viernes, 12 de marzo de 2010

Epifania


Tenía cinco hijos robustos, cara de zanahoria, que lloraban todo el día pidiendo comida. Un marido que lejos de ser comprensivo, llegaba justo al mediodía a almorzar y aunque ese era precisamente el horario de mayor ajetreo en la casa, la comida debía estar lista, los cabros mayores en su rincón sin decir palabra y con los mocos sonados, los más pequeños con pañales limpios y la guagua pegada a su teta, para evitar que llorara, aunque de tantos tirones ya su pezón parecía un elástico.

Ese día estaba un poco atrasada. La guagua lloraba y tenía fiebre, pero el Señor de la Casa no tardaba en llegar. Se apuró. Su corazón acelerado no cabía en su pecho y su rostro se enrojeció por los nervios. Se esforzó un poco más y recostó a sus tres hijos menores en hilera para cambiar pañales uno por uno. Rápidamente fueron saliendo sonrisas y potos secos, a la vez que gran cantidad de trapos mojados con pipí y demás desechos de los gordinflones que mientras más comían, más grande era el resultado. -Tendré que lavar de inmediato antes de pasar la casa con este olor- Pensó. Ese desagradable hedor seguro molestaría mucho a su esposo, y tal vez no quisiera comer, o más aún, le gritara lo de siempre "Ni siquiera pudiste ventilar la casa, puta floja".

Levantó la cabeza, respiró profundo, apretó los dientes y sentó a los cabros uno por uno en un rincón, cada uno con su juguete. Se acercó a la cuna de madera arrimada contra el muro cerca de la ventana para acostar la guagua y cuando levantó la cabeza su mirada perdida vagó por el horizonte a través de la ventana abierta y se quedó fija por largo rato sin expresión. De pronto un -!OOOHH!- de exclamación salió ahogado de su garganta y sus ojos se pegaron en el desastre que estaban dejando los catorce chanchos que se escaparon de su corral y se metieron sin pudores a escarbar el sembrado de papas.

Sin pensarlo dos veces, salió corriendo y gritando !fuera! !aale! !aale chanchos! dejando el montón de chiquillos lloriqueando en la enorme cocina de la casa, a cargo de su hermanito mayor, que era ya a sus 4 años debía hacerse responsable.

-!Cuida a tus hermanitos!, !Vuelvo al tiro!- indicó Epifania con voz acelerada.

El Caballero llegó y traía hambre después de una larga mañana de trabajo. Exigía ser atendido de inmediato, como corresponde al Dueño de Casa. Su mujer debía correr a servirlo, que pa' eso se casó con ella.

Era un hombrón fuerte, con espaldas anchas que soportaban el duro trabajo al que estaba acostumbrado. El debía proveer a su familia sin quejarse, después de todo siempre el hombre es el que trabaja. Su padre le había enseñado que había que esforzarse mucho ya que no recibiría ayuda alguna de nadie, menos de su mujer. -Las mujeres sólo flojean, exigen y se quejan de cansancio. -!"Hay que manijarlas cortitas y no aguantarles ni'una y de vez en cuando hay que darles duro pa' que entiendan"!- Le decía, mientras lo conminaba a tomarse otra cerveza. “Otra pirsencita pa' apagar la séh, hijo. Pa’ que te vai a ir tan temprano pa’ tu casa, con esta calore -.

Rosendo miró a los niños sin ternura y pasó directo al lavaplatos de la esquina a lavarse las manos. Se sentó a la mesa y aunque los niños le sonreían se quedó sin decir palabra. -¿y tu mamá?- preguntó por fin al mayor de los niños. El pequeño se encogió de hombros y no atinó a responder. Se paró y caminó de un lado para otro, furioso... esperando, pero ella no aparecía. Tenía mucha hambre, de modo que decidió hurgar en la olla del almuerzo, que permanecía caliente en una esquina de la cocina a leña aún roja por el calor.

Encontró un trutro de gallina, lo sacó con cuidado de aquella cazuela hirviente, agarrándolo firmemente del hueso de la pata para no quemarse y lo engulló lo más rápido que pudo, al mismo tiempo que sentía los pesados pasos de Epifania acercándose lentamente.

Su corazón dio un gran salto y sus ojos reflejaron el susto de un niño descubierto en una maldad. Miró a todos lados y se apresuró a buscar algo con que limpiarse la boca para tapar su cometido. Encontró un paño tirado en el suelo de tierra, cerca del lavaplatos. Lo cogió rápidamente y se limpió los restos de pollo, girando en un círculo sobre sus grandes bigotes de campesino. Volvió a sentarse en su lugar y esperó con cara de fiera embravecida a que ella entrara. -¿'Onstabas?. !Hace rato qui’stoy esperando mi comí'a!-, gritó a voces.

