificarse.

- Latex... blanco, como el resto de la casa –dijo el hombre mirando hacia el fondo del patio. Ahora su cuerpo descansaba su peso sobre una de sus piernas.

Recién en ese instante Margarita lo descubría. Sí, recién ahora supo el motivo de toda su exaltación interior. La imagen del joven trabajador que posaba sus tijeras de podar – tal si fuese la onda del bíblico personaje - sobre su hombro izquierdo y el peso del cuerpo que hacía descansar sobre el pie derecho, le dio la sensación de estar de nuevo en su presencia. Su mirada volvía a recorrer aquel cuerpo prodigioso con el mismo estremecimiento de aquella vez en que la atravesaba desde la punta del cabello hasta el extremo de los pies. Recordó la mirada censuradora de Mario cuando ella se separó del grupo de visitantes, extasiada con aquel desnudo viril, armonioso y perfecto cuya quietud trasuntaba todo el dinamismo que las tensiones internas suponen para un joven pleno de vida, energía, fuerza e ira. Ella, absolutamente absorta, seguía girando en los mismos 360º que Miguel Ángel hubo de recorrer un millar de veces hasta lograr la perfección de cada centímetro de mármol.

“-No se mueva... voy a buscar mi máquina fotográfica. Mientras tanto desnúdese-“ quiso decirle... o pedirle. “Que tan sólo quería quedarse con algunas tomas que hicieran justicia a sus armónicas formas. Y que mantuviera en todo momento esa apariencia tranquila e inocente porque a ella no le cabía duda que interiormente había un volcán de fluidos cálidos y bullentes que al menor estímulo...

-¡Ya señora, estamos listos –dijo el joven trabajador y cubrió con su tranquila mirada todo el resto del muro y el costado de la casa, hasta el lugar donde ella estaba.

- Si quiere puede darse una ducha, mientras yo le preparo un traguito - le habría dicho. Y si él aceptara, ella por fin tendría algo sabroso que ir a contar a esas antiguas compañeras de curso, que vivían invitándola a compartir aquellas tardes llenas de historias de amores furtivos y de deseos inexpresables, sino allí, ante la calidez de un diálogo casi libertino, que permitía mezclar la realidad con la fantasía, en dosis que nunca fueran a despertar sospecha. “Los traguitos dulces sueltan la lengua y relajan las carnes”, le había asegurado Sonia cuando ya los argumentos para invitarla, casi se le agotaban.

Les contaría que tuvo una experiencia única, insólita, fascinante, exquisita, arrolladora... inolvidable, con el modelo que Miguel Ángel usara para su David. Y que aquellas manos grandes y esos dedos largos y fuertes le habían rozado cada pliegue de su piel, haciéndola sentir placeres que jamás Mario sospechó que pudieran existir. Que después había sido aplastada por ese tórax ancho y de prodigiosa musculatura, que se agitaba con toda la fuerza prodigiosa que la naturaleza y el trabajo físico lo había dotado. Y que después de un rato cuando él se retirara a reposar tendido de espaldas a su lado, ella fue besando cada uno de sus poros salados por el sabor de la agitación.

- Me voy señora –dijo el joven trabajador encaminándose hacia la reja. Ella lo seguía a breve distancia a través del sendero del jardín, deseando adherir a su olfato el suave olor a la transpiración reciente. Nunca Mario expelió alguna vez ese olor, pensó. Nunca tuvo olor. Tampoco lo recordaba haciendo algo que lo hiciera transpirar.

- Cuando tenga la pintura si quiere me avisa y un sábado en la tarde yo puedo venir a pintarle el muro- dijo el joven que por primera vez fijaba claramente su vista en ella.

Cuando entró a la casa la mujer iba sonriendo. Esta vez sabía muy bien por qué.

MAESTRO



Armando Aravena
Noviembre de 1995.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La Mancha






Parado frente al espejo del baño Alfredo apretó suavemente el nudo de la corbata. Luego dio un paso atrás , se contempló a sus anchas y sonrió complacido. Sintió que había acertado plenamente en el vestuario elegido. Incluso, pensó que estaba vestido con una elegancia sobria. Pese a ser un muchacho joven, había optado por un formal traje gris recto, camisa de suave color celeste y corbata azul con finos ribetes rojos.

Esa corbata era su prenda preferida. La había comprado hacía un par de años luego de un flechazo que sintió a través de la vitrina y desde entonces lo acompañaba a los eventos más importantes a los que debió concurrir.

Con esta grata sensación de confianza y seguridad, Alfredo llegó aquella noche al lujoso restoran en el que se festejaba el cumpleaños del Gerente Comercial de la empresa en que trabajaba. Instalado más tarde en el comedor compartió alegremente con sus compañeros de labores y disfrutó en especial la compañía de una atractiva joven, que lo miraba con muy buenos ojos.

