miércoles, 5 de mayo de 2010

La yegua


- ¿ La va a correr amigo? - dice el hombre que se ha detenido junto al par de muchachos que cuidan la maciza yegua baya, amarrada a la entrada del callejón del bajo, de la entrada a Peralillo, donde suelen realizarse las carreras a la chilena.

- A usted le digo mi amigo, ¿la va a correr o le puso el pañete y la cincha pa'llevarla pa'l circo? - una larga y burlona carcajada del grupo de jinetes que acompañan al hombre, llena de risas y de ecos el polvoriento callejón.

Raúl el mayor de los dos hermanos permanece en cuclillas, sin girar su cabeza, como si no hubiese escuchado las preguntas ni las risas.

- Si alguien quiere apostar... -dice tan sólo, después de un instante.

Dos o tres hombres curiosos se bajan de sus cabalgaduras y se acercan a la yegua para examinarla.

- ¿Pero, es güena pa' correr la bestia? - pregunta el hombre que había hablado antes, apeándose de su cabalgadura e iniciando un sinfónico tintinear con las espuelas arrastradas por el suelo.

De nuevo el joven tarda la respuesta. El bullicio de la gente que se ha reunido para ver las primeras carreras y el chirriante sonido de las cigarras a media tarde parecen embotar los oídos.

- Bueno, ahí vamos a ver como anda pues- responde Raúl...

La yegua echa las orejas para adelante y se mueve nerviosa y preocupada por la cercanía de los desconocidos. Manuel el hermano menor, que ha permanecido en silencio, pasa el brazo por debajo del cogote del animal y le palmotea el costado de la cabeza para tranquilizarla.

- ¿Y andan con plata? - pregunta ahora el hombre

- Un poco

- ¿Cuánto?

- ¿Y cuánto quiere apostar Ud.?

- Veamos pues - dice el hombre, y acercándose a cada miembro del grupo los insta a entregarle dinero para apostar.

- Aquí la están dando. Miren la media percherona, hasta un burro le podría ganar - continúa diciendo con marcada sorna - a ver ¿quién quiere apostar?

Los hombres miran con escepticismo primero, pero luego cada cual comienza a meterse las manos al bolsillo para ir sacando arrugados billetes que su compañero va apretando en la mano. Al final, cuando parece que nadie más quiere apostar, se para delante de un delgado y quijotesco jinete que no había entregado dinero para la apuesta.

- ¿Y vos, Jeremías?, ¿No querís ganar plata?

- Pero si nadie ha visto correr la bestia ¿cómo le van a apostar?

- ¡Puta, madre!, ¿No la esta´i viendo? a media carrera el tordillo le va a sacar seis cuerpos de ventaja.

El hombre permanece un rato en silencio y luego saca un par de billetes y se los pasa sin dejar de manifestar en el rostro su preocupación por obligarlo a apostar a ciegas. Él sabe que es el chacolí el que ya ha comenzado a enturbiar la mente de sus amigos.

- Ya, cabro - dice el hombre- aquí está la plata; ¿dónde está la de ustedes?

Raúl se mete la mano al bolsillo y extrae un fajo de billetes.

- Doscientos metros - le dice al hombre. Este duda un instante, pero luego acepta.

- ¡Hecho! - dice estirando su mano - vamos a hablar con don Fernando.

Todos se encaminan hacia el lugar de la partida.

El paso del grueso animal causa la extrañeza de todos los lugareños primero, pero luego se forma un callejón de risas y burlas, por donde los dos hermanos deben pasar a tomar ubicación para iniciar la carrera.

Cumplidos todos los preparativos, Manuel toma los quilines de la yegua, los retuerce en su mano y de un salto se encarama en el animal. Del otro lado de la vara, un inquieto y nervioso potrillo tordillo de inmensas patas largas, no deja de moverse en la partida.

- ¡No hay más apuestas! - grita don Fernando Paredes el eterno juez de las carreras a la chilena de Peralillo - ¡atención!, voy a dar la partida.

Un nervioso y expectante bullicio llena de gritos, risas y aplausos el extenso callejón, que parece acallarse tan sólo cuando el anciano alza su emblemática varilla de mimbre.

- ¿Listos? - pregunta, sin poder evitar el quiebre de su voz.

- ¡Yaaa! - grita después, bajando con fuerza y brusquedad la varilla, y los animales parecen rasgar en dos el callejón, llenando de tierra y gritos el lugar.

Casi al unísono Raúl golpea con fuerzas las ancas de la yegua con la palma de mano, tal como siempre lo ha hecho allá en el sandial. También como allá, ahora sale corriendo y gritando como un enajenado la bestia, hasta que las gentes y el polvo le impiden el paso. Igual como cuando la corrían por el medio del sandial. Al caer la tarde hasta que la oscuridad y el cansancio los vencían. Allí, sin que nadie más lo supiera, ni el patrón se diera cuenta, habían ido mejorando cada día más los tiempos. Y luego, cuando estuvieron seguros que la yegua era realmente buena corriendo, se habían ido a convencer a la abuela para que les prestara el dinero.

