jueves, 18 de marzo de 2010

No quiso estar antes


No quiso estar antes - aunque por instantes, dentro de su ansiedad por verla, lo pensó - sin embargo, de inmediato se dio cuenta que aquello en nada podría adelantar los hechos. Llegó a la hora exacta. A la de siempre. A la precisa, aquella que sólo había unos minutos de diferencia entre la llegada de uno y otro.

Se ubicó en la mesa de costumbre, frente al ventanal que era desde donde avistaba su llegada cuando ella descendía del transporte público y atravesaba la calle buscándolo con la mirada.

No quiso pedir lo habitual. La joven mesera pareció extrañar la orden, pero se inhibió de preguntar por su habitual compañera. Él tampoco dio pie para que lo hiciera. Tras la orden extendió el diario sobre la mesa como para demostrar que no quería hablar sobre el tema. Ni de eso ni de nada. Sólo mantenerse expectante a la llegada.

Tampoco quiso dejar que le hablara cuando la joven volvió con el jugo de damasco y al posarlo sobre la mesa arrastró su mirada sobre la de él que en ningún instante le volvió la vista.

De nuevo el diario lo volvió a llenar de preocupación y desesperanza. Las fotos con escenas de destrucción completaban todas las páginas y las crónicas parecían competir en ahondar cada vez el enorme volumen de la tragedia. Había pasado exactamente una semana de los hechos y aun las cifras de muerte y destrucción parecían seguir incrementando sin dar visos de completarse. El terremoto había cambiado la dinámica y la vida de los ciudadanos de la ciudad con su nefasto manto de horror y desolación.

Y de nuevo, tal como había ocurrido en los últimos días un doloroso malestar se le vino a instalar una vez más en el centro del estómago. Bebió con avidez su jugo temeroso de que de nuevo las nauseas se le volvieran a transformar en vómitos como ya le había ocurrido dos o tres veces durante la semana.

Si bien se contuvo durante un rato de mirar su reloj, sabía muy bien cuanto tiempo había pasado. Nunca había tardado tanto en llegar. Desesperado casi, volvió a coger el diario para examinar una vez más la lista de personas desaparecidas en la ciudad. El nombre Teresa aparecía sólo una sola vez en el extenso listado. Quiso tratar de reconocerla a través de aquel par de apellidos que aparecían a continuación en un absurdo intento de relacionarlos con su aspecto, la manera de ser y todo lo poco que conocía de ella y le dieran alguna pista acerca de su verdadera identidad. Cerró el diario con desesperación, aplastándolo con sus brazos contra la cubierta de la mesa.

Nunca decirse nada más que el nombre. El nombre verdadero, al menos. Pero sólo el nombre. Jamás ningún otro dato. Habían convenido que agregar más datos le quitaría todo el encanto a aquellas citas íntimas que concluían siempre bien entrada la noche, a la salida del motel de la segunda avenida dos cuadras más allá.

Nunca saber nada ni nunca comprometerse. Ni promesas ni planes conjuntos; nada. Sólo aquellas horas que a ambos tanto les complacían. Ese convenio tácito de darse felicidad para compartir ambas soledades, con el vértigo seductor y salvaje que para ciertas personas prodiga el hacer el amor con desconocidos.

Ahora sí no pudo evitar mirar su reloj y el nudo del estómago se le trasladó entonces a la garganta impidiéndole respirar. Desesperado se levanto de su asiento y con ambas manos comenzó a golpear su garganta. Rojo y con los ojos desorbitados cayó sobre la mesa para luego ir a golpear secamente su cabeza contra las baldosas.

-¡Se muere! – exclamó alguien tras revisar sus signos vitales.

Minutos más tarde una ambulancia retiraba su cuerpo casi exhausto.

Tras un rato y cuando la consternación parecía haberse disipado Teresa entró presurosa al lugar para examinar con la vista a quienes se distribuían a través de las mesas. Inquieta y agitada caminó hasta el fondo del lugar para cerciorarse que realmente él no estaba. Volvió a extender su mirada por todo el espacio y sin poder casi controlar su turbación se dejó caer sobre uno de los asientos para extender sobre la mesa el listado que extrajo desde su cartera. El nombre Mario, aparecía remarcado dos o tres veces en la extensa nómina de los desaparecidos. Miró una y otras vez hacia la calle y luego al mirar su reloj maldijo la tardanza del transporte que tras el terremoto había aumentado los tiempos de espera. Bebió de un sorbo el pisco sour que había ordenado, se puso de pie y caminó casi sin sentido la larga esquina de la avenida que pareció tragársela en la oscuridad de la fría noche de otoño.


