domingo, 22 de agosto de 2010

Microcuentos I


Un día de invierno, entre la clase de Cálculo Infinitesimal y la de Física Vectorial, el joven estudiante de ingeniería hizo “click” y se convirtió en el Hombre Vector. Decía tener magnitud, dirección y sentido. Poco le valió su nueva abstracción existencial para cruzar la Alameda, pues una micro multiplicó por cero su dinámica existencia.


El Divino Anticristo predicaba a los cuatro vientos su apocalíptica doctrina hasta que cuatro jinetes en riguroso blanco descendieron de un furgón y se lo llevaron al purgatorio.


Santiago 2110, año del Tricentenario, ciudad de mutantes ojerosos, piel transparente por el eterno cielo marrón y con enormes pulmones para capturar las escasas partículas de oxigeno en una atmósfera cargada de hollín.


“Mi amor, eres única en mi vida” – decía el joven mientras la abrazaba y besaba con un ojo cerrado y el otro abierto oteando el horizonte del parque.


Chile 2310, celebramos los 500 años de independencia nacional y el candidato presidencial promete una mejor educación para los jóvenes, mejores oportunidades de trabajo para los adultos, salud gratis para los ancianos y un país desarrollado en cuatro años más para todos los chilenos.

Jorge Blanche - 2010

viernes, 20 de agosto de 2010

La noche que descendi a los infiernos


10.00 de la noche, conduzco hacia la Posta 3 de Santiago. Mi cuñado, rescatado de su departamento luego de toda una operación tipo comando, pues estaba con un problema de pérdida de la conciencia y en un peligroso sueño profundo, logramos recuperarlo para llevarlo a la consulta de un médico, que aún siendo de noche nos espera por ser nuestro pariente. Hay que internarlo de inmediato, nos dice. Tiene posiblemente daño cerebral producto de un accidente vascular ocurrido hace quizás un par de días atrás. Lo más próximo a su domicilio y al lugar en donde estábamos; la Posta 3.

Nos sale a recibir un funcionario que eleva la barrera luego de preguntarnos si llevábamos paciente. Bajamos una moderna rampa y en el subterráneo cinco o seis ambulancias, entrando y saliendo. Subo de nuevo a la superficie, después de dejar mis pasajeros. Estaciono en la siguiente calle y bajo caminando hasta la sala de espera. Cien personas más o menos ocupando unos asientos colectivos que en cinco corridas copan casi todo el extenso recinto. De todas formas queda gente de pie y otros que se desplazan entre diligentes y nerviosos. Un altoparlante va llamando a los pacientes luego que éstos entregaran sus datos y hecho el registro-y la cancelación correspondiente. El sonido violento del parlante y el descuido en la expresión, hacen apenas comprensible la identificación del llamado.

Al menos la sala de espera está separada de la recepción. Es allí, en esta última, donde se ve de todo. Absolutamente de todo. Golpeados, tajeados, heridos, congestionados, quebrados, vómitos, hemorragias, parturientas de vientres descomunales, intoxicados…, todo.

Una sola clase social, a lo más dos, parece existir en el lugar. Clase media (como nos definimos casi todos lo habitantes de este país), pero clase media baja. Casi todos emiten despachos a través de sus celulares. Otros salen a buscar algo al auto. Es la nueva clase media baja chilena, pobres pero con cosas. Dentro de las cuales no figura el presupuesto de salud, sino quizás sólo el inevitable acápite relacionado con remedios.

Los únicos “pacientes” que atraviesan la sala para ir a la ventanilla de registro son los esposados que van acompañados por carabineros y que están allí para constatar lesiones. Ahora hay un gordo esposado que lo acompaña un hombre joven, casi de aspecto tan descuidado como él mismo. Sólo cuando se acerca otro sujeto con casaca azul, pero sin ninguna identificación, tiendo a pensar que se trata de un policía de la comisión civil. Cuando se saca la chaqueta y se la da vuelta para el otro lado ratifico mi presunción: Dice con letras enormes, PDI. Entonces hacemos chistes con mi otro cuñado respecto que la condición física del detenido no se condice con su pretensión de ser escapero.

Ahora son las 11.00. Mi cuñado ya fue ingresado. El altoparlante dice de pronto:
“Este centro de salud está colapsado, el tiempo de espera es de ocho a nueve horas". Para nadie, excepto para nosotros, la información parece aturdirnos. Contra lo que con mi cuñado pensamos nadie se desiste ni se retira del lugar.