- Vamos a ganar mucha plata, Violetita. Nadie sospecha que la yegua es tan buena para correr.

Ahora, en medio de los gritos, las risas y los empujones, Raúl parece estar viendo a la vieja que los queda mirando. Su ojos semiempañados por la implacable catarata, van de uno a otro de los nietos, tratando de descubrir lo que es verdad de lo que es mentira. Y finalmente se pone de pie y con paso lento, arrastrando los zapatos sobre el piso de ladrillos del corredor, se dirige al dormitorio para abrir el cajón del medio del aparador, en donde está su antigua libreta del Seguro. Y los hermanos sonríen nerviosos sin atrever a mirarse. Y la anciana se aproxima a Raúl y le entrega aquellos billetes amarrados con un elástico. Y no dice nada. Y los jóvenes tampoco. Tan sólo la abrazan y la apretaban entre sus brazos hasta que ella ya no resiste.

Raúl camina rápido entre la gente y luego corre hasta el lugar en donde está el par de estacas que señalan la meta. Alguien le ha dicho que la yegua ganó. "Pero por un pelo", agrega alguien. Sigue corriendo buscándola desesperado entre el polvo, la gente y los caballos que no lo dejan ver el final de callejón.

Sin aliento, desencajado, caso desfalleciente enfrenta la curva del fondo, hasta que allí a un costado del camino se encuentra a Luis semitendido en el suelo y más allá el enorme bulto ocre de la yegua tumbada junto a las zarzamoras que orillan el camino.

- ¿Qué pasó? - pregunta dejándose caer pesadamente junto al animal inerte.

Manuel no dice nada. No puede decir nada, su rostro pleno de espanto, sucio de tierra, sudor y sangre lo dice todo.

Armando Aravena - 2001

La estacion

Las cuadrillas de obras civiles ya habían devuelto la tierra al surco ahora albergando un ducto de plástico en cuyo interior dormitaba un cable de fibra óptica. Un largo tapete de concreto sellaba la superficie y pequeñas lápidas a ras de suelo marcaban el acceso a una casa, una escuela, una iglesia ó un edificio en la extensa lista de clientes de FibraCom. El tum tum había dado paso al telégrafo y ahora la delgada fibra estaba desplazando a los gruesos cables de cobre. Las subterráneas hebras de silicio serpenteaban calles y ciudades conectando países y continentes a través de océanos y montañas; la insaciable necesidad de escuchar una voz remota y ver urbi et orbi sus miserias de guerra, angustias de inundaciones, violencia terrorista y alegrías de carnaval, aseguraba el éxito de tal empresa.

A Francisco Escobar, técnico electro-óptico de FibraCom, le faltaban sólo tres casas para terminar con su trabajo del día. El barrio resultaba familiar mientras buscaba la dirección exacta de aquella residencia cuyas pruebas de empalme, según la agenda de su supervisor, estaban aún pendientes por ausencia de moradores. La fachada detrás de la reja de fierro era la misma que en otra época había alojado a los Molina por largos años y cuyo parrón de entrada testimonió tantos partidos de ping pong entre los amigos del barrio. Tocó el timbre y esperó. No había señales de vida. Miró impacientemente más allá de la vid desnuda, hacia el fondo del patio, en busca de algún movimiento en respuesta a su llamado. Nada. Las persianas desvencijadas impedían el paso de luz al interior de las ventanas y el jardín acusaba un indefinible estado botánico.

Tímidamente, sus dedos se deslizaron por los eslabones de la cadena hasta encontrar un gran candado semi-abierto. Con la seguridad de movimientos que dan haberlo hecho decenas de veces durante la adolescencia, Francisco giró el candado con una mano apartando el último eslabón de la cadena mientras con la otra mano tiraba del cerrojo y abría la puerta. Llamó nuevamente a viva voz al tiempo que se dirigía a la puerta principal. Nadie respondió. Empujó suavemente la mampara
entreabierta intentando otear en las sombras y ahí estaba, la conexión en el zócalo del vestíbulo.

- ¡Hola!..., ¿hay alguien aquí?-, preguntó una vez más alzando la voz. Giró la cabeza para captar mejor algún ruido desde el interior pero solo escuchó su respirar; un lejano ladrido de quiltro callejero interrumpe la espera. Decide probar la conexión de fibra y volver más tarde por la firma de algún morador. Con un mecánico movimiento del hombro, desmonta la mochila con el equipo de pruebas, ajusta unos botones sobre el panel de control y conecta un cable desde el equipo a la conexión en el zócalo. El visor del instrumento se ilumina lentamente mientras aparecen unos números en el borde del panel.