ARMANDO ARAVENA ARELLANO - 2010

viernes, 12 de marzo de 2010

El mago

Hace algunos años, mientras en mi oficina revisaba papeles, cartas, mensajes y otros documentos a los cuales había que darles una solución, mi secretaria entró a la oficina y me dijo;

-Acaba de llegar un señor que no se identifica e insiste en hablar con Ud., ¿lo hago pasar?

Como primer impulso fue darle una respuesta negativa, pero tras unos segundos reaccioné pensando en librarme momentáneamente de los enredos que tenía con ese cerro de documentos y acepté la visita de ese inesperado personaje, quien me saludó con un

-Muy buenos días señor

Frase muy bien pronunciada y sin acento nacional alguno pero con un énfasis más bien humilde, de acuerdo con su aspecto personal.

- Bienvenido , ¿en que le podemos servir?

- Antes que nada me presento; YO SOY MAGO, y como tal, vengo a ofrecerle mis servicios

Esa vez su tono no fue de humildad ni tampoco de arrogancia sino que reflejaba convencimiento y seguridad.

Esta extraña presentación me desconcertó y le informé que no veía en que podríamos atenderle. De inmediato , y siempre en forma muy respetuosa me concretó la oferta de sus servicios.

- Tengo entendido que las empresas de su magnitud cada cierto tiempo hacen reuniones con sus clientes y distribuidores para presentarles sus nuevos productos y tarifas, ocasiones en las que es conveniente amenizar el acto con algo novedoso fuera de lo común. Para esa ocasión, un pequeño show de magia será de gran ayuda.

No obstante lo curioso de ese ofrecimiento, yo no estaba muy convencido , entonces este mago me hizo la siguiente oferta :

- Si Ud. lo estima conveniente, reúna por unos minutos su personal esta tarde al término de la jornada y yo le haré una presentación de magia sin costo ni compromiso para Ud., momento en el que podrá apreciar mi actuación.

Mas que nada por la influencia de mi subconsciente que me incitaba a olvidar aquel montón de documentos que tenía que estudiar y solucionar, y considerando la oferta sin compromiso, la acepté.

Esa tarde, parte del personal administrativo lleno de curiosidad concurrió a la cita a la sala de conferencias.

- Muy buenas tardes estimadas damas y respetados caballeros; vengo de un país muy al norte a ofrecerle unos minutos de sana y mágica distracción. Como responsable Mago inicio mi presentación solicitando que una de las damas tome varios sobres, escriba el nombre de algunas personas presentes que coloquen dentro un objeto personal de cada una y cerrarlo. Todo esto fuera del alcance de mis ojos y oídos. Para lo cual solicito guardar un prudente silencio y que mis ojos sean y permanezcan vendados. Posteriormente yo recibiré un sobre cerrado cada vez e informaré el nombre escrito sin verlo y su contenido sin abrirlo.

Efectivamente siempre con los ojos vendados recibió el primer sobre, lo palpó y se lo mostró detenidamente a la concurrencia durante algunos minutos para que todos vieran los nombres escritos en ellos . Posteriormente repitió la muestra solo a un sector de los empleados deteniéndose finalmente frente a uno de ellos siempre mostrándole el sobre dando su nombre y solicitándole si efectivamente ese era el suyo, lo que la persona confirmó. En seguida le pidió que recuerde mentalmente que objeto colocó en el sobre . Acto seguido, el Mago informa que se trata de las llaves del primer cajón de su escritorio.

Esas mismas circunstancias se repitieron con otro de los presentes donde determinó el nombre de la persona y el contenido del sobre que esa vez se trataba de una tarjeta de una empresa distribuidora de nuestros productos. Así mismo repitió estos aciertos a los nombres y contenidos de otros casos

Finalmente siguiendo el mismo proceso anterior se detuvo ante mi, siempre mostrándome el sobre que me pertenecía, dijo mi nombre indicando que el contenido se trataba de mi cédula de identidad con su correspondiente número . Además me solicitaba autorización para dar a conocer mi fecha de nacimiento a lo cual por supuesto accedí comprobándose su acierto.

