viernes, 9 de abril de 2010

El primer tren - Parte III


Jotabeche y los mineros

Para José Joaquín Vallejo, producto de su origen tan modesto, la situación de los trabajadores mineros fue siempre motivo de preocupación y desvelo. Si bien con el tiempo él mismo se convirtiera en patrón, es decir en empresario minero, nunca le resultó fácil sostener esta doble sensibilidad.

No era poco habitual que esta dualidad apareciera en sus escritos. Una y otra vez el quijotesco y mordaz escritor denunciaba a través de su espacio en “El Copiapino” la situación inhumana en que los empresarios, avalados ciertamente por la autoridad, trataban a sus trabajadores. "Tanta riqueza para ellos y tanta pobreza para los trabajadores", había dicho en una ocasión anterior, provocando la indignación de los empresarios que habían arremetido tan violenta y ciegamente contra el diario. Sin embargo, ante los contundentes argumentos expuestos por el convencido escritor había logrado disuadirlos de no seguir acciones legales en su contra. Pese a todo, la situación le era tan indigna que no trepidaba en continuar con sus denuncias.

Recordaba siempre la inesperada visita que hacía algunos años le realizara don Miguel Gallo, quien le había espetado tan violentamente aquella vez que se había encontrado con su nombre en “El Copiapino” y lo increíble que le resultara poder convencerse que era él a quien se aludía en aquella crónica. El famoso empresario minero junto a Adrián Mandiola, Juan Echeverría y otros, aparecía señalado como uno de los propulsores de medidas, cuyo inequívoco sentido iba en directo beneficio única y exclusivamente de la producción. El texto remitía a la implantación, por ejemplo, de la ley seca, la prohibición del uso de los corvos y cuchillos, y finalmente el destierro de las mujeres de los campamentos lo que había creado una situación ridícula para hombres que han proporcionado tanta riqueza y bienestar a tantas familias. "Acaso el señor Gallo quiere que todos terminen como el pobre Juan Godoy, condenado desde hace algunos años a vivir en la miseria más atroz".

El anciano hombre de negocios le había confesado el estremecimiento que le había producido ver el nombre del modesto leñador. Su rostro enrojecido por completo daba cuenta de su sinceridad y de la indignación que la situación le producía. Tras unos segundos de descontrol había cogido su levita de la percha y salido de su casa rumbo a las oficinas de "El Copiapino", no sin antes haber buscado en su gaveta las escrituras firmadas por Juan y José Godoy, cediéndole todos los derechos sobre el mineral.

- Mientras venía a conversar con Ud. y cruzaba las dos o tres cuadras que me separaban de la oficina de su periódico, señor Vallejo, - le dijo cuando lo tuvo en frente - recordaba la cara de infinita satisfacción de Godoy cuando recibió su primera paga como minero; $14.000. Nadie ni siquiera un ingeniero podía haber ganado tal dineral pensaba yo, mientras evocaba la mirada abismada de Juan Godoy que con nerviosidad y torpeza no paraba de contar billetes.

¿Qué piensas hacer ahora, Juan? - le pregunté esa vez.

- No, don Miguel, me contestó, esta vez el dinero no se me va ir entre los dedos, voy a comprar un terreno en La Serena. Quiero dedicarme a la agricultura – decía Gallo que después el hombre se había tocado el tórax - indicándole que no deseaba seguir entregando sus pulmones en la faena minera.

Por entonces, la casa en donde funcionaba "El Copiapino" ocupaba la esquina nororiente de la plaza de la ciudad. Un latón destacaba su nombre en letras altas en medio de los árboles del antejardín.

Don Miguel Gallo había empujado con fuerza el portón de la antigua reja de madera a medio abrir y cogido, casi con rabia, la elegante manilla de bronce que colgaba del centro de las maderas de la puerta de entrada a la antigua vivienda.

Necesito conversar de hombre a hombre con don José Joaquín Vallejo – le habría dicho en cuanto alguien se asomó tras la puerta entornada.

¿Qué le sucede don Manuel? - preguntó el aludido que en ese momento apareció tras el operario de prensas que había salido a abrir.

Necesito conversar con Ud. - dijo Miguel Gallo recobrando el ímpetu y la rabia que habían determinado realizar esa visita.

- Adelante, conversemos - dijo el espigado escritor invitando con su brazo extendido para que el visitante traspusiera la puerta.

Una sala de estar con antiguos muebles de madera y cuero natural los habría acogido al final del pasillo. Vallejos le indicó su lugar al visitante, que desconfiado dejó caer lentamente su humanidad sobre el amplio escaño recubierto con piel de vacuno.

Tengo la sensación señor Vallejos, de que Ud. tiene algunas dudas o reparos respecto de mi honradez ¿o me equivoco?.

- Si es eso lo que usted concluye de mis crónicas creo que debo reconocer con toda hidalguía que irremediablemente está en la verdad. Por lo demás, Ud. ha de saber que nunca he escrito nada de lo cual no esté profunda y realmente convencido.

- Es exactamente ésa mi aprehensión. Creo que su opinión es injusta y lo que es peor se basa en hechos que no son ciertos. Por lo tanto permítame advertirle que lo que usted dice es mentira y las alusiones a mi persona forman parte de una verdadera canallada.

Miguel Gallo había ido paulatinamente subiendo su tono de voz hasta que rojo de ira golpeaba con su cartapacio la mesa de trabajo del escritor.