La pantalla se ilumina, Francisco ajusta un par de perillas y la imagen da la sensación de avanzar por un tubo estriado. Francisco ajusta la frecuencia del barrido y la percepción de movimiento aumenta proporcionalmente. Adelante a la derecha se divisa una apertura y con el cursor decide proseguir esa ruta. Un corto trecho y la imagen se detiene al tiempo que reconoce el interior de la casa que él visitara esa misma tarde de verano. Con otro movimiento de cursor regresa al túnel principal y prosigue hasta la siguiente desviación con el leve presentimiento de haber estado antes en esta casa habitación. Una sombra cruza su campo visual y al alejarse reconoce a un antiguo amigo de barrio de sus años de adolescencia; un poco más atrás reconoce a su hermana en uniforme escolar y a la tía Rosa que tantas tardes lo dejó a tomar onces junto a su amigo después de la pichanga a la llegada del colegio. Otra figura familiar se divisa al fondo, al borde del campo visual, pero no puede reconocerla. Francisco intenta ajustar la posición horizontal y la imagen vuelve a enfocar el tubo iluminado y avanza con creciente velocidad.

Ignorando las repetidas desviaciones en su ruta principal, Francisco llega a una intersección de múltiples grutas y decide por la segunda de la izquierda. Las cavernas pasan rápidamente por los costados del visor. Otro ajuste y a la izquierda aparece una asoleada terraza con un quitasol y varias sillas de reposo frente al mar. La vista desde la terraza es magnífica y la afable imagen masculina de un hombre joven rodeando con sus fuertes y velludos brazos a un niño de agradables facciones en sus rodillas mientras lee ociosamente una revista de caricaturas lo desconcierta. Una mujer de mirada dulce, hermosa, de sonrisa cálida y cabellos rubios al viento le lanza besitos desde su silla al borde de la sombra. La inolvidable mirada de ojos color cielo lo sostiene y lo protege de las ráfagas de viento. Francisco acerca la mano queriendo fijar su posición pero solo consigue regresar a la ruta principal.

Túneles y grutas, cavernas y boquerones se alternan en un interminable desfile de laberínticos recovecos hasta desembocar en una vetusta construcción de ferrocarril rural. El sol de tarde alumbra un descolorido letrero que a la altura del entrepiso anuncia "Estación Quillota - Ramal Calera". En el andén, se recorta la silueta de una espigada joven campesina de cabellos negros aferrada a su bebé; tiene escrita la acongojada expresión de quien pronto debe dejarlo ir y para siempre. Su ojos almendrados, aún hinchados por el llanto reprimido, están resecos por la angustia de noches sin dormir. Atrás quedó exhausta la insoportable sensación de culpa. El paladar seco y la lengua inerte modulan palabras mudas en un rostro que habla por ella. Su bebé tendrá amor y oportunidades. Se acerca una juvenil y aprehensiva figura femenina de cabellos color miel. A un costado del andén, un adulto joven espera al volante de un auto. Las dos mujeres cruzan miradas de fertilidad y frustración, resignación e inseguridad, pasión y amor. La mujer de ojos color cielo llora de alegría, mientras acoge su preciosa carga y una nueva vida empieza para ella. Aparta cuidadosamente la manta que cubre la bien formada cabeza del bebé y ahí están, esos vivaces ojos almendrados brillando debajo de la corta pelusa de cabello castaño.

- ¡Que gusto verte por aquí!-, exclama una suave y cálida voz de mujer que congela y paraliza a Francisco, -¡Tal parece que fueran años que no te veía; ¡es bueno que te acuerdes de los tuyos de cuando en cuando, ¿no?-, agrega la mujer de mirada dulce y ojos almendrados con una maternal sonrisa.

Faustino Gonzalez - 2001

Infame paladar

Fue asesinado, bramaron los grifos y la noche se volvió roja y rosa, coagulada y marchita, cemento febril que sostiene el cuerpo casi insano y cansado.

Fue asesinado y mi ciudad moría de anemia, roca dura, polvo y pólvora.

Le dispararon por la espalda, fuego infame, canallada, murciélagos a la deriva, ecos de un presagio que retumbaba en los tímpanos, muerte fugaz, lágrimas y soledad. Nadie lo conocía, no sabían quién era o de donde venía, pero todos sabían que se llamaba Salomón Balterra.

La muerte se paseaba por las glándulas gustativas de los hombres y fabricaba llagas en los glóbulos del viento.

Era día viernes y Salomón presagiaba que todo sería diferente. El día estaba algo denso y el aire llevaba un aroma de cementerio embrionario, de postas y hospitales decrépitos donde los muertos llegan con la cicatriz en el alma y los huesos perdidos bajo la piel. Era día viernes, y como nunca el dolor abría las puertas de las rameras y los asesinos, rameras blancas y negras, rameras ricas y pobres, ladrones y delincuentes, violadores violetas. Era día Viernes como cualquier día de la semana.