Ante tan convincentes actos y varios otros no me quedó otra alternativa que contratarlo para una presentación ante una gran reunión que nuestra empresa tenía anteriormente programada en un salón de un hotel capitalino con todos nuestros distribuidores, la que fue todo un éxito gracias a sus variadas actuaciones mágicas, entre las que se contaban además de las ya relatadas otras que se describen a continuación;

A uno de los presentes el Mago solicitó escribir y llenar un gran pizarrón con números diferentes o repetidos hasta con tres dígitos cada uno en el más completo desorden, mientras él mantenía sus ojos vendados. A continuación se sacó la venda de sus ojos y miró el pizarrón durante unos treinta segundos. Después le dio la espalda al pizarrón y sin mirarlo empezó a repetir todos los números en el mismo orden escrito sin equivocarse . Luego preguntó si deseábamos que lo hiciera en orden inverso , lo que aceptamos y cumplió sin ningún error.

Otra actuación impresionante fue cuando anunció que iba a tratar de mover la maqueta de un avión que formaba parte del adorno a la presentación a nuestros distribuidores. Eso sí que advirtió que no estaba muy seguro de que le resultara. Se distanció de la maqueta a unos tres o cuatro metros y mirándola fijamente durante un minuto el avioncito empezó a temblar en forma espectacular.

Durante un tiempo he estado pensando cuales eran sus trucos, los que a la fecha he tenido que descartar y aceptar que este personaje era poseedor de extraordinarias dotes mentales.

Días después al despedirme, pagarle y felicitarle por su actuación le hice presente medio en broma, lo peligroso que era conversar con él, porque tenía el poder de leerle a uno la mente, y me respondió :

- Los Verdaderos Magos tenemos nuestro código de ética, y no nos aprovechamos en forma indebida de nuestras capacidades.

Acto seguido, se despidió y desapareció.


Carlos Guerra-2008

Cambio de piel

Su piel exudaba un cambio.

Era algo similar a lo que les ocurría a las pequeñas culebras de la isla que irremediablemente, y cada cierto tiempo, cambian su piel por otra nueva. Pero ella no era un reptil. Ella era Maru-Tahoe, mujer humana, alrededor de quién se habían tejido muchas leyendas de veracidad, entereza e indulgencia.

La noche de primavera era fresca. Abrió los ojos y entre la penumbra de ese cuarto muy cercano al mar distinguió a su lado, en la cama, al que hasta ahora había sido el compañero de su vida. Quiso tocarlo, pero su ser más íntimo – aquel de ancestrales raíces polinésicas y laponas – la detuvo.

Para qué despertarlo si todo en él era lo que le amarraba a esa vieja piel que esta noche gritaba por desperezarse y desprenderse.

¿Había sido su Príncipe Azul?.

Sí. Hacía muchos años, cuándo él era joven y robusto, había ganado la ancestral competencia del huevo del pájaro Manu Tara. Había saltado al vacío en el lugar más profundo del azul cobalto que allí mostraba el Pacífico y con brazadas magnificentes había derrotado a todos sus oponentes.

La noche de aquel día de gloria, él la había elegido y a la luz de una luna menguante, junto al volcán Ranu Raraku le había besado con miel en los labios y fuego en el corazón.

Después de muchísimos años juntos, con cuatro bellos y amados hijos ya mayores, él había envejecido y aún seguía siendo un buen hombre, un buen padre y una gran persona.

Se levantó silente y se encaminó hacia ese pequeño baño qué él había construido con una gran tragaluz que permitía el acceso de la blanquecina luz de la luna, y el que ella había plagado de plantas y helechos.

Se paró frente al espejo que había reflejado mil veces su jovial rostro, que había sido testigo de más de algún momento de excitación y lujuria entre ella y su hombre.

Lentamente se sacó la camisa de dormir y la dejó caer a sus pies.

El reflejo que le regaló el espejo le gustó. Pese a su somnolencia y a su pelo algo enmarañado, sonrió.

Frente a ella estaba una hermosa mujer de cuarenta y tantos años, de bellos ojos color caramelo, de una tez mate lisa que sólo predecía leves surcos y arrugas que le daban una belleza más madura, más interesante, más de mujer.

Sus labios carnosos ocultaban una blanca dentadura y su pelo negro ondulado le daba una exultante y exótica hermosura.

Bajó la vista. Su busto era pequeño pero armónico y redondo. Su cintura era el anticipo de un par de ánforas perfectas que conformaban sus caderas. Su ombligo, al que él graciosamente llamaba su “Rapa Nui”, igual que la isla, encaminaba hacia la piel menos mate limitando en su entrepierna majestuosa.

Su mente voló a tiempos pretéritos, a un momento puntual en el que ambos, su hombre y ella, desnudos en las blancas arenas de Anakena se había jurado el amor más profundo para toda la eternidad al hacer el amor y conjurar así la magia de su promesa.