Epifania levantó la vista con desgano mientras empapaba con las mangas de su blusa las grandes gotas de sudor que escurrían desde su frente y corrían raudas en dirección a su boca. Miró a su esposo con la intención de responder, pero sus ojos cayeron directamente sobre el bigote de Rosendo y una gran mueca de risa encendió su rostro; de los largos y negros mustachos de su esposo, colgaban varios trozos de algo blando y amarillento, semidespedazado y como aplastado. Epifania rió; con sus ojos, con todo su cuerpo, con una risa fuerte, profunda y que retumbaba en toda la casa.

-¿De que´te reís, estúpida?-, preguntó furioso, -¿que tengo monos en la cara?-.
-!No!-. Contestó ella suavemente sin quitar la amplia sonrisa de su rostro, - tenís mierda -.

El rostro de Rosendo se encendió al mismo tiempo que levantó su pesada mano y la dejó caer con fuerza sobre el rostro de Epifania quien se encogió de dolor.

-Esto te va a enseñar a no faltarle el respeto a tu hombre, puta 'e mierda- gritó el hombre embravecido. -¿Que te habís figura’o que soy yo?-.

Salió de la cocina dando un fuerte portazo, mientras Epifania gemía de rabia y dolor encogida en un rincón y los chiquillos la rodeaban colgados de su pollera, muy asustados.

Aún con la furia reflejada en su rostro, Rosendo se dirigió a La Rancha. De dos zancadas alcanzó la puerta del cobertizo de madera que se encontraba casi junto a la casa y abrió la puerta con furia, propinando una fuerte patada a una de las gallinas que aprovechaba los sacos con lana de oveja amontonados en una esquina, para poner sus huevos. Aún con el rostro encolerizado se dirigió al espejo viejo y descascarado que colgaba de un clavo en el muro, justo sobre el lavatorio de plástico carcomido por el tiempo, que permanecía sobre un tronco redondo de árbol seco.

Llenó el lavatorio y sumergió las manos en el agua fresca tratando de buscar alivio, al mismo tiempo que levantaba la cabeza en forma inconciente para mirarse en el espejo. Vio entonces, los pedacitos de caca del pañal del chiquillo con el que se había limpiado la boca, aún incrustados en sus bigotes. Su corazón dio un gran vuelco y comenzó a latir aceleradamente, como si quisiera escapar de su pecho.

Se lavó la cara con jabón haciendo un fuerte ruido con sus manos al frotarlas duramente contra su rostro, muerto de ira consigo mismo y sintiéndose muy culpable del gran golpe en la cara de su mujer. Pero él sabía que un hombre que se precie de serlo, jamás debe reconocer que se equivoca, menos ante su mujer. Tomó su sombrero, llamó a su perro Cholo con un silbido y salió sin mirar atrás, tratando de olvidar lo que había hecho lo más rápidamente posible y repitiéndose a sí mismo - ¡las mujeres se lo merecen!-. El realmente pensaba que a todas había que tratarlas así para que aprendieran a comportarse y a respetar a su hombre.

Los árboles se mecían suavemente con el viento y el sol no dejaba de azotar su rostro con sus potentes rayos, mientras que el perro caminaba taciturno al lado de su amo, tratando de refrescar su lengua exponiéndola al aire cuan larga era, casi lamiendo la tierra del camino y dejando un reguero de baba que marcaba su paso.

Por esos días el calor era tan irresistible, que la tierra comenzaba a partirse en pequeños trozos, y el pasto se secaba irremisiblemente, mientras que los árboles parecían mirar con desesperación, clamando por un poco de agua antes de morir. Eran los días de la terrible sequía. Los días en que un hombre hubiese preferido estar bajo la sombra y bebiendo un refrescante trago de cerveza, antes que salir a trabajar. Pero la historia está escrita y un hombre debe trabajar duro, trabajar hasta que se revienten las ampollas de las manos y los callos de los pies lleguen a expeler vapor de tanto dolor.

Él nunca se quejó de cansancio. Tenía un poco más de cinco años y su trabajo ya era muy duro, pero jamás vio que la vida fuera distinta. Levantarse antes del amanecer para sacar la leche, separar mamones, amamantar los más pequeños, llevar las vacas al campo. De tanto correr de un lado hacia otro podrían contarse kilómetros y kilómetros recorridos. Sin embargo, había aprendido de su padre que ese era el castigo divino por haber sido desobedientes y por haberse dejado tentar por una puta mujer. Dios siempre sabe lo que hace y nadie está cuestionando el trabajo de los hombres. !Porque, pa' eso son hombres!, No?.