- Tengo aquí los documentos que acreditan la legalidad de todo lo que Ud. con tan mala fe ha supuesto que se trata de un embuste.

- Son los hechos los que me han ido dando la razón en todo don Miguel.

- Y estas escrituras, - el visitante le mostraba el legajo de documentos hasta rozarle la nariz - ¿no son hechos suficientemente contundentes acaso?.

El flemático escritor observaba con atención la forma en que el rostro del visitante se iba descomponiendo cada vez más.

- Mire Ud.; tengo aquí en primer lugar, el pedimento de la pertenencia minera a nombre de los señores Juan Godoy, José Godoy y quién habla.

- Por favor siga, porque dicho documento no representa ninguna novedad para nadie. Todo el mundo sabe que desde un principio los tres formaron una sociedad para explotar el mineral.

Miguel Gallo buscó nervioso otros documentos, mientras su anfitrión permanecía impávido e inconmovible.

- Aquí aparece la venta de la parte de don José Godoy y la de don Juan Godoy a quién le habla...

- ¿En cuánto? - preguntó Vallejo.

- Aquí aparece la firma de los dos hermanos Godoy que testifican recibir a entera conformidad los pagos correspondientes.

- ¿En cuánto? - insistió Vallejo en un tono más alto.

- Aquí está véalo con sus propios ojos...$8.245. Ve Ud.; todo conforme a la ley y ajustado a derecho.

- Entonces, mi querido don Miguel, Ud le estaría dando toda la razón a nuestro amigo Rosseau.

Miguel Gallo curvó sus cejas y lo miró extrañado. ¿A quien dice Ud.?

Vallejos tardó su respuesta seguro de provocar mayor malestar al visitante.

- Rousseau, el pensador naturalista francés que señala que la ley es injusta.

Miguel Gallo lo cubrió con una mirada entre escéptica y asombrada. Sintió entonces que los afanes propios de su negocio minero lo habían sacado del permanente interés que siempre había tenido por la lectura y la cultura.

- Concretamente, ¿Ud. piensa que la fortuna de $8.245 no fue suficiente pago por los derechos de los señores Godoy?. Yo creo que dos analfabetos e ignorantes jamás podrían administrar como corresponde tal dineral. ¿De qué podría haberles servido recibir más que eso?. Que por lo demás usted sabe que hoy por hoy, representa una verdadera fortuna. ¿Cuántos años debería trabajar usted, por ejemplo, para reunir dicho dineral?.

- Bueno, mi actividad no es justamente un buen ejemplo de algo por lo cual se perciba ni siquiera lo justo - se disculpó Vallejos - sin embargo, déjeme decirle algo respecto de la fortuna que usted habría pagado a los hermanos Godoy.

Vallejos tomó su pluma y trazó unos números sobre un papel ante la mirada extrañada del visitante. Luego, después de un rato en que parecía estar repasando el par de operaciones que realizara dijo:

- Sr. Gallo: si consideramos la cifra de producción obtenida durante el mismo año del contrato veremos que ésta fue de $1.520.000; eso quiere decir que el valor que se canceló por su mina alcanzó tan sólo al 0,5 por ciento de lo que ésta produjo en un año. ¿Encuentra Ud. justo todo esto?.

Miguel Gallo pareció revolcarse en su asiento haciendo grandes esfuerzos por ordenar las ideas para una adecuada respuesta. Su rostro enrojecido le hacía cada vez más notoria la vena sobresaliente que le cruzaba toda la frente. Dos o tres veces había ordenado y aplastado con sus manos las solapas de su levita que a cada instante le volvían a rozar la barbilla. Finalmente después de un instante que pareció dejar pasar para tranquilizarse se puso de pie y apuntando con el dedo a Vallejo le señaló:

- Al parecer Ud. señor Vallejos sabe mucho de retórica, discursos y literatura, pero desconoce totalmente lo que es el derecho...

Vallejo lo miró tan sólo sin intentar interrumpirlo.

- Al parecer, Ud. no sabe que cuando dos personas adultas asumen un contrato, nadie puede acusar a ninguna de ellas de querer hacerlo efectivo. Le leo textualmente lo que señala este documento: “El señor Juan Godoy, en pleno uso de sus facultades mentales y sin mediar presión alguna, concurre a firmar el presente contrato”. ¿Ve Ud.?. Ahí está su firma, aquí está la mía. Incluso está también las de un par de testigos. ¿Le parece a Ud. que este documento escriturado por don Julio Pradenas Zenteno, notario público autorizado, sea un documento falso o hecho para engañar a alguna persona?.

Se produjo un incómodo silencio en el que Vallejo aprovechó para encender su pipa. Luego, cuando se aseguró que el tabaco se había encendido aspiró fuerte y lanzó hacia un costado una inmensa bocanada de humo.

- Es muy difícil que Ud. comprenda mi posición Sr. Gallo...

- Si, estoy de acuerdo, nunca me podrá convencer Ud. ni nadie, con su gran retórica aristotélica, que estoy cometiendo un robo. Por lo tanto, escúcheme bien - se levantó de su asiento, se acercó hasta el borde del escritorio y apuntándolo con su índice le advirtió en tono amenazante: - la próxima vez que Ud. me mencione en su diario le enviaré mis padrinos. Creo que sólo en campo de honor podremos definir en forma definitiva nuestras diferencias. ¿Está Ud. de acuerdo?.

Fin de Parte III

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