miércoles, 3 de febrero de 2010

El Guaton Guajardo



- Julio Guajardo Salinas - interrumpió bruscamente la lectura. La vista se la quedó adherida a ese nombre. Lo repitió a media voz alta como para que el sonido le ratificara lo que el conjunto de letras significaba.

- Ju - lio Gua - jar - do Sa - li - nas - el sonido de las sílabas lo sobresaltaron - el guatón Guajardo - agregó un instante después cerrando el diario, como si éste ya hubiese cumplido su cometido. Si bien aquella noticia ya no era tal porque de una u otra forma algún día sabía que la podía encontrar, en los hechos el tiempo tan sólo había aminorado la conmoción.

Largo rato permaneció aprisionando las hojas con su puño. La suave brisa marina de la mañana pareció querer arrebatárselo por un instante, mientras su vista, miraba sin ver, los techos de las casas recortados en caprichoso escorzo sobre el espeso cobalto del mar difuso tras la niebla.

- Guatón Guajardo - repitió en un suspiro después de un rato y se puso lentamente de pie.

A media mañana, mientras hacía correr la plancha por la geométrica línea del pantalón de su terno negro dejó que su mente saliera al encuentro de su compañero.

- Guatón Guajardo - dijo y sonrió sosteniendo la plancha en el aire - carajo - agregó después cuando lo vió aquella mañana en su escritorio mordiendo su eterno lápiz de madera. Había entrado un vendedor de camisas y todos se agolpaban en torno a él para elegir y encalillarse.

Sólo cuando los demás ya habían pasado se acercó al vendedor:

- ¿Cuánto valen? - dijo con estudiado desinterés.

- Seis mil escudos, señor - le respondió presto el hombre.

- ¿Cuándo se pagan? - el mes que viene.

Revisó minuciosamente las camisas que quedaban en las dos o tres cajas y permaneció en silencio con el lápiz en la boca.

- Necesito... - dijo después de un rato que el vendedor se mantuvo expectante - tres de esta, tres de estas otras y seis de aquella.

El hombre anotó nervioso en su libreta y luego le pidió que le diera su nombre.

Al día siguiente y a primera hora le hicieron llegar su pedido. A la hora de almuerzo el guatón Guajardo cogió el paguete y salió de las oficinas en la Estación Central, cruzó la Alameda, caminó una cuadra hasta Romero y en el local de la Caja de Crédito Prendario entregó las camisas. De vuelta a alguien le vendió el vale y a la salida, caso jubiloso, invitó a comer perniles donde El Jaque.

Apoyando el pantalón sobre el costado de su pierna revisa una y otra vez la raya. Sólo cuando comprueba la precisión geométrica de ésta se comienza a vestir. Finalmente se calza su sombrero y cuando el espejo de la puerta del ropero le señala que todo está perfecto, sale de la casa para coger el ascensor que lo dejará en el plan para tomar el bus a Santiago.

Por la enorme ventana del inmenso vehículo deja correr su vista que se pierde en el ocre de la costa lejana, que circunda el mar en el otro extremo de la inmensa bahía. Tras las últimas casas, precariamente ancladas a las laderas de los interminables cerros, ha vuelto a aparecer la figura del guatón Guajardo en su escritorio, ocupando ahora, el otro extremo de la amplia y antigua oficina.

Entonces, cuando se aproximaba el medio día recuerda que apareció el vendedor de camisas y de uno por uno se le fueron acercando todos los de la oficina para cancelarle.

Sólo faltaba el Guatón Guajardo. Después de un rato el hombre decidió acercarse a su escritorio.

- Don Pedro ¿me permite?

- ¿Cómo?

- Sí, ¿puedo cobrarle las camisas?

- ¿Qué camisas?

- Las camisas que le mandé el mes pasado. Ud. mismo las eligió. Aquí está - dijo el hombre mostrándole la libreta para que viera - son doce camisas a nombre de don Pedro Sepúlveda.

- Ah, ¿Pedro Sepúlveda?, no ese no soy yo. Mi nombre para que Ud. lo sepa es Julio Guajardo Salinas. ¿Ve?, aquí está mi carnet por si tiene alguna duda - dijo colocándole el documento delante de los ojos.

El hombre lo miraba con los ojos desorbitados sin atinar a hacer ni decir nada.

- Pero si Ud. mismo me dio ese nombre...

- ¿Cómo se le ocurre?, ¿Ud. cree que soy un sinverguenza?, por lo demás ¿ve Ud. que esté usando alguna de sus camisas?.

- Y ahora, déjeme trabajar tranquilo porque estoy muy ocupado - dijo señalándolo con su inconfundible lápiz.

Ahora, a través de la ventana comienzan a aparecer los bosques de pino sobre la tierra rojiza y una sombra fría parece hacer reverencia al paso presuroso del bus hacia Santiago. El guatón en su escritorio rodeado por todos los de la oficina, que después de un rato de seriedad tras la salida del vendedor, han reventado en un ataque de risa.

Entonces, saca de nuevo el diario para ratificar la hora:

"Sus funerales se efectuarán en el día de hoy a las 16.00 hrs. En el Cementerio General, puerta Recoleta.


Armando Aravena - 2000

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