Un repentino y forzado acceso de tos propia le sacó de su recuerdo, al oír un ruido. Pero no era más que un nuevo ritmo de ronquido de ese hombre que estaba en su cama, y que algún día había sido el hombre del Manu Tara.

Su mente la forzó a retomar el recuerdo de ese atardecer impúdico en la gran playa de las diez palmeras y los ocho mohais que dirigían su vista al Ranu Raraku y sus espaldas a la Polinesia.

El cuerpo de él y ella entrelazado y fundido en un solo ser placentero y lujurioso, de carne y de alma. El deseo más profundo, el amor descarado y todo lo que a ellos rodeaba, exhalaba pasión y vida.

Sus ojos se abrieron.

Su mano derecha se deslizó lentamente desde sus senos turgidos hasta su pequeño “Rapa Nui”, y siguió cadencioso camino a su propio volcán Ranu Raraku. Sus dedos fueron artífices de aquella confabulación de fronteras. Todo en ella fue una explosión. Había vuelto a Anakena.

Su cuerpo estaba mojado de sudor y deseo, su pecho palpitaba y la obligaba a jadear.

Sus piernas temblaban y su mano delataba la fruición de sus sentidos y su pasión casi perdidos.

Esa noche, después de muchas noches silenciosas, vacías y ásperas, ella por fin había cambiado su piel, había comprendido que todo sería diferente.

Ya no amaba a ese maravilloso hombre que había compartido con ella más de veinte años. No, desde esta noche de piel, de verdadera piel, ella se había vuelto a enamorar. Esta vez de ella.

Maru-Tahoe se puso nuevamente su camisa de dormir y se acostó donde siempre, junto a él. Una extraña mueca de satisfacción y profunda pena se dibujó en su bello rostro al quedarse dormida.


Roberto Cuadros-2008

Epifania


Tenía cinco hijos robustos, cara de zanahoria, que lloraban todo el día pidiendo comida. Un marido que lejos de ser comprensivo, llegaba justo al mediodía a almorzar y aunque ese era precisamente el horario de mayor ajetreo en la casa, la comida debía estar lista, los cabros mayores en su rincón sin decir palabra y con los mocos sonados, los más pequeños con pañales limpios y la guagua pegada a su teta, para evitar que llorara, aunque de tantos tirones ya su pezón parecía un elástico.

Ese día estaba un poco atrasada. La guagua lloraba y tenía fiebre, pero el Señor de la Casa no tardaba en llegar. Se apuró. Su corazón acelerado no cabía en su pecho y su rostro se enrojeció por los nervios. Se esforzó un poco más y recostó a sus tres hijos menores en hilera para cambiar pañales uno por uno. Rápidamente fueron saliendo sonrisas y potos secos, a la vez que gran cantidad de trapos mojados con pipí y demás desechos de los gordinflones que mientras más comían, más grande era el resultado. -Tendré que lavar de inmediato antes de pasar la casa con este olor- Pensó. Ese desagradable hedor seguro molestaría mucho a su esposo, y tal vez no quisiera comer, o más aún, le gritara lo de siempre "Ni siquiera pudiste ventilar la casa, puta floja".

Levantó la cabeza, respiró profundo, apretó los dientes y sentó a los cabros uno por uno en un rincón, cada uno con su juguete. Se acercó a la cuna de madera arrimada contra el muro cerca de la ventana para acostar la guagua y cuando levantó la cabeza su mirada perdida vagó por el horizonte a través de la ventana abierta y se quedó fija por largo rato sin expresión. De pronto un -!OOOHH!- de exclamación salió ahogado de su garganta y sus ojos se pegaron en el desastre que estaban dejando los catorce chanchos que se escaparon de su corral y se metieron sin pudores a escarbar el sembrado de papas.

Sin pensarlo dos veces, salió corriendo y gritando !fuera! !aale! !aale chanchos! dejando el montón de chiquillos lloriqueando en la enorme cocina de la casa, a cargo de su hermanito mayor, que era ya a sus 4 años debía hacerse responsable.

-!Cuida a tus hermanitos!, !Vuelvo al tiro!- indicó Epifania con voz acelerada.

El Caballero llegó y traía hambre después de una larga mañana de trabajo. Exigía ser atendido de inmediato, como corresponde al Dueño de Casa. Su mujer debía correr a servirlo, que pa' eso se casó con ella.

