miércoles, 3 de febrero de 2010

Remedio de dioses

Tenía razón mi padre. Creí que nadie podría notar lo de mi linaje. Pensé que a los hombres ya no les quedaba memoria, que por jugar a los dioses, ya no sabían recordar.

Quizás algo en mi rostro delata mi origen, a lo mejor aún les queda un vestigio en sus estrechas mentes.

Sí, todo entre los hombres parece estrecho. Sus rostros son enjutos, necesitan dos ojos para ver, sus pequeñas narices ya no huelen...¡Claro! ¡Cómo soportar tanta fetidez! Estos olores insultan. Sus cabezas son las pequeñas, parecen informes pigmeos. Mi rostro ingente, mis largas y poderosas extremidades deben producirles esos profundos suspiros, esa reverencia con la que encogen sus diminutos cuellos cuando pasan pro mi lado. Padre mío, me decías que mi cuerpo, hijo de dioses, podía parecerles monstruoso a estos hombres sin dios. Mi rostro los estremece y no pueden mirarme. ¡Ay! ¡Todo es tan estrecho! Los automóviles quiebran mis pasos, los grandes edificios me acosan. Pero ellos saben quién soy. Me sumerjo en este subterráneo, en este tren de seres que se empujan, se insultan, luchan por un pequeño espacio de subsuelo... ¡Aquí hace un calor de infierno! Pero no han olvidado mi procedencia y dejan un círculo libre alrededor mío. Aunque me cuesta respirar, al menos sus asquerosos, plebeyos sudores no se pegan en mi piel. Este hedor de hombres me revuelve el estómago. Debí hacerle caso a mi padre. Debí quedarme en casa adormecido con la miel de las tierras de mi madre, con aquel opio del Olimpo.

Si avanzo una estación más la putrefacción va a impregnarse en mis vestiduras, en mis enmarañados cabellos. Subo con esta escandalosa manada por una escalera dueña de su movimiento. ¡Escaleras que suben peldaños! Los hombres han sabido reparar sus olvidos. No parece difícil reemplazar a los dioses. ¡Qué dirías tú, el de los alados pies, poder escalar con esta rapidez y sin la ayuda de Zeus!

Estos hombres ya no saben qué es arriba y qué es abajo. Sus calles y sus plazas parecen subterráneos, el asfalto refleja también su cielo. ¡Esto es insufrible! Mi padre tenía razón, tenía razón...! ¿Pero por qué ya no estás para detenerme, papá, para transportarme a las regiones de las divinidades y hacerme desistir de la gente pegándose a las vitrinas, del mareo de los anuncios y de los hombres que corren?! ¡Los hombres no dejan de correr!

Siento náuseas. ¡Padre mío, siento náuseas! No he podido hablar con nadie, quizás no puedan entender mi lenguaje. Todos van apurados, se pasan, se traspasan..., Sí, han sabido sustituir a los dioses y pretender que los otros cuerpos no los detienen, no frenan su asquerosa carne. Nadie los toca, nadie huele sus miembros putrefactos. Avanzan, padre, avanzan desesperados.

Bueno, todavía algunos reparan en mi presencia, se detienen frente a mí y, en señal de respeto, fijan su vista en el pavimento. A veces, lo dudé. Hubo veces en que no te creí, padre mío. ¡Sí! Mi rostro es de sol. Ninguno de ellos resiste mis ojos de fuego, mi pupilas libres de las órbitas del destino, mi nariz real que expele vientos del Olimpo... Padre, nadie se detiene a mirarme.

Entre la multitud se me oprime el alma. Mi palacio y mis jardines, a los que injurié y llamé "cárcel de dioses", "dorada jaula", parecen en mi recuerdo más espacioso. Los fríos muros de mi habitación me parecen ahora eternos. Anhelo, desesperadamente, el rincón bajo la escalera, el aire de los peldaños.

No, no lo he olvidado. Sé que la desesperación es el veneno de los hombres. ¡Tienes razón! ¡Mil veces tienes razón! Quizás deba volver antes de que su desesperación toque esta carne, este resabio de hombre del que mi divina madre no pudo liberarme.