Salomón salió del taller donde trabajaba la madera, en ese lugar fabricaba estatuillas con el formón y la gubia y pequeñas cajitas donde guardar joyas o cualquier otro tipo de utensilio; con la intención de beber un poco de alcohol y luego marcharse a su casa.

Quería olvidarse del pasado y borrar parte de su vida, como si fuese una historieta de papel, como si fuese un cómica autodidacta, quería pensar que nada hubiera pasado.

Siempre buscaba la forma de alejarse hacia un horizonte inexistente, de llegar a las alturas sin volar, de convertirse en el gran elemento de la muerte.

El dolor también es vida, es real, es sed, es mujer infiel, es un deseo ahogado en las uñas, es la patria de los apatrias que huyeron con la garganta degollada por el filo de un beso.

Se sentó y bebió, se sentó y mordió la copa, se sentó y se sintió vivo, y pensaba e imaginaba. Presentía los labios de su amada, su lengua se adueñaba del infinito, de esa hembra blanca y traidora, de esa belleza nefasta, de esa malnacida, hermosa como una luna de hilo sobre el tallo de la noche, hermosa y fatal, letales senos, terciopelo que irrumpe, que quiebra por dentro y deja sólo un vacío.

Pero no podía olvidar la imagen de esa fémina que siempre lo acompañaba en la locura y en la cordura.

- Deme la botella, amigo, por favor.

Y el muchacho que atendía, le entregó una botella llena de licor y de sueños.

La noche llegaba con su paladar de hierro oxidado y con su luna llena de veneno y cortinas grises, llegaba tartamuda y fatal en el presentimiento de las cloacas, llegaba sumisa y esquizoide, llegaba como un globo infernal y se levitaba y se levitaba. La noche llegaba con su paladar de hierro oxidado y Salomón empezaba a entenderlo todo.

Hace algunos años él mató a Camila, la degolló y luego se entregó a la policía, la asesinó a sangre fría detrás de la cocina, llegó sigilosamente y la destruyó, se convirtió en homicida. Había matado a su compañera, por traidora e infiel, porque faltó a su promesa, porque él no quería ser malo y firmó su sentencia cuando la conoció.

¡Asesino!- bramaban los grifos, los alcohólicos, los maricas, los malditos, los políticos y el Gran Matutino de la hipocresía.

Mató a una mujer, ¡denle duro!, ¡fusílenlo!, - se escuchaban las voces anónimas del viento sur y del viento norte, de los huracanes y de la brisa.
¿Habrá sido la voz de Dios?

¡No!, eran voces inquisidoras que se adueñaban a golpes de la verdad, de esa verdad fingida, de esa verdad que copula con la mentira y la blasfemia. Todos eran pecadores, todos se persignaban, todos eran traidores, todos lanzaban piedras, todos sabían lo que pasaba... y callaron.

Salomón mató a su mujer porque lo engañó y ella decía que lo amaba y le mintió, y ella decía que era el único, pero no era verdad.

Siete años y un día para Salomón Balterrra y si tiene buen comportamiento, podrá pedir una rebaja a su sentencia después que cumpla la mitad de su pena.

Siete años en la jaula de los perdidos de las pesadillas amarillas, simulacro de una vida donde se vive a medias, simulacro de una muerte donde se muere a medias, siete años simulando existir queriendo ser invisible o jugar al gusano de la diosa tísica.

Roedores y ratas deambulaban por la cárcel metropolitana o por la "correccional", como era conocida y reconocida por todos sin excepción. Parecían hombres que respiraban y comían y tenían relaciones sodomitas, y se mataban y se besaban, luego volvían a existir en este gran juego de miserias y misericordias, el juego de la subdimensión en medio del universo, la órbita de los coleópteros que se acrecienta y se explaya en la caja de la única verdad, la verdad de la vida y de la muerte, la misma existencia hacia la inexistencia.

Agujas sobre el suelo, agujas que rompen el tiempo y se apoderan de ciertas partes humanas, de los conductos, de las vías latentes; agujas que se adentran por la fibra y la membrana y luego destronan la cordura y el silencio de la parte inconexa, agujas que pinchan e introducen algo que lucha alevosamente con la noción propia del hombre en cautiverio que castiga su propia esencia.

Qué ocurrirá después...qué ocurrirá, dónde no llega la noción.

Salomón no fue alfil ni peón, se mantuvo al margen, se hizo a un lado y consiguió sobrevivir toda su pena sin rebaja. Justa redención en una ruta perdida que se extendía sin final, su único aposento fue un sol que se esfumaba y cierto arrepentimiento de un crimen alevoso, su peor cobardía; hombre vivo hombre muerto, algo parecido a un ángel que sangra eternamente.

