jueves, 18 de marzo de 2010

No quiso estar antes


No quiso estar antes - aunque por instantes, dentro de su ansiedad por verla, lo pensó - sin embargo, de inmediato se dio cuenta que aquello en nada podría adelantar los hechos. Llegó a la hora exacta. A la de siempre. A la precisa, aquella que sólo había unos minutos de diferencia entre la llegada de uno y otro.

Se ubicó en la mesa de costumbre, frente al ventanal que era desde donde avistaba su llegada cuando ella descendía del transporte público y atravesaba la calle buscándolo con la mirada.

No quiso pedir lo habitual. La joven mesera pareció extrañar la orden, pero se inhibió de preguntar por su habitual compañera. Él tampoco dio pie para que lo hiciera. Tras la orden extendió el diario sobre la mesa como para demostrar que no quería hablar sobre el tema. Ni de eso ni de nada. Sólo mantenerse expectante a la llegada.

Tampoco quiso dejar que le hablara cuando la joven volvió con el jugo de damasco y al posarlo sobre la mesa arrastró su mirada sobre la de él que en ningún instante le volvió la vista.

De nuevo el diario lo volvió a llenar de preocupación y desesperanza. Las fotos con escenas de destrucción completaban todas las páginas y las crónicas parecían competir en ahondar cada vez el enorme volumen de la tragedia. Había pasado exactamente una semana de los hechos y aun las cifras de muerte y destrucción parecían seguir incrementando sin dar visos de completarse. El terremoto había cambiado la dinámica y la vida de los ciudadanos de la ciudad con su nefasto manto de horror y desolación.

Y de nuevo, tal como había ocurrido en los últimos días un doloroso malestar se le vino a instalar una vez más en el centro del estómago. Bebió con avidez su jugo temeroso de que de nuevo las nauseas se le volvieran a transformar en vómitos como ya le había ocurrido dos o tres veces durante la semana.

Si bien se contuvo durante un rato de mirar su reloj, sabía muy bien cuanto tiempo había pasado. Nunca había tardado tanto en llegar. Desesperado casi, volvió a coger el diario para examinar una vez más la lista de personas desaparecidas en la ciudad. El nombre Teresa aparecía sólo una sola vez en el extenso listado. Quiso tratar de reconocerla a través de aquel par de apellidos que aparecían a continuación en un absurdo intento de relacionarlos con su aspecto, la manera de ser y todo lo poco que conocía de ella y le dieran alguna pista acerca de su verdadera identidad. Cerró el diario con desesperación, aplastándolo con sus brazos contra la cubierta de la mesa.

Nunca decirse nada más que el nombre. El nombre verdadero, al menos. Pero sólo el nombre. Jamás ningún otro dato. Habían convenido que agregar más datos le quitaría todo el encanto a aquellas citas íntimas que concluían siempre bien entrada la noche, a la salida del motel de la segunda avenida dos cuadras más allá.

Nunca saber nada ni nunca comprometerse. Ni promesas ni planes conjuntos; nada. Sólo aquellas horas que a ambos tanto les complacían. Ese convenio tácito de darse felicidad para compartir ambas soledades, con el vértigo seductor y salvaje que para ciertas personas prodiga el hacer el amor con desconocidos.

Ahora sí no pudo evitar mirar su reloj y el nudo del estómago se le trasladó entonces a la garganta impidiéndole respirar. Desesperado se levanto de su asiento y con ambas manos comenzó a golpear su garganta. Rojo y con los ojos desorbitados cayó sobre la mesa para luego ir a golpear secamente su cabeza contra las baldosas.

-¡Se muere! – exclamó alguien tras revisar sus signos vitales.

Minutos más tarde una ambulancia retiraba su cuerpo casi exhausto.

Tras un rato y cuando la consternación parecía haberse disipado Teresa entró presurosa al lugar para examinar con la vista a quienes se distribuían a través de las mesas. Inquieta y agitada caminó hasta el fondo del lugar para cerciorarse que realmente él no estaba. Volvió a extender su mirada por todo el espacio y sin poder casi controlar su turbación se dejó caer sobre uno de los asientos para extender sobre la mesa el listado que extrajo desde su cartera. El nombre Mario, aparecía remarcado dos o tres veces en la extensa nómina de los desaparecidos. Miró una y otras vez hacia la calle y luego al mirar su reloj maldijo la tardanza del transporte que tras el terremoto había aumentado los tiempos de espera. Bebió de un sorbo el pisco sour que había ordenado, se puso de pie y caminó casi sin sentido la larga esquina de la avenida que pareció tragársela en la oscuridad de la fría noche de otoño.


ARMANDO ARAVENA ARELLANO - 2010

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