¡Es que los dioses están muy solos! Sé que es mala compañía la que busco, pero no estás, te fuiste. ¡Padre mío, te fuiste! Y estos rostros se parecen tanto al tuyo, llevan maletines como el tuyo...¿Esconderán también exquisitos manjares?

No debiste dejarme. Mi madre no debió permitirlo. Yo vi cuando te arrancaron del lecho. Tú no querías, me pediste que me apartara, que volviera a mi habitación, pero hablabas extrañas lenguas y yo vi cómo te llevaban. Ella no estaba. ¡No estaba!

Sí, lo sé, las diosas no saben las culpas, no tienen culpa ni memoria. Debiste indicarme mejor el camino al sagrado monte. Reviso mapas, el globo da vueltas y vueltas sobre tu escritorio, pro no encuentro caminos, no hay señales.

Decías que me amaba como a sí misma y que era todos tus pensamientos, pero me olvidó, ella me olvidó. No me permitió borrarla de mi corazón desgranado, pro ella, la diosa, se hizo la desmemoriada. Nos abandonó porque no pudo convertirnos en dioses. Porque, a pesar de sus divinas entrañas, tú mezclaste tu sangre con diamantes y ya no hubo transparencia. Las piedras rojas son volcánicas, dominio del Hades, y no se permiten en los países olímpicos. La divinidad sólo admite transparencias.

Si, padre, ella, la más inteligente de los dioses, nos olvidó por soberbia. Su poder no alcanzó para llevarnos a su cielo y no hay nada que su poder no alcance. Éramos nada y ella no podía amarnos, no podíamos ser todos sus pensamientos, porque ella, la reina de Atenas, no podía cargarnos hasta el Olimpo. Ahora, sólo quisiera saber si su rostro de diosa se parece al mío...

Unos chillidos de bestia hieren mis oídos. El llanto feroz de un niño me trae de regreso a la calle, a este calor insoportable, al tumulto pegajoso. Un niño llora con chillidos de cachorro recién parido. Un niño permanece paralizado, gritando, frente a mí. Su madre lo coge de la camisa e intenta arrastrarlo con ella. El está lleno de terror, pero sigue petrificado en el pavimento y su dedo de filuda roca se clava en mis entrañas y brota sangre. Sangre, padre mío. ¡Sangre roja! ¡Sangre de hombres!


Matilde del Olivar - 2000

Nadie entiende a las mujeres

Apenas recuperado de la trombosis, Remigio propuso matrimonio a su amante. La mujer suspiró, pensando, cuántos años había esperado esas palabras. Contempló al hombre, el ojo derecho lo tenía abierto, rígido, mientras pestañeaba contínuamente con el otro, las manos le temblaban, sudaba, pasándose un pañuelo por las sienes.

- No volveré a vivir con mi mujer, no regresaré al trabajo ni a la rutina, ¿para qué? uno se muere el día menos pensado.

- Te recuperarás, contestó la mujer pensando en lo que quedaba de aquel hombre.

Lo conoció un día de marzo. Sentados en la misma aula comenzaron los estudios. Era hermoso, jugueteaba con el lápiz, llevándolo a los labios, o golpeando el banco, mientras el profesor dictaba la cátedra.

Le ayudó a estudiar, colocaba las pruebas visibles para que las copiara. Los meses se convirtieron en años. Magdalena redactó la tesis de ambos.

- Mi mujer se quedará viviendo en su casa, nosotros nos iremos al campo. ¿Qué me dices Magdalena, te gusta la idea?

Ella pensó en las tardes pasadas juntos, los árboles inclinados por el viento, el olor a ciruelos en flor, el ladrido de los perros, la inmensa felicidad que ella sentía entre sus brazos.

- Mi hijo mayor se quedará a cargo de la empresa, tiene edad suficiente para asumir responsabilidades.

- ¿Qué edad tiene tu hijo?

- Veinticuatro años.

El había dicho -Te amo Magdalena, pero no deseo una familia. Quiero viajar, vivir, mujer de hijos atan.

Tenían veinticinco años.

- ¿Qué dirá tu mujer, si se lo dices?