Pero esta noche todo sería diferente, la intuición del asesino, del criminal, esa intuición que hace que la muerte sea algo más que la sombra y que la misma piel, lee avisaba de un dolor lejano, de una herida mortal que el mismo firmó al degollar una garganta.

Siguió bebiendo hasta quedar ebrio y anestesiado de tiempo y dolor y su corazón empezó a palpitar arritmias afónicas que construían resonancias de diferentes direcciones, de disímiles suicidas, de alternativos asesinos, de seres que jugaban a ser dioses quitando vidas sin confesión.

El llamado del destino lo presentía desde que se levantó de la silla, al salir a la calle y seguir su ruta de todos los días que lo llevaban a su casa, a su refugio de penitencias y confabulaciones.

Su único amigo era el viento y algunos postes que le hacían recordar un paisaje lleno de pobreza y carencias de todo tipo, de todas las formas. Los postes eran los árboles de un progreso al cual nunca tuvo acceso.

Su viento predilecto era esa brisa fría que corre al anochecer y que forma un leve sonido, donde los ladridos de los perros parecen acoplarse, formando melodías mágicas que se cuelgan de la oscuridad como los rojos ojos de los mendigos que ya no piden nada.

El tampoco pedía nada, ni siquiera un único perdón, una pequeña caricia, un beso final, tutelar, colosal, un beso sin rostro, quizás una lágrima, una pobre gota que limpie la tortura de una existencia donde los caminos se diluyen en el pedestal de la agonía.

Casi ebrio se acercaba a su casa, cuando repentinamente escuchó una voz.

- Pásame la plata o te mato- y Salomón paró, respiró profundamente y continuó su marcha.

- Para o te disparo- y Salomón hizo caso omiso.

- Maldito hijo de puta- y Salomón sonrió.

La primera bala le partió la espalda, perforó su chaqueta de cuero que le había regalado su amante en la prisión, un muchacho de veinte años, un homosexual, alguien que jugaba a ser mujer en la gran zafra de la vicisitudes, su evasión y desahogo.

Casi cae al suelo, pero su fortaleza no deja que sus labios besen la calle de tierra y acertijos.

El segundo disparo fue en el pulmón derecho y un río de sangre voló desde su boca hacia las estrellas, pintando por un segundo las paredes y los capullos.

- Camila, Camila-gritaba con una voz que de a poco iba despidiendo sílabas que se asimilaban al retorno de las ninfas a los campanarios que descifran la congoja y los despertares.

Hubo un tercero, un maldito y tercer balazo que hirió el riñón izquierdo, tanto por fuera como por dentro, por los lados, por arriba y por abajo, por la matriz, al borde, por el centro, y Salomón cayó, y Salomón voló, y Salomón lloró y sintió el sabor de la sangre quemar su lengua y las encías, el mismo sabor que lo perseguía y lo condenaba desde que asesinó a Camila, desde que cortó el hilo de la vida, ese mismo sabor que su paladar nunca dejó de sentir. Ese infame paladar nunca dejó de saborear, el último beso, la última saliva de Camila.

- Murió el asesino.

- Tápenlo con diario.

- Le pusieron tres balazos.

- Lo liquidaron.

Alguien lo dijo, uno que pasó, un murmullo, un grito, un sollozo y la multitud se masturbaba observando un cadáver que pudo ser cualquiera.

Aquí murió Salomón Balterra, en las ruinas de una noche, donde se propagan los ecos y los tumores de una calle, donde la nieve nunca estuvo.

Julieta Morales - 2001

La lavanderia

Desde la sala de estar del asilo, Ramón vio a Doris entrar a la lavandería al final del pasillo. Sus ojos se iluminaron y decidió partir tras ella. Manteniendo un precario equilibrio con la ayuda de un rústico bastón de caña, su andar contrastaba con la agilidad de otra época para mover sus octogenarios huesos. Un silbido con cada respirar acompañaba el roce de las zapatillas con la baldosa.

Ramón Antonio González Vidal había llegado al albergue hacía muchos años pero aún conservaba la picardía del hombre de campo; esa misma agudeza que en su juventud le permitió escapar de las autoridades de inmigración; otros ilegales no llegaron muy lejos de la frontera en busca de una mejor vida. Ese mismo afán afloraba ahora ante una nueva oportunidad de sentir la sangre en las sienes.

Nadie notaría su ausencia. En la sala estaban los conocidos de siempre. Ramón había visto pasar a muchos huéspedes por aquel ancianato; algunos como él, eran simplemente viejos; otros, con una edad mental de regreso a la infancia o bien sus rostros delataban la ausencia de alma ó incluso conciencia de la vida misma. Todos ellos, indigentes, ignorados o abandonados, intentaban llenar sus vidas con alguna actividad de salón bajo la atenta mirada de enfermeras y voluntarias.