Era un hombrón fuerte, con espaldas anchas que soportaban el duro trabajo al que estaba acostumbrado. El debía proveer a su familia sin quejarse, después de todo siempre el hombre es el que trabaja. Su padre le había enseñado que había que esforzarse mucho ya que no recibiría ayuda alguna de nadie, menos de su mujer. -Las mujeres sólo flojean, exigen y se quejan de cansancio. -!"Hay que manijarlas cortitas y no aguantarles ni'una y de vez en cuando hay que darles duro pa' que entiendan"!- Le decía, mientras lo conminaba a tomarse otra cerveza. “Otra pirsencita pa' apagar la séh, hijo. Pa’ que te vai a ir tan temprano pa’ tu casa, con esta calore -.

Rosendo miró a los niños sin ternura y pasó directo al lavaplatos de la esquina a lavarse las manos. Se sentó a la mesa y aunque los niños le sonreían se quedó sin decir palabra. -¿y tu mamá?- preguntó por fin al mayor de los niños. El pequeño se encogió de hombros y no atinó a responder. Se paró y caminó de un lado para otro, furioso... esperando, pero ella no aparecía. Tenía mucha hambre, de modo que decidió hurgar en la olla del almuerzo, que permanecía caliente en una esquina de la cocina a leña aún roja por el calor.

Encontró un trutro de gallina, lo sacó con cuidado de aquella cazuela hirviente, agarrándolo firmemente del hueso de la pata para no quemarse y lo engulló lo más rápido que pudo, al mismo tiempo que sentía los pesados pasos de Epifania acercándose lentamente.

Su corazón dio un gran salto y sus ojos reflejaron el susto de un niño descubierto en una maldad. Miró a todos lados y se apresuró a buscar algo con que limpiarse la boca para tapar su cometido. Encontró un paño tirado en el suelo de tierra, cerca del lavaplatos. Lo cogió rápidamente y se limpió los restos de pollo, girando en un círculo sobre sus grandes bigotes de campesino. Volvió a sentarse en su lugar y esperó con cara de fiera embravecida a que ella entrara. -¿'Onstabas?. !Hace rato qui’stoy esperando mi comí'a!-, gritó a voces.

Epifania levantó la vista con desgano mientras empapaba con las mangas de su blusa las grandes gotas de sudor que escurrían desde su frente y corrían raudas en dirección a su boca. Miró a su esposo con la intención de responder, pero sus ojos cayeron directamente sobre el bigote de Rosendo y una gran mueca de risa encendió su rostro; de los largos y negros mustachos de su esposo, colgaban varios trozos de algo blando y amarillento, semidespedazado y como aplastado. Epifania rió; con sus ojos, con todo su cuerpo, con una risa fuerte, profunda y que retumbaba en toda la casa.

-¿De que´te reís, estúpida?-, preguntó furioso, -¿que tengo monos en la cara?-.
-!No!-. Contestó ella suavemente sin quitar la amplia sonrisa de su rostro, - tenís mierda -.

El rostro de Rosendo se encendió al mismo tiempo que levantó su pesada mano y la dejó caer con fuerza sobre el rostro de Epifania quien se encogió de dolor.

-Esto te va a enseñar a no faltarle el respeto a tu hombre, puta 'e mierda- gritó el hombre embravecido. -¿Que te habís figura’o que soy yo?-.

Salió de la cocina dando un fuerte portazo, mientras Epifania gemía de rabia y dolor encogida en un rincón y los chiquillos la rodeaban colgados de su pollera, muy asustados.

Aún con la furia reflejada en su rostro, Rosendo se dirigió a La Rancha. De dos zancadas alcanzó la puerta del cobertizo de madera que se encontraba casi junto a la casa y abrió la puerta con furia, propinando una fuerte patada a una de las gallinas que aprovechaba los sacos con lana de oveja amontonados en una esquina, para poner sus huevos. Aún con el rostro encolerizado se dirigió al espejo viejo y descascarado que colgaba de un clavo en el muro, justo sobre el lavatorio de plástico carcomido por el tiempo, que permanecía sobre un tronco redondo de árbol seco.

Llenó el lavatorio y sumergió las manos en el agua fresca tratando de buscar alivio, al mismo tiempo que levantaba la cabeza en forma inconciente para mirarse en el espejo. Vio entonces, los pedacitos de caca del pañal del chiquillo con el que se había limpiado la boca, aún incrustados en sus bigotes. Su corazón dio un gran vuelco y comenzó a latir aceleradamente, como si quisiera escapar de su pecho.