- No lo sé ni me importa; lo que me quede de vida deseo compartirla contigo. Te amo, Magdalena.

- Ella te quiere.

- Seguro, ¿pero a qué viene esa pregunta?

- Estaba recordando.

- Nada de nostalgia, tenemos el futuro, cuando se ha estado a punto de morir, se comprenden muchas cosas.

Magdalena nunca había estado enferma. El dolor y la amargura de ser abandonada no puede considerarse una enfermedad. Estuvo semanas sin querer hablar, postrada en la cama, cuando supo de la boda de Remigio.

Nadie resiste una rica heredera, comentaba Sebastián, mientras la hacía beber café y la paseaba por la pieza. No te quedes dormida, no te vas a morir si puedo impedirlo, eres una estúpida te enamoraste de un cafiche que no vale nada, ¡no te desmayes, te llevo al hospital quieras o no quieras.

- Me encontré con Sebastián, dijo la mujer pasándole un vaso con agua, fuimos juntos a comer, sigue casado y tiene varios hijos.

- El mecenas del curso, haciendo siempre favores, estará viejo y barrigón.

- Se considera delgado y con bastante pelo.

Remigio se pasó en forma maquinal la mano por la calvicie. ¿Tratas de molestarme? No lo conseguirás. Esoy tan dichoso de poder hablar, moverme, ni siquiera la cabellera de Sansón, conseguiría irritarme-Además no has contestado a mi pregunta.

No puedo creer que sigas con Remigio, no sientes amor por ti misma Magdalena? Se casó con otra y ahora eres su amante. Sebastián se mecía el pelo mientras hablaba.

- Basta, no me digas esas cosas.

- Estás aferrada a un maniquí, no quieres enfrentar la vida, no escucharás de mi la sublime palabra amor para justificar lo que te has hecho Magdalena.

Cuando despertaron abrazados, se preguntó qué poder tenía Remigio sobre ella; Sebastián era y había sido eficiente, dentro y fuera de la cama.

Entró una enfermera a tomar la temperatura; se marchó anotando cifras.

- Mañana se lo digo a mi mujer, mi decisión está tomada, dime Magdalena, ¿estás contenta?

- Cuánto dinero tienes? - preguntó ella.

- Bastante.

- Has hecho solo malos negocios en tu vida

- Era dinero de mi mujer, para que preocuparnos, tenemos la casa de campo, y mi profesión

- Mi casa y mi profesión, querrás decir, tu jamás has ejercido.

- ¿Qué pasa Magdalena? El hombre trató de incorporarse. Al hacerlo, resbalaron las frazadas dejando las delgadas piernas al descubierto. -Por favor, no vamos a comenzar una nueva vida peleando.

La mujer lo ayudó a recostarse, esponjó los almohadones a su espalda, besó la frente del enfermo. Remigio...Remigio...susurró. Luego, incorporándose con presteza, se dirigió a puerta.

- No voy a casarme contigo, conserva tu esposa, no vas a encontrar a otra que se haga cargo de lo que queda de ti.

Salió de la pieza seguida por la mirada rígida, mientras el ojo sano pestañeaba sin cesar.


Natacha Bañados - 2000

El Guaton Guajardo



- Julio Guajardo Salinas - interrumpió bruscamente la lectura. La vista se la quedó adherida a ese nombre. Lo repitió a media voz alta como para que el sonido le ratificara lo que el conjunto de letras significaba.

- Ju - lio Gua - jar - do Sa - li - nas - el sonido de las sílabas lo sobresaltaron - el guatón Guajardo - agregó un instante después cerrando el diario, como si éste ya hubiese cumplido su cometido. Si bien aquella noticia ya no era tal porque de una u otra forma algún día sabía que la podía encontrar, en los hechos el tiempo tan sólo había aminorado la conmoción.

Largo rato permaneció aprisionando las hojas con su puño. La suave brisa marina de la mañana pareció querer arrebatárselo por un instante, mientras su vista, miraba sin ver, los techos de las casas recortados en caprichoso escorzo sobre el espeso cobalto del mar difuso tras la niebla.

- Guatón Guajardo - repitió en un suspiro después de un rato y se puso lentamente de pie.