Ahí a la izquierda estaba Rebeca, esa mujer obesa de edad media, cara redonda, labios gruesos y pelo ensortijado que en momentos de tranquilidad podía mantener la más interesante de las conversaciones para de pronto emocionarse hasta las lagrimas con la visita de algún extraño. Su pasado de tabernera le había dado esa naturalidad para tratar con todo tipo de personas y manejar cualquier situación excepto la suya propia. Muchos recordaban la primera vez, cuando frente a un grupo de estudiantes de sicología, había caminado hacia ellos con voz seductora al tiempo que se despojaba de sus prendas, una por una; las enfermeras ya no corrían en defensa del pudor o del buen gusto y solo la apartaban en medio de sus insinuantes y eróticos llamados.

Ramón siguió su curso con la vista baja y ocasionalmente oteaba la puerta de la lavandería.

Pasó detrás de Ricardo, un joven de aspecto viril y contextura física agraciada que miraba por la ventana. Difícil saber en qué estado lo dejó una sobredosis de insulina. Su mirar ausente vagaba lejos, sin voz. A juzgar por sus ropas y escasos efectos personales, existía alguna preocupación a la distancia que intentaba compensar con dinero la falta de cariño en escena.

Unos pasos adelante estaba Manuel, ese enfermero moreno, grande y robusto que normalmente acompañaba a Ramón al hospital en el centro de la ciudad. Era el penúltimo espacio antes de llegar a la puerta de la lavandería. El moreno lo saluda con un gesto de cabeza y vuelve a atender a Gladys, una mujer madura sentada en su silla de ruedas masticando con ruido y descoordinación una barra de granola.

Ramón levanta la vista y su corazón se acelera al ver que está llegando a la meta. Abre la puerta de la lavandería y la silueta de Doris lo encandila a contraluz. Aun así, puede apreciar las hermosas líneas de su figura, el movimiento constante de cabeza y sus dedos aferrados a una muñeca de trapo; imposible negar la belleza de estas facciones enmarcadas por amplias ondas de cabello color trigo y miel. Su boca y bien formados labios debajo de una nariz respingada, solo atinan a balbucear sonidos que la muñeca ha escuchado mil veces.

A un costado de la sala, una hilera de máquinas rodeadas por carritos repletos de ropa de cama y de vestir; la atmosfera esta impregnada del olor a desinfectante acometiendo contra la incontinencia estampada en las sabanas. Un poco mas allá, un gran canasto para el lavado de almohadas. Doris se detiene buscando donde dejar la imaginaria ropa de su muñeca y su mirada desvaría de lado a lado. Ramón, ahora detrás de ella, apoya con determinación una mano en su cadera. Doris gira y encuentra el rostro de su eterno galán demasiado cerca para evitar un apasionado beso. Ella corresponde y por un momento permanece inerte, toda vez sus erráticos movimientos desaparecen; al rato, aclarándose la garganta suspira con tranquilidad.

- Querido, ¿qué te parece si dejamos a los niños con mi madre y vamos a ver esa película que hablábamos anoche?

Dejando caer el bastón, Ramón posa sobre ella la otra mano mientras la primera sube por la espalda; el tiempo parece detenerse.

- ¡Ramón, otra vez de cacería…, viejo picaflor!; ¡vamos, deja a Doris tranquila! – sonó la voz gruesa del moreno Manuel a sus espaldas.

Pero ella ya no estaba ahí. Un hilo de saliva asomaba en la comisura de su boca mientras su cabeza volvía a oscilar murmurando palabras que solo su muñeca de trapo comprendía.


Faustino Gonzalez - 2001

La historia de Melinao, el conscripto pugil de Coyhaique

Las manos casi congeladas del joven centinela golpearon con fuerza el costado del fusil sin lograr arrancarle más que un mínimo y apagado sonido, que casi se asimiló al de sus tacones. La mirada indiferente del oficial instalado en el asiento trasero del auto pareció pasar a través de la poco agraciada figura del joven conscripto de guardia, pese a la pretenciosa marcialidad de su saludo.

- Vaya a buscarme al capitán Abarzúa - dijo el hombre al momento de descender del vehículo frente a su oficina.

- A su orden mi comandante - contestó Castañeda el grueso y oscuro conductor que guió, casi sin prisa, el vehículo hasta el estacionamiento. Cuando descendió del vehículo se ajustó su quepis y cruzó el inmenso patio central del regimiento. La brisa helada del Colorado, que corría estridente abajo en la quebrada, pareció introducirse bajo sus ropas para adentrarse en sus inmensas y flácidas carnes.