Se lavó la cara con jabón haciendo un fuerte ruido con sus manos al frotarlas duramente contra su rostro, muerto de ira consigo mismo y sintiéndose muy culpable del gran golpe en la cara de su mujer. Pero él sabía que un hombre que se precie de serlo, jamás debe reconocer que se equivoca, menos ante su mujer. Tomó su sombrero, llamó a su perro Cholo con un silbido y salió sin mirar atrás, tratando de olvidar lo que había hecho lo más rápidamente posible y repitiéndose a sí mismo - ¡las mujeres se lo merecen!-. El realmente pensaba que a todas había que tratarlas así para que aprendieran a comportarse y a respetar a su hombre.

Los árboles se mecían suavemente con el viento y el sol no dejaba de azotar su rostro con sus potentes rayos, mientras que el perro caminaba taciturno al lado de su amo, tratando de refrescar su lengua exponiéndola al aire cuan larga era, casi lamiendo la tierra del camino y dejando un reguero de baba que marcaba su paso.

Por esos días el calor era tan irresistible, que la tierra comenzaba a partirse en pequeños trozos, y el pasto se secaba irremisiblemente, mientras que los árboles parecían mirar con desesperación, clamando por un poco de agua antes de morir. Eran los días de la terrible sequía. Los días en que un hombre hubiese preferido estar bajo la sombra y bebiendo un refrescante trago de cerveza, antes que salir a trabajar. Pero la historia está escrita y un hombre debe trabajar duro, trabajar hasta que se revienten las ampollas de las manos y los callos de los pies lleguen a expeler vapor de tanto dolor.

Él nunca se quejó de cansancio. Tenía un poco más de cinco años y su trabajo ya era muy duro, pero jamás vio que la vida fuera distinta. Levantarse antes del amanecer para sacar la leche, separar mamones, amamantar los más pequeños, llevar las vacas al campo. De tanto correr de un lado hacia otro podrían contarse kilómetros y kilómetros recorridos. Sin embargo, había aprendido de su padre que ese era el castigo divino por haber sido desobedientes y por haberse dejado tentar por una puta mujer. Dios siempre sabe lo que hace y nadie está cuestionando el trabajo de los hombres. !Porque, pa' eso son hombres!, No?.

Sólo Dios sabe cuantas cosas pasaron por su mente, cuantas angustias diezmaban el espacio completo de su alma. Quería gritar. Gritar hasta perder la voz para desahogarse de ese tormento. Quería que las montañas repitieran su eco y lo ayudaran a pedir perdón.

Que los hombres jamás deben pedir perdón a una mujer, había aprendido de su padre. Había aprendido a no llorar, ni por dolor, ni por angustia.

Había aprendido que una mujer siempre es un estorbo, aunque siempre que estaba por allí cansado y hambriento, sólo pensaba en la Epi.

Recorrió los bosques y vagó por las grandes praderas mientras el viento del sur parecía haber olvidado soplar por ese día y el sol quemaba sin piedad la piel de su rostro. Fue deshaciéndose de sus tareas de una en una, hasta que todo estuvo listo sin darse cuenta. Ya la noche se acercaba y tenía mucha hambre, así es que decidió volver a casa. Caminó lentamente por el delgado sendero a la orilla de la cerca de alambres que impedían el paso de las vacas al sembrado de trébol, y a la distancia podía divisar la columna de humo que salía en forma ordenada del caño de su cabaña. Pensó en la comida caliente, la cazuela de pollo y el pan caliente que no comió en el almuerzo y su estómago crujió.

Avanzó con sus fuertes pisadas hasta alcanzar la puerta de la casa y abrió. Todo parecía tranquilo, la cocina a leña estaba casi apagada y la temperatura de la habitación era muy agradable. Aunque estaba un poco oscuro, con los últimos rayos de la luz del día pudo divisar a los niños en su rincón, jugando en silencio, calmados, casi sin hacer ruidos... en paz.

Guió sus ojos a través de la habitación lentamente tratando de encontrar a su mujer, siguiendo los hilos de luz que se colaban por entre las rendijas de la construcción, pero no estaba allí. -¿Donde estará?- Pensó, -Ojalá no esté tan enojá’ y se haya olvidado de la cachetá’ que le dí!-. Rosendo siempre creyó que las mujeres eran tan manejables. Un par de palabras amables y volvían a cumplir sus tareas con una sonrisa. Seguramente sería un moretón más en su rostro, pero ya le había hecho tantos y la Epi siempre olvidaba todo en un rato-.

Dio una nueva mirada a sus hijos, que parecían demasiado quietos, y salió en busca de su mujer. Caminó lentamente por el pasillo hasta la portezuela de madera. Quitó la amarra de alambre y continuó su camino oteando el horizonte oscurecido tratando de divisar algún movimiento, pero nada... sólo una delicada brisa fría rozaba su piel haciendo que todo pareciera perfecto.