A media mañana, mientras hacía correr la plancha por la geométrica línea del pantalón de su terno negro dejó que su mente saliera al encuentro de su compañero.

- Guatón Guajardo - dijo y sonrió sosteniendo la plancha en el aire - carajo - agregó después cuando lo vió aquella mañana en su escritorio mordiendo su eterno lápiz de madera. Había entrado un vendedor de camisas y todos se agolpaban en torno a él para elegir y encalillarse.

Sólo cuando los demás ya habían pasado se acercó al vendedor:

- ¿Cuánto valen? - dijo con estudiado desinterés.

- Seis mil escudos, señor - le respondió presto el hombre.

- ¿Cuándo se pagan? - el mes que viene.

Revisó minuciosamente las camisas que quedaban en las dos o tres cajas y permaneció en silencio con el lápiz en la boca.

- Necesito... - dijo después de un rato que el vendedor se mantuvo expectante - tres de esta, tres de estas otras y seis de aquella.

El hombre anotó nervioso en su libreta y luego le pidió que le diera su nombre.

Al día siguiente y a primera hora le hicieron llegar su pedido. A la hora de almuerzo el guatón Guajardo cogió el paguete y salió de las oficinas en la Estación Central, cruzó la Alameda, caminó una cuadra hasta Romero y en el local de la Caja de Crédito Prendario entregó las camisas. De vuelta a alguien le vendió el vale y a la salida, caso jubiloso, invitó a comer perniles donde El Jaque.

Apoyando el pantalón sobre el costado de su pierna revisa una y otra vez la raya. Sólo cuando comprueba la precisión geométrica de ésta se comienza a vestir. Finalmente se calza su sombrero y cuando el espejo de la puerta del ropero le señala que todo está perfecto, sale de la casa para coger el ascensor que lo dejará en el plan para tomar el bus a Santiago.

Por la enorme ventana del inmenso vehículo deja correr su vista que se pierde en el ocre de la costa lejana, que circunda el mar en el otro extremo de la inmensa bahía. Tras las últimas casas, precariamente ancladas a las laderas de los interminables cerros, ha vuelto a aparecer la figura del guatón Guajardo en su escritorio, ocupando ahora, el otro extremo de la amplia y antigua oficina.

Entonces, cuando se aproximaba el medio día recuerda que apareció el vendedor de camisas y de uno por uno se le fueron acercando todos los de la oficina para cancelarle.

Sólo faltaba el Guatón Guajardo. Después de un rato el hombre decidió acercarse a su escritorio.

- Don Pedro ¿me permite?

- ¿Cómo?

- Sí, ¿puedo cobrarle las camisas?

- ¿Qué camisas?

- Las camisas que le mandé el mes pasado. Ud. mismo las eligió. Aquí está - dijo el hombre mostrándole la libreta para que viera - son doce camisas a nombre de don Pedro Sepúlveda.

- Ah, ¿Pedro Sepúlveda?, no ese no soy yo. Mi nombre para que Ud. lo sepa es Julio Guajardo Salinas. ¿Ve?, aquí está mi carnet por si tiene alguna duda - dijo colocándole el documento delante de los ojos.

El hombre lo miraba con los ojos desorbitados sin atinar a hacer ni decir nada.

- Pero si Ud. mismo me dio ese nombre...

- ¿Cómo se le ocurre?, ¿Ud. cree que soy un sinverguenza?, por lo demás ¿ve Ud. que esté usando alguna de sus camisas?.

- Y ahora, déjeme trabajar tranquilo porque estoy muy ocupado - dijo señalándolo con su inconfundible lápiz.

Ahora, a través de la ventana comienzan a aparecer los bosques de pino sobre la tierra rojiza y una sombra fría parece hacer reverencia al paso presuroso del bus hacia Santiago. El guatón en su escritorio rodeado por todos los de la oficina, que después de un rato de seriedad tras la salida del vendedor, han reventado en un ataque de risa.

Entonces, saca de nuevo el diario para ratificar la hora:

"Sus funerales se efectuarán en el día de hoy a las 16.00 hrs. En el Cementerio General, puerta Recoleta.


Armando Aravena - 2000