La hora que llevamos de pie nos comienza a pasar la cuenta. Decidimos pasar a sentarnos en la última fila, que parece que es la única que tiene algunos espacios vacíos en ese instante. Claro, es cierto, por ambos lados está flanqueado el paso por un hombre por un extremo y una anciana por el otro. Los despertamos para poder pasar. Sólo después de un rato nos damos cuenta que ellos no ponen atención a los llamados. Sólo duermen, semitendidos sobre los asientos. Definitivamente no son pacientes. Han venido a pasar la noche en el lugar. Un joven de casi muy buen aspecto de pronto los ha despertado para entregarles un plato de plumavit repleto de arroz con un par de vienesas inundadas en mayonesa y kétchup. Nosotros concluimos que quizás este joven y otro de similar aspecto podrían ser los hijos de esta familia que ocupa el lugar como hotel.

El hombre tras comer su merienda ha vuelto a quedarse dormido. Sin embargo no deja de rascarse y hurgar algo bajo sus ropas sin tener que despertarse para realizar la persecución. La mujer, que claramente es mayor, en el otro extremo de la banca no ha sido capaz de comerse todo su plato y lo deja arrumbado junto al dosel del ventanal y se tiende a dormir sobre los asientos.

Ahora son las 12 de la noche y contra todos nuestros cálculos la cantidad de público no decrece. Si bien algunos se han ido. Otros huéspedes han ido llegando. Son tan increíblemente distintos de aspecto como de equipaje que sólo cuando se reconocen unos con otros nos damos cuenta del motivo de su presencia. Hay uno de ellos que sí cuesta identificar. Se trata de un hombre alto, moreno, de unos cincuenta años, que viste un abrigo con corte inglés, largo, casi elegante. Afeitado y de bella y ordenada cabellera; jamás podría alguien suponer que se trata de un indigente. No porta más equipaje que un bolso mediano que cuelga de uno de sus brazos. Pide permiso respetuosamente y se ubica en la última corrida de asientos. Junto a él viene un hombrecito desarrapado, casi desfalleciente y que los tics no dejan tranquilo en ningún instante. Es increíblemente dispar la pareja. Sin embargo, tras algunos minutos el hombrecillo se quedará dormido recostado sobre el hombre de su compañero.

La televisión ha acompañado la fría y dolorosa espera. Cada cual vive su duelo estoicamente sin querer compartir ni confiar a otros la historia de lo ocurrido con su paciente. Nadie llora ni hace escándalo. A veces alguien gime en silencio, refugiando su pena en los brazos de su acompañante. Los jóvenes son los más demostrativos y sus besos y demás manifestaciones amorosas resultan impúdicos en el contexto en que se encuentran. Las niñas son por definición gordas. A diferencia de la gente bien, ellas no ocultan sus exhuberancias usando ropas ad-hoc.

Ahora la televisión repite el capítulo de la serie nocturna y los hombres y mujeres “de situación de calle” la siguen con una atención que ya se hubiese querido alguna vez, Shakespeare o Moliere. Las noticias del cierre y el drama de los mineros atrapados al interior de una mina conmueve la audiencia de los unos y de los otros. Lo que sí realmente llama la atención es la profusión de diarios que transportan los homeless. Leen, releen y comentan entre si las noticias de diarios ajados y manidos que pasan de mano en mano.

Son las 2 de la madrugada y a estas alturas la proporción de los unos y de los otros es casi la misma. La diferencia es que muchos de los huéspedes han acomodado sus cosas y se han dispuesto a dormir. En primera fila hay un hombre que duerme hace rato. Sus pies estirados hacia delante casi entorpecen el paso de quienes deben desplazarse por el lugar. Sobre el bolso que descansa junto a sus pies un perro de raza quiltro duerme a la par con su amo.

A las 2.30 llega una pareja con unas inmensas bolsas negras de basura que acomodan en un rincón de la sala. El sonido delata su contenido. Son latas vacías de bebida que atesoran, cubriéndolas con sus propias ropas. Sentados en el suelo inician una merienda de jugos que traen en botellas de bebidas y paquetes de papas fritas. Ella hojea el diario y se detiene en una noticia que habla de un matemático que desea congelar su cerebro. Aquello le produce risa y comentario que a su compañero poco le interesa.

Otros dos nuevos delincuentes esposados cruzan el lugar a las 4 de la mañana. Nadie expresa mayor sorpresa con tan singular presencia. Son dos jóvenes cuyo engañoso buen aspecto contrasta con el de los habitantes de la sala. Mientras entregan sus datos llama la atención la actitud relajada de los carabineros que los conducen. Ello pareciera dar cuenta de una situación casi absolutamente habitual.