- Permiso mi capitán - dijo cuando se acercó al lugar en donde el oficial conversaba con tres o cuatro hombres bajo su mando - mi comandante dice que vaya a su oficina.

Un expectante silencio dejo reverberando las palabras del mensajero en el amplio espacio de la cuadra.

El oficial reiteró la última frase que en ese momento decía y haciendo un silencioso e impersonal saludo se dirigió al sector de las oficinas.

El comandante Benavides ordenó una y otra vez sus papeles sobre su escritorio sin lograr concentrarse en lo que debía hacer.

- Permiso, mi comandante - dijo el capitán Abarzúa después de escuchar la orden de pasar - buenos días - dijo después parado frente del escritorio del oficial pegando marcialmente sus manos a los costados de su pantalón.

- Buenos días - respondió el jefe sin abandonar su gesto de preocupación.

- Pues bien, ¿averiguó algo sobre lo que ocurrió el viernes?

- En eso estaba mi comandante.

- Mire, Abarzúa: Ud. debe suponer lo emputecido que me tiene esta situación. Lo que más me preocupa es que haya ocurrido en presencia de la delegación de la gendarmería argentina. Esa güevá le da un carácter internacional a la cagadita que quedó el viernes. A estas alturas creo que debo ser el hazmerreir de toda la oficialidad de la Patagonia.

El oficial no quería hablar de la alteración que los hechos le habían provocado. Su rostro casi desencajado trasuntaba claramente la situación. Tras un nervioso paseo por su oficina volvió a instalarse en su escritorio, frente al cual no había dejado de permanecer en posición firme el joven oficial. Golpeando con rabia su cubierta le ordenó:

- Le voy a dar un par de horas para que me averigüe lo que pasó - estiró el brazo para descubrir su reloj - a las diez lo quiero aquí con un completo informe acerca de la responsabilidad de cada uno de los comprometidos en esto. Usted me metió en este lío y ahora me tiene que responder. Acuérdese que fue usted el que dijo que Melinao tenía pasta de campeón, y ya ve lo que pasó. Güeón yo también, haberle creído y ponerme a invitar a medio mundo a la pelea.

- Como Ud. ordene mi comandante - dijo el joven capitán girando geométricamente sobre sus talones para abandonar la oficina.

El tímido sol asomando sobre los nevados cerros coyaiquinos le dio de pleno en los ojos, cuando el capitán Abarzúa cruzó el patio de formación para dirigirse hacia el lugar de los comedores. Un fuerte olor a grasa, cebolla y aliños le golpeó en la entrada de la cocina.

Cinco para las doce, apareció nuevamente ante la secretaria del comandante el capitán Abarzúa.

- Pase nomás el comandante lo está esperando dijo ella después de asomarse a la oficina de este.

- Bien pues - dijo tan sólo el oficial en cuanto entró el capitán - y se dejó caer sobre su sillón - tome asiento y me cuenta.

- Mi comandante, los hechos ocurrieron de la siguiente forma: - se acomodó en su asiento e hizo una pausa como para ordenar sus ideas.

- Creo que Melinao es realmente un gran valor. Tiene estilo, fuerza, valentía...

- A ver, un momento. Quiero saber qué fue lo que pasó con él y no que me venga a hablar de su performance. ¿Averiguó qué fue lo que le pasó ese día y por qué ocurrieron los hechos?

- A eso voy justamente mi comandante. Como oficial a cargo de la selección de box del regimiento, cuando me di cuenta de las condiciones de Melinao, lo saqué de la fila y lo dejé a las órdenes del sargento Callupe, para que lo prepara.

- Bueno eso todo el mundo lo sabía, pero dígame ¿qué pasó?

- Resulta que Callupe para no arriesgar una lesión en las maniobras decidió mandarlo de pinche a la cocina.

- Bueno, eso también lo sabía - dijo el comandante demostrando con su gesto que su paciencia se comenzaba a agotar.

- Resulta que en la cocina el cabo Pailamilla lo tomó a su cargo y no encontró nada mejor que aplicarle sobrealimentación. Melinao comió como chancho toda la semana. De todo lo que había, lo mejor era para Melinao.

El comandante seguía el relato con los ojos desorbitados.

- Entonces el día del combate, el argentino le mandó el opercaout en el mentón, Melinao pierde el conocimiento por unos segundos y... pasó lo que todos sabemos pues mi comandante.

El oficial inconcientemente se cubrió la cara con ambas manos como queriendo olvidar lo que había ocurrido después.

Tras un rato, se puso y se instaló en el ventanal de espaldas a su subalterno.

De pronto irrumpió en una potente carcajada.

- Por eso fue que se cagó entonces, pues.

- Si pues mi comandante - dijo el joven oficial - y menos mal que se les ocurrió apagar la luz y entrar con pala a recoger lo de Melinao.

- Si pero todo el mundo ya se había dado cuenta la cagá que había quedado.

