viernes, 12 de marzo de 2010

Cambio de piel

Su piel exudaba un cambio.

Era algo similar a lo que les ocurría a las pequeñas culebras de la isla que irremediablemente, y cada cierto tiempo, cambian su piel por otra nueva. Pero ella no era un reptil. Ella era Maru-Tahoe, mujer humana, alrededor de quién se habían tejido muchas leyendas de veracidad, entereza e indulgencia.

La noche de primavera era fresca. Abrió los ojos y entre la penumbra de ese cuarto muy cercano al mar distinguió a su lado, en la cama, al que hasta ahora había sido el compañero de su vida. Quiso tocarlo, pero su ser más íntimo – aquel de ancestrales raíces polinésicas y laponas – la detuvo.

Para qué despertarlo si todo en él era lo que le amarraba a esa vieja piel que esta noche gritaba por desperezarse y desprenderse.

¿Había sido su Príncipe Azul?.

Sí. Hacía muchos años, cuándo él era joven y robusto, había ganado la ancestral competencia del huevo del pájaro Manu Tara. Había saltado al vacío en el lugar más profundo del azul cobalto que allí mostraba el Pacífico y con brazadas magnificentes había derrotado a todos sus oponentes.

La noche de aquel día de gloria, él la había elegido y a la luz de una luna menguante, junto al volcán Ranu Raraku le había besado con miel en los labios y fuego en el corazón.

Después de muchísimos años juntos, con cuatro bellos y amados hijos ya mayores, él había envejecido y aún seguía siendo un buen hombre, un buen padre y una gran persona.

Se levantó silente y se encaminó hacia ese pequeño baño qué él había construido con una gran tragaluz que permitía el acceso de la blanquecina luz de la luna, y el que ella había plagado de plantas y helechos.

Se paró frente al espejo que había reflejado mil veces su jovial rostro, que había sido testigo de más de algún momento de excitación y lujuria entre ella y su hombre.

Lentamente se sacó la camisa de dormir y la dejó caer a sus pies.

El reflejo que le regaló el espejo le gustó. Pese a su somnolencia y a su pelo algo enmarañado, sonrió.

Frente a ella estaba una hermosa mujer de cuarenta y tantos años, de bellos ojos color caramelo, de una tez mate lisa que sólo predecía leves surcos y arrugas que le daban una belleza más madura, más interesante, más de mujer.

Sus labios carnosos ocultaban una blanca dentadura y su pelo negro ondulado le daba una exultante y exótica hermosura.

Bajó la vista. Su busto era pequeño pero armónico y redondo. Su cintura era el anticipo de un par de ánforas perfectas que conformaban sus caderas. Su ombligo, al que él graciosamente llamaba su “Rapa Nui”, igual que la isla, encaminaba hacia la piel menos mate limitando en su entrepierna majestuosa.

Su mente voló a tiempos pretéritos, a un momento puntual en el que ambos, su hombre y ella, desnudos en las blancas arenas de Anakena se había jurado el amor más profundo para toda la eternidad al hacer el amor y conjurar así la magia de su promesa.

Un repentino y forzado acceso de tos propia le sacó de su recuerdo, al oír un ruido. Pero no era más que un nuevo ritmo de ronquido de ese hombre que estaba en su cama, y que algún día había sido el hombre del Manu Tara.

Su mente la forzó a retomar el recuerdo de ese atardecer impúdico en la gran playa de las diez palmeras y los ocho mohais que dirigían su vista al Ranu Raraku y sus espaldas a la Polinesia.

El cuerpo de él y ella entrelazado y fundido en un solo ser placentero y lujurioso, de carne y de alma. El deseo más profundo, el amor descarado y todo lo que a ellos rodeaba, exhalaba pasión y vida.

Sus ojos se abrieron.

Su mano derecha se deslizó lentamente desde sus senos turgidos hasta su pequeño “Rapa Nui”, y siguió cadencioso camino a su propio volcán Ranu Raraku. Sus dedos fueron artífices de aquella confabulación de fronteras. Todo en ella fue una explosión. Había vuelto a Anakena.

Su cuerpo estaba mojado de sudor y deseo, su pecho palpitaba y la obligaba a jadear.

Sus piernas temblaban y su mano delataba la fruición de sus sentidos y su pasión casi perdidos.

Esa noche, después de muchas noches silenciosas, vacías y ásperas, ella por fin había cambiado su piel, había comprendido que todo sería diferente.

Ya no amaba a ese maravilloso hombre que había compartido con ella más de veinte años. No, desde esta noche de piel, de verdadera piel, ella se había vuelto a enamorar. Esta vez de ella.

Maru-Tahoe se puso nuevamente su camisa de dormir y se acostó donde siempre, junto a él. Una extraña mueca de satisfacción y profunda pena se dibujó en su bello rostro al quedarse dormida.


Roberto Cuadros-2008

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