Sólo Dios sabe cuantas cosas pasaron por su mente, cuantas angustias diezmaban el espacio completo de su alma. Quería gritar. Gritar hasta perder la voz para desahogarse de ese tormento. Quería que las montañas repitieran su eco y lo ayudaran a pedir perdón.

Que los hombres jamás deben pedir perdón a una mujer, había aprendido de su padre. Había aprendido a no llorar, ni por dolor, ni por angustia.

Había aprendido que una mujer siempre es un estorbo, aunque siempre que estaba por allí cansado y hambriento, sólo pensaba en la Epi.

Recorrió los bosques y vagó por las grandes praderas mientras el viento del sur parecía haber olvidado soplar por ese día y el sol quemaba sin piedad la piel de su rostro. Fue deshaciéndose de sus tareas de una en una, hasta que todo estuvo listo sin darse cuenta. Ya la noche se acercaba y tenía mucha hambre, así es que decidió volver a casa. Caminó lentamente por el delgado sendero a la orilla de la cerca de alambres que impedían el paso de las vacas al sembrado de trébol, y a la distancia podía divisar la columna de humo que salía en forma ordenada del caño de su cabaña. Pensó en la comida caliente, la cazuela de pollo y el pan caliente que no comió en el almuerzo y su estómago crujió.

Avanzó con sus fuertes pisadas hasta alcanzar la puerta de la casa y abrió. Todo parecía tranquilo, la cocina a leña estaba casi apagada y la temperatura de la habitación era muy agradable. Aunque estaba un poco oscuro, con los últimos rayos de la luz del día pudo divisar a los niños en su rincón, jugando en silencio, calmados, casi sin hacer ruidos... en paz.

Guió sus ojos a través de la habitación lentamente tratando de encontrar a su mujer, siguiendo los hilos de luz que se colaban por entre las rendijas de la construcción, pero no estaba allí. -¿Donde estará?- Pensó, -Ojalá no esté tan enojá’ y se haya olvidado de la cachetá’ que le dí!-. Rosendo siempre creyó que las mujeres eran tan manejables. Un par de palabras amables y volvían a cumplir sus tareas con una sonrisa. Seguramente sería un moretón más en su rostro, pero ya le había hecho tantos y la Epi siempre olvidaba todo en un rato-.

Dio una nueva mirada a sus hijos, que parecían demasiado quietos, y salió en busca de su mujer. Caminó lentamente por el pasillo hasta la portezuela de madera. Quitó la amarra de alambre y continuó su camino oteando el horizonte oscurecido tratando de divisar algún movimiento, pero nada... sólo una delicada brisa fría rozaba su piel haciendo que todo pareciera perfecto.

Recorrió el campo, hurgando detenidamente los rincones, sin atreverse a llamarla. - Talvez no debí reaccionar así -, pensó mientras escudriñaba los lugares más alejadas y oscuros del campo. -Quizás no debí golpearla tan fuerte-. Seguramente estaba muy enojada y se tardaría días en volver a hablar con él o dejarle ver su suave sonrisa nuevamente.

No estaba por ninguna parte y Rosendo comenzó a desesperarse. Seguramente los niños ya empezarían a tener hambre y él no tenía ni la menor idea de como alimentarlos o cambiarles los pañales. Comenzó a caminar más rápidamente en dirección al enorme Sauco que se encontraba al final del potrero. A la Epi le gustaba descansar bajo su sombra y exprimir sus jugosos frutos directamente en su boca, dejando sus labios teñidos de un rojo profundo que la hacía ver mucho más bonita. A veces la observaba por largo rato, semiescondido para que ella no lo viera y disfrutaba sintiendo la alegría que irradiaba su mujer, bajo ese frondoso árbol.

Dejó sus pensamientos volar mientras sus pies se deslizaban sin darse cuenta hacia ese lugar esperando encontrarla allí. Ya se había venido la noche y estaba bastante oscuro, pero algunos delicados haces de luz se colaban entre las hojas del Sauco, permitiendo que Rosendo pudiera distinguir un pesado bulto que colgaba de una gruesa rama, meciéndose suavemente a su propio compás...

La tranquila tarde sólo se vio alterada por un grito desgarrador que atravesó los campos y fue repetido una y otra vez por el eco que parecía no olvidar los enormes ojos negros y los delicados labios rojos de Epifania...


Josefa Nahuelpan-2008

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