Llegado el momento del brindis por el festejado, todos los comensales se levantaron copa en mano para escuchar el discurso previo del Subgerente. Lo mismo trató de hacer Alfredo, pero enredó una de sus piernas con la silla e involuntariamente hizo un gesto brusco con su copa y el cálido vino tinto serpenteó por los aires y terminó reposando, entre otros lugares, en la preciada corbata del muchacho.

Alfredo quedó desencajado. No podía creerlo. Su corbata, su querida corbata, mostraba a la altura del pecho una mancha de vino del tamaño de una moneda. Pidiendo disculpas salió dificultosamente por entre las mesas y corrió hacia un baño, donde lavó varias veces la prenda con la esperanza de que la mancha desapareciera. Todo fue inútil.

Molesto y muy descompuesto, el muchacho abandonó el local y se dirigió a su departamento. Allí intentó limpiar nuevamente con detergente la corbata, pero la mancha permaneció igual.

En los días venideros Alfredo echó mano a cuanta fórmula le fue sugerida para lograr su objetivo. ¡ Maldita mancha ! mascullaba, mientras restregaba infructuosamente. Desconsolado, envolvió un día la corbata en una funda plástica y la guardó en un cajón del closet.

Meses después, escuchando una conversación de la anciana que atendía el puesto de diarios ubicado en una esquina de su departamento, logró dar con la solución de su problema. Encomendándose a todos los dioses, utilizó con mucho cuidado los elementos recomendados hasta que logró eliminar totalmente la mancha. Su alegría fue enorme, porque además de recuperar la preciada corbata, sentía que había ganado una batalla que lo había tenido muy deprimido.

Alfredo era un hombre bastante sano, pero en cierta oportunidad , habiendo superado las depresiones antes mencionadas, sintió un pequeño dolor en la espalda, inusual para él, y este malestar empezó a repetirse con el transcurso de los días. Debió entonces consultar a un médico.

Terminados los exámenes solicitados, el facultativo citó al muchacho a su consulta y le expresó:

- Mi estimado amigo, la mayoría de los exámenes realizados hasta ahora están normales, con excepción de la radiografía del tórax, que muestra una pequeña sombra o mancha, por lo cual será necesario practicarle un scanner y seguramente una biopsia.

Alfredo guardó silencio un rato y preguntó enseguida:

- ¿De qué tamaño es esa mancha?, doctor …

- Del tamaño de una moneda, aproximadamente, le respondió éste.

El muchacho bajó la cabeza apesadumbrado y manifestó en voz baja:

- Mancha maldita, de todos modos has ganado la batalla final.


PEPE ARJONA

domingo, 1 de noviembre de 2009

La Mancha






Allí estaba, abría los ojos, me movía y ella lo hacía conmigo, primero como una imagen imperceptible, a veces como una sombra escurridiza. Algunas veces despertaba y…, nada, se había ido, me sentía a salvo, abría los brazos, los dioses estaban conmigo. Aunque eso duraba muy poco, un pequeño punto en la pared me hacía sospechar, me volvía a mirarla y si..., era más grande, el corazón me latía fuerte, no..., de nuevo..., ahí estaba.

Al mundo me mostraba como una persona respetable, de buenos sentimientos, galardonada en el pueblo, utilizada como modelo en la educación de los niños.

De pronto empezó a aparecer más seguido (todas las mañanas en el espejo, al lavarme los dientes) en el trabajo, en el bus, en el taxi. Intenté sobreponerme, me tomé mis píldoras relajantes, respiré profundo e intenté hacer mi vida normal, obviarla, total solo yo la veía, pero no pude, en mi desesperación esa noche llegué al hospital, trabajaba allí, conocía los pasillos, los códigos y me refugié en esa sala de preparaciones, todo blanco, impecable..., ni una sola sombra.

Ahí en ese mundo inmaculado, pensaba que el cerco era cada vez más estrecho, que estaba contra el reloj, pero que aún tenía tiempo,…y si hablaba?, me confesaba…por ejemplo (bueno, había que ser cristiana y creer en la redención de los pecados) así a lo mejor desaparecería y dejaba de atormentarme.

De pronto por una minúscula rendija vi como una pequeña mancha se deslizaba y avanzaba hasta mí sin poder impedirlo, sabía que si me tocaba estaría perdida, hasta ahora se había mantenido distante, nunca había osado entrar en mi santuario.

Con el corazón retumbando en mi pecho subí a la silla, ella avanzaba, luego al mesón, Me encaramé por las estanterías, de pronto tropecé y caí al suelo con un estruendo de vidrios, ella me fue cubriendo, paralizada de pánico no podía gritar, al llegar a mi cuello ya no supe nada más.

A la mañana siguiente salió publicado en el periódico del pueblo “Honorable Doctora muere en su laboratorio trabajando”. Nadie dijo nada del extraño color verdoso con el que estaba cubierto el cadáver y el forense explicó que era por la mezcla de reactivos al caerse de las estanterías, pero ese Color…..esa mancha la empezó a ver seguido, demasiado seguido.


Viviana Medina