Recorrió el campo, hurgando detenidamente los rincones, sin atreverse a llamarla. - Talvez no debí reaccionar así -, pensó mientras escudriñaba los lugares más alejadas y oscuros del campo. -Quizás no debí golpearla tan fuerte-. Seguramente estaba muy enojada y se tardaría días en volver a hablar con él o dejarle ver su suave sonrisa nuevamente.

No estaba por ninguna parte y Rosendo comenzó a desesperarse. Seguramente los niños ya empezarían a tener hambre y él no tenía ni la menor idea de como alimentarlos o cambiarles los pañales. Comenzó a caminar más rápidamente en dirección al enorme Sauco que se encontraba al final del potrero. A la Epi le gustaba descansar bajo su sombra y exprimir sus jugosos frutos directamente en su boca, dejando sus labios teñidos de un rojo profundo que la hacía ver mucho más bonita. A veces la observaba por largo rato, semiescondido para que ella no lo viera y disfrutaba sintiendo la alegría que irradiaba su mujer, bajo ese frondoso árbol.

Dejó sus pensamientos volar mientras sus pies se deslizaban sin darse cuenta hacia ese lugar esperando encontrarla allí. Ya se había venido la noche y estaba bastante oscuro, pero algunos delicados haces de luz se colaban entre las hojas del Sauco, permitiendo que Rosendo pudiera distinguir un pesado bulto que colgaba de una gruesa rama, meciéndose suavemente a su propio compás...

La tranquila tarde sólo se vio alterada por un grito desgarrador que atravesó los campos y fue repetido una y otra vez por el eco que parecía no olvidar los enormes ojos negros y los delicados labios rojos de Epifania...


Josefa Nahuelpan-2008

La pintura

Ricardo, hacía 18 años que estaba casado, tenía tres hijos y trabajaba en su antigua casona, en su lugar de inspiración, para trabajar en su oficio de pintor. Su señora aparecía allí dos veces al día llevándole cosas de comer, entrecruzaban algunas frases donde estaba presente la laboriosidad del hombre, siempre muy ocupado. Sus hijos intentaban no interrumpirlo para evitar problemas posteriores en la mesa, en la cena.

El pintor tenía esbozado en el bastidor, la figura de medio cuerpo de mujer y había comenzando la segunda etapa: la pintura al óleo.

Sobre la tela, emergía el rostro era de una joven de tez blanca, enrojecida por el frío, pelo negro, negros ojos penetrantes muy bien logrados, que miraban fijo al pintor. Cuando le estaba dando una forma muy real a la nariz, un gesto de enojo en ella surgió a la vista del artista, que antes no había notado. Estuvo observándola desde diversos ángulos y distancias, entrecerrando sus párpados para detectar luces y sombras, hasta que decidió terminar por esa tarde.

Al día siguiente destapó el lienzo y comenzó a observar nuevamente el gesto del día anterior, y no encontrando nada especial, siguió pintando prolijamente su boca entreabierta, el mentón,… dio algunos retoques al pelo que caía suelto sobre los hombros, para seguir completando el torso, brazos y cintura. Como artista fogueado observó la obra desde diferentes ángulos, para comprobar cómo estaba quedando.

Miraba y miraba el pintor, arriba, abajo, a un lado y otro cuando de pronto sintió una voz que le murmuraba suavemente:

-Maestro ¿Por qué me hiciste tan fea?

El pintor no podía dar crédito a lo que ocurría

-¿Tú puedes hablar? Estoy enloqueciendo. Puedes hablar… No te hice fea ¿cómo puedes saber si eres bella o no, si no te has visto en un espejo?
-Mientras me pintabas ayer, el bastidor se reflejó en el vidrio de la ventana y pude verme. Al sentirme fea y vulgar, tenía que expresártelo de algún modo.
-Te traeré un espejo para que te veas en él y luego me dices que es lo que no te gusta.
…aquí está, obsérvate bien y dime cual es el error que cometí contigo.
-¿Qué me dices ahora? ¿Cuál es tu reproche?
-Me habría gustado ser rubia, tener ojos azules, mi piel blanca y no roja.
-Pero tú estás loca mujer. He pintado lo que yo he querido, yo te he creado así, bella, joven, sensual. Cualquier hombre daría su vida por tener alguien así a su lado.
-Me hiciste pobre, porque mi ropa es pueblerina, no tengo joyas, ni alhajas,… yo aspiro a más.
-Te equivocaste conmigo, porque no pinto a los nobles, ni a los burgueses. Pinto lo que veo alrededor, a gente sencilla, a la gente de buen corazón, pinto al pueblo.
-¿Quién te dijo que yo era de buen corazón?
-No me interesa quien me dijo o no me dijo. Simplemente pinto lo que me nace. No me hables más, mal agradecida, porque si no, te voy a envejecer hasta que parezcas enferma y con dolores, en tu lecho de muerte.