- Exactamente mi comandante - dijo el capitán, que por primera vez esbozaba una sonrisa - la cagá que había quedado.

Anonimo - 2001

La Carta

Eliana se paseaba inquieta por su habitación, la falta de noticias de su novio Enrique por más de un mes desde que partió al interior de la selva amazónica, la tenía fuera de sí. Los días se deslizaban con demasiada lentitud para su gusto, su acelerada actividad habitual se había transformado en un estado de espera, la noción del tiempo se había perdido, el reloj no avanzaba, sólo ansiaba recibir ese llamado que no llegaba o aquella carta que tal vez nunca fue escrita.

Se sentía atrapada en el interior de un foso donde espesas tinieblas parecían embelesadas escuchando la fúnebre melodía que escapaba de un clavicordio enmohecido. Su alma atormentada se estremecía por las convulsiones de la duda lacerante, dolorosa, opresiva. Negros presagios escapaban sarcásticos del crepúsculo mental donde se encontraba sumida. La angustia era su compañera inseparable en este duro trance por el que estaba pasando.

Alguien golpeó la puerta llamándola a comer, ella miró por la ventana y vio sólo oscuridad, parecía que otro día estaba terminando, lo cual siempre le provocaba un atisbo de sonrisa, pensando que cada vez estaba más cerca de saber algo de su amado.

No quería bajar para escuchar las mismas preguntas de siempre respecto a la desaparición de Enrique.

Su hermana menor era quien más la irritaba con sus descabelladas teorías respecto a la antropofagia de ciertas tribus amazónicas.

Su madre, al verla tan decaída, le recomendaba que se reintegrara a su círculo social que alguna vez tuvo.

Eliana sólo quería regresar pronto a su habitación, comía apenas unos bocados y antes que sirvieran el postre, se escabullía del comedor.

Pasaron varios días más, sin que ocurriese nada nuevo, Eliana era una sombra espectral que deambulaba sin destino. Cuando recién partió Enrique, cada vez que sonaba el teléfono ella corría a atenderlo con la secreta esperanza que fuese él, pero después de tanto tiempo había perdido la esperanza de un milagro, así que lo sacó de su pieza.

Un día al atardecer, su madre la llamó excitada que bajara, porque el cartero había traído un sobre para ella proveniente de Brasil.

Eliana no podía creerlo, al fin terminaría su pesadilla, corrió escaleras abajo para arrebatarlo de las manos de su mamá y nerviosa lo abrió para leer la carta tan anhelada.

- ¡Qué letra más enredada tiene Enrique...! - comentó nerviosa.

En la medida que iba descifrando el contenido de la misiva, su alegría inicial se fue transformando en rabia, después en ira y finalmente, en un ataque de furia.

- ¡Infeliz, desgraciado, me has tenido 2 meses esperando noticias tuyas para queme salgas con ésto...!

Su madre que la escuchó vociferando, fue hasta el salón y recogió la carta que su hija había tirado, cuando regresó llorando a su habitación.

La madre al ver aquellos gruesos trazos que simulaban ser letras, no pudo contenerse:

- ¡Qué horror, esta carta parece escrita por un troglodita...!

Después de leer varias veces la carta, la examinó con una lupa para interpretar con la mayor exactitud, cada palabra escrita por este aborigen de las letras.

Una vez que estuvo segura de su contenido, llamó a Eliana para comentarla.

- Mamá, no quiero saber nada de Enrique, ni me interesa leer las atrocidades que me puso...

- Elianita, cálmese, tal vez usted interpretó mal, ya que este joven no es precisamente un artista de la pluma...

- Mamá, no lo defiendas tanto y escucha este párrafo que lo dice todo... - dijo la joven.

- "Ya no estoy en condiciones de regresar pronto por fin encontré mi gran amor una mina oscura llena de esmeraldas..."

- ¿Te das cuenta lo malacatoso que es, mamá...? Encontró su amor supremo, una negra súper mina y cargada de esmeraldas...

- Elianita, está equivocada. Enrique tiene pésima ortografía, apenas sabe escribir, lo que él quiso decir es lo siguiente:

- "Ya no, estoy en condiciones de regresar pronto. Por fin encontré mi gran amor, una mina oscura llena de esmeraldas..."

Alberto Covarrubias - 2001

Por un pelo...

El microbús se vino encima. Lo vi claramente cuando subió a la acera, intentando esquivar a una persona que cruzó con luz roja.

¡Hay que ser muy temerario para cruzar con rojo la Alameda! El insensato era gordo, de bigotito a lo Hitler… ¡si parece que lo estuviera viendo!

El vehículo, arrasó con una parada y un kiosco de diarios y me arrastró varios metros. Fallecí “en el sitio del suceso”...

Nieves Gonzalez - 2010