De pronto parece activarse un grupo de personas que están congregadas junto a la pared cercana a la entrada. Una mujer que salió del interior ha comunicado algo que estremece al conjunto. Algunos salen corriendo a avisar a otros dos o tres miembros de la familia que han salido a fumar en ese instante. Ha muerto la abuela. Los rostros desfigurados por la dolorosa espera ahora se vuelven contrahechos por el dolor. El llanto es silencioso, pero no por ello menos profundo.

Son las cinco de la mañana y frente a la ventanilla hay ahora dos mujeres. Una de ellas, la mayor, si es mujer. El aspecto de la otra es tan singular que nadie puede llegar a creer que es cierto o más bien dicho verdadero lo que están viendo. Pelo platinado recién planchado, maquillaje facial perfecto, botas altas color burdeos que hacen juego con su cartera de cuero. Creo que lo que define definitivamente la situación son sus enormes pestañas, que por muy brutos que seamos los hombres o por ignorantes en cuanto al tema, no podemos creer que sean naturales.

Ahora la mujer mayor conversa con mi cuñado y le cuenta que es su hijo. Que ella ha venido de Antofagasta y se encuentra con que él tiene un fuerte dolor estomacal. Que en realidad debería haberlo llevado a una clínica. En todo caso a esta hora, 5.30 de la mañana, son muy pocos los que se han preocupado de la presencia de tan extraño personaje. Casi todos los huéspedes duermen. La mujer de la pareja de los tarros se ha metido debajo de los asientos y hace horas que no sabe de nada.

Aparecen entonces unos voluntarios de la parroquia San José que a viva voz ofrecen café y sándwiches. De inmediato, entre sorprendidos e incrédulos, los acompañantes de algunos pacientes siguen a los voluntarios hasta la calle, en donde se supone que está el vehículo con lo ofrecido. Los indigentes, para los cuales el ofrecimiento parece algo habitual y casi trivial, sólo después de un rato y en forma paulatina, reclaman lo mismo.

Las horas de espera han acumulado por sobretodo mucha basura de todo lo que se consume, tanto del cocaví que varios han tenido la precaución de llevar conocedores de lo largo de la espera, como así también todo lo que han ido sacando de las máquinas con comestibles y bebidas que se ubican en un costado del recinto. El mal olor también comienza a hacerse cada vez más denso y profundo. Desde la puerta que da al pasillo se agrega el de la orina que escurre desde en baño.

Ahora el ambiente es totalmente relajado. El quiltro definitivamente las pulgas no lo dejan dormir y en medio del pasillo no cesa de “tocar la guitarra”. Ha llegado un nuevo huésped que parece pasajero internacional entrando a un aeropuerto, por un carrito en que porta sus cosas. Lo primero que hace es trabar una de las puertas para que no entre aire a la sala. Luego acomoda sus cosas en un rincón y se sienta sobre ella disponiéndose a dormir. Tras unos minutos lo hace plácidamente. El resto de sus colegas “en situación de calle” hace lo mismo en las más diversas poses y estilos. Envidiable es la forma en que se entregan a un sueño profundo y apacible que contrasta tan violentamente con las preocupaciones y sobresaltos de quienes han concurrido por motivos de salud.

Durante toda la noche hay acompañantes que salen a la calle a fumar, a llorar o a comprar sopaipillas y café que vende una anciana en un puesto a la salida y que inunda con su olor toda la cuadra. A esa hora todo se encuentra rico, el café, las sopaipillas, la mostaza…todo.

En uno de los jardines alguien se ha preocupado de armar con los cartones un reparo para que un par de perros puedan protegerse del frío. Todo aquello está perfecto hasta que pasa un cartonero que estaciona su triciclo y procede a agarrar los cartones y ponerlos sobre su vehículo. Los perros entre asustados y sorprendidos por este tan brusco cambio de actitud de los seres humanos saltan lejos, tullidos por el frío y el desamparo de la noche.

En solitario jovencito que no ha querido dormir en toda la noche pasa raudo calle abajo. Obsesivamente preguntó la hora durante la extensa jornada, cambiándose nervioso de lugar y luchando contra el sueño. A esa hora quizás deberá tomar un tren en la cercana Estación Central o quizás deba presentarse a un trabajo muy de mañana…talvez, porque nunca habló con nadie. Él sólo preguntaba la hora.

Ahora ya amanece y el cielo tiene ese tono azul violáceo de la madrugada y comienzan a pasar jóvenes y muchachas de pasos singularmente veloces. Todos llevan sus oídos ocupados por sus aparatos personales de música. No escuchan, no saben, no imaginan todo lo que ha pasado de dolor, espera y muerte allí en el subterráneo, esta noche.

Armando Aravena 2010