Aquella noche el hombre se desveló con lo que había ocurrido. En medio de sus desvelos, sin querer, despertó a su mujer, la que preguntó qué le ocurría, y él le contó largamente con muchos detalles.

Al día siguiente, frente a la pintura se encontraban la señora de artista con sus hijos y por más que miraban con curiosidad la tela, concluyeron que era tan normal como todas las demás.

Días más tarde el pintor se puso a trabajar en aquella figura, blanqueando algo su piel, le hizo un elegante decorado a su vestido, le arregló algo el cabello, destacándole sus ojos verdes, y aquel cuadro comenzó a irradiar tanta alegría en el rostro, que una vez terminado, los compradores ofrecían cada día más por llevárselo, pero su creador nunca quiso, ni se atrevió a venderlo.

El artista observaba diariamente aquel rostro que lo alegraba, y terminó por encontrarlo su obra maestra. Sus conversaciones con la hermosa joven del lienzo lo cautivaron hasta que perdió la cordura. Desde entonces nunca más quiso salir de ese cuarto para regresar con su familia. Cierto día su mujer lo encontró tan ido, con la vista perdida en el retrato. Semanas después, el pintor se encontraba muerto por ese extraño amor.

Días después del funeral, un notario leyó su testamento ante su familia y amigos íntimos, quedando todos muy consternados que su hija Renata, la joven del lienzo, era la única heredera.


Wilfredo Youlton-2008

Anakena


En verdad, Raúl se estaba aburriendo soberanamente en la fiesta de cumpleaños de su amigo Ricardo. A última hora Teresa, su prima, había desistido de acompañarlo, debido a una alergia rebelde que la afectaba. Como un cazador furtivo había examinado a todas las mujeres que llenaban en ese momento el amplio salón, sin encontrar nada rescatable. Aquellas que le resultaron atractivas estaban acompañadas de sus respectivas parejas y había otras no tan jóvenes ni hermosas que, al igual que él, realizaban su propia cacería.

Bebía desganadamente su tercer trago cuando advirtió la entrada al recinto de una mujer que, a primera vista, calificó como fabulosa. Morena, estatura media y un cuerpo escultural que parecía querer escapar del ceñido vestido rojo que lo aprisionaba. Ojos verdes y unos labios carnosos y sensuales completaban esta visión que fascinó a Raúl. Y más extraordinario aun le resulto el hecho de que la mujer estaba sola.

Lentamente se fue acercando a ella y en cuanto escuchó una melodía romántica la abordó respetuosamente:

-Perdón, bailamos…

Ella lo miró un poco sorprendida para aceptar luego con un gesto de cabeza.

Después de una conversación inicial muy formal referida a la fiesta misma, Raúl decidió iniciar su ofensiva mientras bailaban.
-Cómo te llamas…. Le dijo con suavidad.
-Anakena…. Respondió ella como en un susurro.
-Anakena…. Me parece un nombre muy hermoso. Fue el comentario de él.
-Es de origen pascuense ….Agregó la mujer. Fue el deseo de mi abuelo, que nació en la isla.
-En realidad, continuó Raul. Es un nombre maravilloso, que sugiere cosas muy lejanas y misteriosas. Y, pensando que había encontrado el tema de enganche ideal, cerro los ojos tratando de acercar más su cuerpo al de la mujer y de apoyar su mejilla contra la de ella.

Pero, en ese momento sintió que le tocaban el hombro, expresándole:
-Perdon, me permite….

Raúl, entonces, se dió vuelta y se encontró con un hombre joven, alto , bronceado, macizo y de buena estampa, quien lo desplazó en forma suave pero con firmeza, para tomar luego a Anakena y salir bailando con ella.

Al momento de alejarse , la mujer sonrió con picardía a Raúl y le dijo:

-Es mi novio…

Sorprendido y abochornado, Raul inició la retirada hacia uno de los rincones del salón, procurando hacerlo con la mayor dignidad y pasar inadvertido.

Tras paladear pausadamente el primer trago que tuvo a la mano e intentando superar la molestia y vergüenza pasadas, se preguntó con rabia:
-Ana…, Ana cuánto se llamaba la galla …


Jose Arjona-2008